Выбрать главу

Evie estaba en el centro del grupo, aunque habitualmente se mantenía apartada. Comúnmente apenas prestaba atención a sus compañeros. Esta vez contemplaba a Charlie con admiración, y parecía beber sus palabras, aunque probablemente no comprendía ni la mitad. No era la historia lo que la atraía. Su cuerpo rozaba el cuerpo de Charlie.

¿Y para esto, se preguntó Ish amargamente, habían cuidado de Evie? Ezra la había encontrado sucia, desgreñada, viviendo como una bestia, y con apenas la inteligencia necesaria para abrir las latas de conserva. ¿No hubiera sido mejor poner a su alcance algún veneno azucarado? Y bien, la habían cuidado durante años, y su existencia no había sido una alegría para ellos, y sin duda tampoco para ella. La compasión que Evie inspiraba era una reliquia de otro tiempo.

Evie, tal como la veía ahora, en el centro el grupo, parecía una extraña. Ocurría a menudo: uno no se fija en el cuadro que tiene siempre delante de las narices, y la gente a quien se ve durante años parece perder sus características más personales. Evie, advirtió de pronto, era una notable belleza rubia. Desde luego, los ojos parecían vacíos y su rostro carecía de expresión. Pero para un hombre como Charlie esos detalles no debían de tener gran importancia. Sí, como había dicho Ezra, Charlie sabía lo que quería, y lo obtenía rápidamente. ¿Y por qué iba a esperar?

Los dedos de Ish se crisparon sobre el mango del martillo. Era tranquilizador, pero hubiese preferido un revólver.

Un coro de carcajadas saludó unas palabras de Charlie. Evie se rió, con breves chillidos. Charlie se inclinó hacia ella y le pellizcó el talle. La joven lanzó un gritito agudo, de niña. Ish se acercó, su presencia se hizo de pronto oficial, y todos se volvieron hacia él. Esperaban, advirtió Ish en seguida. Aquella inesperada situación los sorprendía, y no sabían qué actitud adoptar. Ish se acercó a Charlie, con el martillo en la mano derecha y tratando de no apretar el puño izquierdo, a pesar de su cólera.

Mientras Ish se acercaba, Charlie, con movimientos despreocupados, tomó a Evie por el talle. Sorprendida, ella cedió. Charlie se volvió entonces hacia Ish y lo miró desafiante. Ish aceptó el desafío, y se serenó. La necesidad de actuar le aclaraba las ideas.

—Dejadnos solos unos instantes —ordenó en voz alta. No había necesidad de pretextos. Todos sabían qué iba a ocurrir—. Quiero hablar con Charlie. Ezra, llévate a Evie a casa de Molly. Necesita que la peinen.

Nadie protestó. Se dispersaron con una prisa en la que había algo de temor. Dejar partir a Ezra era perder su mejor aliado, pero intentar retenerlo hubiera sido una confesión de debilidad ante todos, incluso ante Charlie.

Se quedaron solos frente a frente, Ish de pie, Charlie sentado. Charlie no hizo ademán de levantarse, e Ish también se sentó. No podía quedarse de pie mientras el otro siguiese indolentemente sentado. Charlie no llevaba chaqueta y se había desabotonado el chaleco, lo que le daba un aspecto de descuido. Se miraron, separados por unos dos metros.

Ish pensó que era mejor no andarse por las ramas.

—Sólo quiero decirle esto: deje tranquila a Evie.

Charlie fue también categórico.

—¿Quién ordena eso?

Ish pensó un momento. ¿Nosotros? Era demasiado vago. ¿Nosotros, la Tribu? Charlie se reiría. Al fin se decidió.

—Yo lo ordeno.

Charlie no respondió. Recogió unos guijarros del suelo y los hizo saltar en la mano izquierda. Nada hubiera podido indicar mejor su despreocupación.

—Podría contestarle con alguna de las viejas frases —dijo al fin—. Usted ya las conoce. No insistamos. Pero soy razonable. ¿Por qué quiere que deje tranquila a Evie? ¿Es su amiguita?

—Por algo muy simple —dijo Ish rápidamente—. En nuestro grupo no hay seguramente genios, pero tampoco imbéciles. No queremos cargar con unos cuantos niños idiotas, como lo serían fatalmente los hijos de Evie.

Apenas dejó de hablar, Ish comprendió que había cometido un error. Como todo intelectual, había preferido la discusión a las órdenes, debilitando así su autoridad. Ahora él había pasado a segundo plano, y Charlie era el jefe.

—Demonios —dijo Charlie—. Pero si ella pudiera tener hijos ya los habría tenido, con todos esos muchachos que andan a su alrededor.

—Los muchachos no tocaron nunca a Evie —declaró Ish—. Crecieron con ella y la respetan. Y, por otra parte, casamos muy jóvenes a los muchachos.

Sintió que sus argumentos eran cada vez más débiles.

—¡Bueno! —dijo Charlie con el aplomo de un hombre que domina la situación—. Debería alegrarle que me haya fijado en la única mujer libre. ¿Y si me hubiera gustado una de las otras? Deme las gracias.

Ish buscó desesperadamente una respuesta. No podía amenazarle con la policía o la justicia. Había lanzado un desafío, y había perdido.

No, no había más que decir. Ish se levantó, dio media vuelta, y se fue. Recordó algo: un día, poco después del Gran Desastre, se había vuelto para alejarse de otro hombre y había tenido la seguridad de que iba a recibir un tiro en la espalda. Pero ahora no tenía miedo, y esto lo mortificaba aún más. Charlie no tenía necesidad de matarlo, pues era el vencedor.

Ish volvió a su casa arrastrando los pies. Había olvidado la amargura de la humillación. El martillo era ahora una herramienta embarazosa, y no un símbolo de poder. Durante años la vida había transcurrido sin incidentes; él era el jefe y todos lo respetaban. Pero no era en verdad muy distinto de aquel joven raro que apenas recordaba. El joven que había sido antes del Gran Desastre, el que temía los bailes, y nunca se sentía cómodo con la gente, y no tenía ninguna autoridad. Había cambiado mucho, pero no había perdido totalmente su timidez.

Llegó así a la puerta de su casa, con una profunda amargura. Em lo esperaba. Ish dejó el martillo y la tomó en sus brazos, o fue ella quizá quien se lanzó hacia él, no lo sabía, pero se sintió otra vez seguro de sí mismo. Em no estaba siempre de acuerdo con él. En la noche de la víspera, por ejemplo, habían discutido sobre Charlie; pero él siempre encontraba en ella nuevas fuerzas.

Se sentaron en el sofá y él le contó toda la historia. Aun antes que ella hubiese abierto la boca, Ish sintió su ternura como un bálsamo.

—¡Qué imprudencia! —dijo Em al fin—. No debías haber despedido a los muchachos. Nadie piensa ni entiende tantas cosas como tú, pero no sabes tratar a un hombre de esa especie.

Y Em preparó el plan de operaciones.

—Ve a buscar a Ezra, George y los muchachos —dijo—. No. Mandaré a un chico. Nadie tiene derecho a sembrar la discordia y a decirnos qué debemos hacer.

Ish comprendió que se había equivocado. No tenía por qué descorazonarse y sentirse solo. La Tribu estaba allí y lo protegería.

George fue el primero en llegar. Luego apareció Ezra, quien miró primero a George y luego a Em. Sabe algo, pensó Ish, un secreto que sólo me dirá a mí.

Pero Ezra no trató de hablarle a solas, y se limitó a mirar a Em, embarazado.

—Molly tuvo que encerrar a Evie en un cuarto del primer piso —anunció.

Parecía como si a Ezra le molestase hablar allí, en público, de la pasión que las caricias de un hombre habían despertado en la idiota.

—Es capaz de saltar por la ventana —dijo Ish.

—Podría ponerle unos barrotes —propuso George—, o unas tablas.

A pesar de la gravedad de la situación, todos se echaron a reír. George estaba siempre dispuesto a hacer algún trabajo de carpintería en las casas. Pero no se podía encerrar a Evie por el resto de sus días. Llegaron Jack y Roger, hijos de Ish. Luego apareció Ralph, el último del trío.