La presencia de los muchachos alivió un poco la tensión. Todos se sentaron cómodamente. Esperaban, comprendió Ish, que él dijese algo, y lamentó no haber pensado en prepararse. Se discutía la organización de un nuevo Estado, y no había tiempo de redactar tranquilamente una constitución. Era necesario actuar con rapidez y resolver el difícil problema.
—¿Qué vamos a hacer con Evie y ese Charlie? —preguntó directamente.
Todos se pusieron a hablar a la vez, e Ish tuvo la desagradable impresión de que ninguno, excepto Ezra, lo apoyaba. Los muchachos y George mismo parecían creer que la vitalidad de Charlie enriquecería a la Tribu. Si Evie le gustaba, tanto mejor. Por fidelidad a Ish, estaban decididos a exigirle a Charlie que se excusase. Pero pensaban también que Ish había obrado precipitadamente. Debía haber consultado con los otros antes de discutir con Charlie.
Ish recordó que no se podía permitir que Evie diese a luz niños idiotas. Pero el argumento no causó la impresión esperada. Evie había participado de la vida de la Tribu, y la idea de que sus hijos pudieran parecérsele no asustaba a los muchachos. No alcanzaban a imaginar un futuro lejano donde los descendientes de Evie se mezclarían con los otros haciendo bajar el nivel intelectual de la colonia.
Curiosamente, George, a pesar de su torpeza mental, presentó un argumento más perturbador.
—Pero ¿sabemos si es verdaderamente idiota? —dijo—. Ha sufrido tantas desgracias, la pobrecita… Se le murieron los padres, se quedó sola. Cualquiera podía haber enloquecido en su lugar. Quizás era tan inteligente como nosotros y sus hijos serán normales.
Ish no podía imaginar a Evie con hijos normales, pero quizá George tuviese razón. Todos parecían impresionados, excepto Ezra. Charlie se les aparecía ya como un benefactor de la comunidad e iba a hacer de Evie una persona como las otras. Pero Ezra, evidentemente, tenía algo que decir.
Se incorporó. No era hombre ceremonioso, y a todos les sorprendió también verlo un poco turbado. Se le había encendido el rostro aún más que de costumbre. Miraba a un lado y a otro, y de cuando en cuando clavaba los ojos en Em, indeciso.
—Tengo algo que decir —anunció—. Hablé largamente con ese hombre, Charlie, anoche, en mi casa, antes de acostarnos. Había bebido mucho y el alcohol le soltó la lengua. —Se interrumpió, y miró a Em—. Es un jactancioso, y ya conocéis esa clase de hombres. —Esta vez se volvió hacia los muchachos, pobres salvajes, incapaces de conocer las alusiones de un hombre civilizado—. Me habló mucho de sí mismo, y yo le tiré de la lengua.
Ezra se detuvo otra vez. Ish no lo había visto nunca así.
—Bueno, Ezra, habla. Estamos entre nosotros —dijo.
La timidez de Ezra se quebró de pronto.
—Ese hombre, ese Charlie, está podrido como un pescado de diez días. Tiene varias enfermedades, enfermedades venéreas. Todas las que existieron alguna vez.
George se tambaleó como si hubiese recibido un golpe en el pecho. El rubor cubrió el rostro moreno de Em. Los muchachos no parpadearon. No conocían las enfermedades venéreas.
Antes de intentar una explicación, Ezra esperó a que Em dejase la sala, pero no logró hacerse entender, pues los muchachos tenían una idea muy vaga de la enfermedad en general.
Mientras tanto, Ish se abandonaba al torbellino de sus pensamientos. Esta situación no tenía precedentes, ni en la antigua ni en la nueva vida. Recordó que los leprosos habían vivido apartados. Podía prohibirse que un hombre enfermo de tifus trabajara en un restaurante. Pero ¿para qué buscar ejemplos? Ya no había leyes en la tierra.
—Que se vayan los muchachos —le dijo bruscamente a Ezra—. Decidiremos nosotros.
Los muchachos, en efecto, no conocían los peligros de las enfermedades, e ignoraban que una sociedad tiene derecho a defenderse. Dejaron uno a uno la sala, obedientes como niños, a pesar de su edad y estatura.
—Y ni una palabra a nadie —les advirtió Ezra.
Los tres hombres quedaron solos y se miraron.
—Llamemos a Em —propuso Ezra.
Em se unió a ellos. Se quedaron un minuto callados, como aplastados por la inminencia del peligro. Había una amenaza de muerte en el aire, no de una muerte limpia y digna, sino degradante y vergonzosa.
—¿Y bien? —dijo Ish advirtiendo que los otros esperaban que dijese algo.
Roto el silencio, discutieron la situación. Pronto se pusieron de acuerdo en un punto: la Tribu tenía el derecho de protegerse. Cualquier sociedad, o individuo, puede golpear en defensa propia.
Pero aceptado ese derecho, ¿a qué medios podían recurrir? ¿Una simple advertencia? Sería insuficiente. Y si Charlie contagiaba a alguien, el castigo que podían infligirle sería una simple venganza social que nada remediaría. Encerrarlo indefinidamente sería imponer una pesada carga a aquella pequeña sociedad. La mejor solución sería ordenarle que se alejara, que desapareciera. No encontraría dificultades para vivir. Si regresaba, el castigo sería la muerte.
¡La muerte! Se estremecieron. No había, desde hacía mucho tiempo, ni guerras ni ejecuciones. La idea que necesitasen castigar con la pena capital no podía dejar de perturbarles.
—¿Y luego? —La voz de Em era la voz misma de los temores de todos—. ¿Si vuelve? Nosotros, los padres, somos sólo una minoría. Podría entenderse secretamente con los jóvenes. ¿Y si gana la amistad de algunos de los muchachos, que deciden protegerlo? Y Evie, ¿no encontraría cómplices entre las muchachas?
—Podríamos meterlo en el jeep y dejarlo a cien o ciento cincuenta kilómetros de aquí —propuso Ezra, y después de una pausa, añadió—: Sí, pero al mes estará de vuelta, ¿y quién le impedirá merodear con un rifle y disparar contra cualquiera? Los muchachos y los perros podrán ahuyentarlo, pero uno de nosotros habrá muerto. Me echaría a temblar cada vez que pasase ante un matorral.
—No se puede castigar a un hombre por un crimen que aún no ha cometido —declaró George.
—¿Por qué no? —replicó Em.
Todos la miraron, pero ella no dijo nada más.
—Porque… bueno, es imposible. —George exponía trabajosamente su pensamiento—. Es necesario que cometa un crimen. Luego se somete al hombre a un tribunal. Así es la ley.
—¿Qué ley?
Todos callaron. Luego la conversación se desvió, como si nadie tuviese el coraje de seguir el pensamiento de Em.
Ish trató de ser imparcial.
—No sabemos si tiene realmente esas enfermedades. Y no tenemos médicos que puedan comprobarlo. Quizá se curó hace tiempo, o es un jactancioso. Conocí hombres como él.
—En efecto —dijo Ezra—. No hay doctores, y nunca podremos estar seguros. Hasta podemos pensar que se jacta tontamente. Pero no hay pruebas. Por mi parte, creo que está realmente enfermo. Camina lentamente, como si sufriera.
—Parece que las sulfamidas son eficaces —observó Ish, que deseando ser justo trataba de ahogar su secreta alegría.
Se volvió hacia George y vio consternado horror y disgusto en sus ojos. George, el ciudadano de la clase media, cargado de prejuicios contra las enfermedades venéreas. George, el diácono, que recitaba los versículos de la Biblia sobre los pecados de los padres.
Em habló otra vez.
—Pregunté qué ley —dijo—. En los viejos libros hay muchas leyes, pero no rigen ya. En la ley antigua, como dijo George, se esperaba a que alguien cometiera un crimen, y luego se lo castigaba. Pero el mal ya estaba hecho. ¿Podemos asumir esa responsabilidad? Hay que pensar en los niños.
El argumento era irrefutable. Todos guardaron silencio, hundidos en sus pensamientos.
Em no habla en nombre de una filosofía, pensó Ish. Piensa en los niños, un caso particular. Sin embargo, quizás hay en ella algo más profundo que una filosofía. Es la madre, y defiende la vida.