El silencio les pareció muy largo, aunque sólo había durado unos pocos minutos. Ezra fue el primero en hablar.
—Estamos aquí, cruzados de brazos, y el problema es urgente. Habría que actuar. —Añadió como si pensara en voz alta—: En aquellos días vi, sí… vi morir a mucha gente buena. Estoy casi acostumbrado a la muerte… aunque no, no del todo.
—¿Y si votásemos? —propuso Ish.
—¿Qué? —preguntó George.
Hubo otra pausa.
—Podríamos echarlo —dijo Ezra—, o… lo otro. No podemos encerrarlo. No hay mucho que elegir.
Em decidió rápidamente la cuestión.
—Podemos votar expulsión o muerte.
Había papel en los cajones del escritorio. A los niños les gustaba dibujar. Em encontró cuatro lápices. Ish cortó una hoja de papel en cuatro trozos, se guardó uno y dio los otros a sus compañeros. Pensó que eran cuatro y podía producirse un empate.
Tomó su papel, escribió una E, y se detuvo.
No nos precipitamos, no nos apasionamos, no odiamos.
Ignoramos la furia del hombre que defiende encarnizadamente su vida en la batalla. Ignoramos la locura de dos adversarios que la ambición o una mujer ha enfrentado.
Anudad la cuerda, afilad el hacha, echad el veneno, apilad los leños.
Ha matado a su semejante sin provocación, ha quitado el hijo a su madre, ha escupido la imagen de nuestro Dios, ha sellado un pacto con el demonio, ha revelado al enemigo los secretos de nuestras fortalezas.
Tenemos miedo, pero nos dominamos. No discutamos más. Somos la Justicia, la Ley; Nos, el Pueblo; el Estado.
Ish tenía aún el lápiz suspendido sobre la letra E. Sabía muy bien que el destierro de Charlie no resolvería el problema. Charlie volvería; era un hombre fuerte e insidioso capaz de conquistar a los jóvenes. ¿Qué me pasa?, se preguntó. ¿Temo aún perder mis privilegios? ¿Temo que Charlie me reemplace? No estaba seguro. Pero sabía que la Tribu se encontraba en un peligro real que amenazaba su existencia. Sabía en fin que el amor a sus hijos y nietos, su responsabilidad, le quitaban toda posibilidad de elección. Tachó la E y escribió la otra palabra. Las seis letras parecían brillar sobre el papel blanco. ¿Era justo? Al escribir esa palabra, ¿no resucitaba la guerra, la tiranía, el abuso de autoridad, enfermedades más graves que todas aquellas que Charlie podía transmitir? ¿Por qué no esperar? ¿Por qué no reflexionar?
Tomó el lápiz para tachar la palabra, pero se detuvo. No, a pesar de todos sus escrúpulos, no la tacharía. Si Charlie cometía un crimen, nadie dudaría en castigarlo con la pena capital, y sin embargo no harían más que seguir las convenciones del pasado. Ojo por Ojo, diente por diente. Ejecutar al asesino no devolvía la vida a la víctima, era una simple venganza. Para ser eficaz, el castigo debía preceder al crimen.
¿Cuánto tiempo había pensado? Advirtió de pronto que estaba mirando su papel y que los otros esperaban. Al fin y al cabo, él era una sola voz. La mayoría estaría quizá contra él. Habría cumplido su deber y Charlie sería desterrado, simplemente.
—Dadme los papeles.
Los puso sobre el escritorio. Y cuatro veces leyó, en voz alta:
—Muerte… Muerte… Muerte… Muerte…
8
Echaron otra vez tierra en la tumba, bajo el roble. Luego la cubrieron con ramas y piedras pesadas para protegerla de los coyotes. En seguida se volvieron a sus casas, apretándose unos contra otros. Ish caminaba entre ellos con el martillo en la mano derecha. Aunque sabía desde un principio que no lo iba a necesitar, había preferido llevarlo. El peso de la herramienta lo ayudaba de algún modo a mantenerse en pie. Lo había llevado en la mano, como un emblema de autoridad, cuando habían ido a buscar a Charlie. Rodeado de los muchachos, con los fusiles listos, Ish había pronunciado la sentencia, que Charlie había recibido con obscenas maldiciones.
La vida ya nunca sería la misma. Ish trataba de olvidar; cuando recordaba la ejecución sentía náuseas. Sin la firmeza de George nunca hubieran podido llegar hasta el final. George, con su habilidad práctica, había puesto la escalera y había anudado la cuerda.
No, nunca le gustaría recordarlo. Era a la vez un fin y un principio. El fin de esos veintiún años de vida idílica en un viejo paraíso terrestre. Habían tenido algunas dificultades, era cierto; hasta habían conocido la muerte. Pero qué sencillez y qué paz. Era un fin, y sin embargo era también un principio y un largo camino se abría ahora ante ellos. En el pasado sólo habían sido un pequeño grupo, apenas algo más que una familia numerosa. En el futuro serían un Estado.
Había allí una paradójica ironía. El Estado debía ser una especie de madre nutricia que protegiera a los individuos y los ayudara a vivir una vida más plena. Y ahora el primer acto del Estado, su nacimiento podría decirse, era una condena a muerte. Pero quizás en el lejano pasado el Estado había nacido siempre en alguna hora difícil, cuando se había sentido la necesidad de recurrir al poder, y el poder primitivo se expresaba a menudo en sentencias de muerte.
Era necesario, era necesario, se repetía Ish. Sí, la muerte de Charlie se justificaba. Había que proteger la seguridad y la felicidad de la Tribu. Por un acto de violencia, aunque pudiese parecer desagradable y cruel, habían impedido —o por lo menos así lo esperaban— una serie de maldades y perversidades que una vez iniciada nada podría detener. Ahora —así lo esperaban— no habría niños ciegos, viejos temblorosos e idiotas, matrimonios corrompidos ya en su consumación.
Sin embargo, quería olvidar. Sí, la sentencia podía justificarse racionalmente. Pero no había habido pruebas definitivas.
Y no sabía si no habían intervenido otros motivos secundarios o personales. Recordó, con un sentimiento de culpa, cómo se había alegrado cuando había creído ver en las palabras de Ezra una confirmación de sus temores y aprensiones. Pues bien, nunca lo sabría.
Ahora, de todos modos, la suerte estaba echada. Muy a menudo —así lo probaba la historia— de nada servían las ejecuciones. Los muertos se levantaban de las tumbas y sus espíritus seguían viviendo entre los hombres. Afortunadamente, Charlie no parecía tener espíritu.
Ish caminaba junto a los otros. Todos guardaban silencio, salvo los tres muchachos que habían recobrado el ánimo y bromeaban. No había razón, sin embargo, para que se angustiaran menos que los viejos. No habían votado, pero habían aceptado sus consecuencias. Sí, pensó Ish, si hay culpa, todos somos culpables, y en el futuro podremos acusarnos unos a otros.
Caminaban por las calles sucias, invadidas por las hierbas, entre las casas casi en ruinas, y aunque apenas había dos kilómetros entre San Lupo y la tumba bajo el roble, la distancia les parecía enormemente larga.
Tan pronto como entró en su casa, Ish se acercó a la chimenea y dejó allí el martillo cabeza abajo, con el mango hacia arriba. Sí, era un viejo amigo, pero cuando recordaba el día en que lo había usado por primera vez, su imagen de los últimos veintidós años cambiaba un poco. Una vida idílica en un paraíso terrenal, quizá; pero también años de anarquía, donde ninguna autoridad había protegido al individuo. Recordaba aún aquel día vívidamente. Había bajado de las montañas, se había detenido en una calle de Hutsonville, titubeando, mirando a un lado y a otro, pensando que iba a hacer algo ilegal e irrevocable. Luego, con una aprensión que sentía aún, había alzado el martillo, había hecho saltar la débil cerradura, y había entrado a leer el periódico. Oh, sí, cuando el Estado lo envuelve a uno, invisible y presente como el aire que se respira, no se piensa en él más que para quejarse de los impuestos y las leyes. Pero cuando el Estado desaparece… ¿cómo decía el viejo versículo? «Su mano se alzará contra todos, y la mano de todos se alzará contra él.» La predicción se había cumplido. Aun George y Ezra no eran más que precarios aliados; no habían soportado la prueba de la batalla. Y si la vida había transcurrido apaciblemente había que agradecérselo a la diosa fortuna.