Del otro lado de la calle vino el ruido de una sierra. George había vuelto a sus queridos trabajos de carpintería. No perdía el tiempo en filosofar. Tampoco Ezra, ni los muchachos. Sólo él, Ish, pensaba y pensaba. De nuevo, como tantas veces, se preguntó dónde estaba la raíz de la acción. ¿En el interior del hombre? ¿O afuera, en el mundo? Por ejemplo, la reciente tragedia. De la falta de agua había nacido la idea de la expedición. Los muchachos habían traído a Charlie, y la llegada de Charlie, parte del mundo exterior, había determinado el resto. Sin embargo, no se podía deducir que la falta de agua fuese la causa de todo. Su mente había intervenido también, imaginando los posibles resultados de una expedición. Y pensó otra vez en Joey, el niño que veía más allá, con los ojos puestos en el futuro.
Entró Em. No había asistido a la ejecución; no era cosa de mujeres. Pero también ella había escrito la palabra en el trozo de papel. Aunque Em no se preocupaba ni inquietaba. Era como parte de la naturaleza.
—No pienses —le dijo Em—. No te atormentes.
Ish le tomó la mano y la apretó contra su mejilla. La mano de Em, fresca, parecía quitarle su propia fiebre. Habían pasado muchos años desde que había visto a Em por vez primera, de pie en un umbral, envuelta en luz, y ella había hablado, sin preguntar, sin desafiar, afirmando simplemente. Veintiún, veintidós años… El tiempo los unía cada vez más. Ya no habría más hijos, pero el amor no se debilitaría. Diez años mayor que él, Em era quizás ahora más una madre que una esposa. Y estaba bien así.
—No puedo impedirlo —dijo él al fin—. Me atormento sin descanso. Quizá me guste. Siempre quiero ver el futuro. En los viejos días encontré verdaderamente mi vocación: la investigación científica. Pero es una broma pesada que yo haya sobrevivido al Gran Desastre. Hombres como George y Ezra son mil veces más útiles. No piensan; viven, simplemente. Y los hombres que actúan sin reflexionar, quizá valen más aún. Jefes como Charlie. Yo, a pesar de mis esfuerzos, no soy como aquellos que dieron leyes y fundaron naciones: Moisés, Solón… Licurgo. Todo cambiaría si yo fuera distinto.
Em apretó su cara contra la de él un momento.
—Yo te quiero tal como eres.
Sí, ésta era la respuesta tradicional de la esposa devota, una respuesta trivial, pero tranquilizadora.
—Por otra parte —continuó ella—, ¿cómo puedes saberlo? Aunque fueras Moisés o uno de esos otros no podrías luchar contra las fuerzas de la naturaleza.
Uno de los niños la llamó, y Em se fue. Ish se incorporó, se acercó al escritorio y sacó la caja que los muchachos habían traído de la comunidad de Río Grande. Ish sabía qué había en la caja, pero con el rápido desarrollo del drama no había tenido tiempo ni tranquilidad para examinarla.
La abrió y hundió los dedos en los granos frescos y suaves. Sacó unos pocos, se los puso en la palma de la mano y los examinó. Eran negros y rojos, pequeños, puntiagudos, y no chatos, grandes y amarillos como él esperaba. Los granos comunes habían sido, en los viejos días, granos de maíz híbrido, una planta de cultivo. Los granitos negros y rojos eran de la especie primitiva, que cultivaban los pueblos indios.
Se sentó y jugó otra vez con los granos haciéndolos resbalar entre los dedos. Poco a poco un olvido misericordioso le trajo la paz. En aquel maíz —resultado de la expedición— estaba la vida y el futuro.
Alzó los ojos y vio a Joey, curioso siempre, que lo miraba desde el otro extremo de la sala. Llamó cariñosamente al niño y le explicó lo que era el maíz. De año en año la Tribu había dejado para más tarde el cultivo del maíz, y un día Ish descubrió que todas las semillas estaban muertas. Pero ahora la experiencia sería posible.
Aunque sintiendo que iba a hacer algo insensato, Ish llevó la caja a la cocina seguido de Joey. Encendieron un hornillo de la cocina de petróleo, e Ish echó cuidadosamente en un tostador unas dos docenas de granos.
Era malgastar unas preciosas semillas, pero el emocionado Ish se dijo que Joey aprovecharía la demostración.
El maíz, mal tostado, apenas se podía comer. Pero ni el padre ni el hijo se quejaron. En realidad, Ish no recordaba haber comido maíz tostado sino como acompañamiento de algún cóctel, pero le explicó a Joey que ése había sido el principal alimento de los antepasados americanos.
Joey escuchaba apasionadamente, y la flaca carita se le iluminaba con el resplandor de los ojazos.
Cómo quisiera, pensó Ish, que se fortificara, y poder así contar con él. He malgastado dos docenas de granos, pero he sembrado en la mente de Joey una semilla que no morirá nunca.
El maíz y el trigo, como el perro y el caballo, fueron mucho tiempo amigos y compañeros del hombre.
Aquí y allá, en algún seco rincón de otro continente, la gramínea de pesadas espigas había crecido junto a primitivas aldeas, donde las condiciones del suelo eran más favorables. Así, en un principio, el trigo quizás adaptó al hombre, pero pronto el hombre adaptó el trigo. A los atentos cuidados del uno responde el otro con dones generosos. Los tallos se hacían más altos, las espigas daban más granos. Pero el trigo era también más y más exigente y reclamaba campos cuidados y libres de cizaña.
Luego, cesaron los cultivos. El primer año el trigo creció espontáneamente cubriendo miles de acres. Pero poco a poco fue desapareciendo. Los lobos hambrientos reaparecieron, se lanzaron sobre las ovejas, y del mismo modo las malas hierbas, cada año más feroces, atacaron el trigo sin que nadie las persiguiese.
Pronto el trigo murió en casi todo el mundo. La espigada gramínea sólo creció en algunos rincones de Asia y África, como en otros tiempos, antes que apareciese esa ciencia pasajera llamada agricultura.
El maíz siguió el ejemplo del trigo. Nacido en los trópicos americanos, él también viajó con el hombre. Como la oveja, vendió su libertad por los cuidados y olvidó esparcir los granos que cobijaba la dura mazorca. Desapareció así antes que el trigo. Sólo en las altas llanuras de México, el teosinte salvaje alzaba las borladas cabezas al sol.
No habrá, pues, más espigas, a menos que aquí y allá sobrevivan algunos hombres. Pues si el hombre vive del trigo y el maíz, el trigo y el maíz viven también del hombre.
George y Maurine eran los únicos que llevaban la cuenta exacta —así lo creían al menos— de los días y los meses. Los otros se contentaban con observar la posición del sol y el aspecto de las plantas. Ish confiaba orgullosamente en sus métodos científicos, y cuando comparaba sus notas con el calendario de George no encontraba nunca más de una semana de diferencia, y esto quizá, pensaba, por algún error de George.
Poco importaba una semana más o menos para las semillas de maíz. Pero la estación estaba ya demasiado avanzada. El frío impediría la germinación. Era mejor esperar a la primavera próxima.
Sin embargo, Ish empezó a buscar en seguida un campo soleado. Joey lo acompañaba y juntos discutían gravemente la orientación, la naturaleza del suelo y los métodos que emplearían para proteger los sembrados de las bestias salvajes. En realidad, aquella región era la más mala que uno pudiera imaginar para cultivar maíz. La variedad adaptada al valle seco y cálido de Río Grande no se aclimataría quizás a los veranos frescos y brumosos de los alrededores de San Francisco. Ish no se había ocupado nunca de cuestiones de agricultura y ni siquiera de jardinería. No tenía más que unos conocimientos teóricos, propios de un geógrafo. Recordaba cómo se forman las vainas y quernoidos y creía poder reconocerlos, pero eso no lo convertía en un agricultor. En la Tribu no había ningún granjero, aunque Maurine se había criado en una granja. La circunstancia de que todos fueran gente de ciudad ya había afectado notablemente la vida de la Tribu.