Un día —ya había pasado una semana y el recuerdo de Charlie y el roble empezaban a borrarse—, Ish y Joey volvieron a San Lupo con la alegría de haber encontrado un campo que les parecía conveniente. Em los esperaba en el porche, e Ish tuvo en seguida el presentimiento de una desgracia.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Oh, nada grave —dijo ella—. Así lo espero al menos. Bob no se siente muy bien.
Ish se detuvo y la miró, preocupado.
—No, no creo —dijo Em—. No soy médico, pero no creo que sea una enfermedad de esa especie. Sería imposible, por otra parte. Ven a verlo. Dice que se siente cansado desde hace unos días.
Ish hacía de médico en la Tribu. Había adquirido cierta habilidad para curar las heridas y las torceduras y una vez había arreglado un brazo roto. Pero su ciencia no iba más lejos, pues todas las enfermedades, excepto dos, habían desaparecido.
—¿Tiene uno de esos dolores de garganta? —preguntó—. ¡Eso curará pronto!
—No —respondió Em, tal como temía Ish. Ella no se preocuparía tanto por unas simples anginas—. No —repitió Em—, no es la garganta. Se acostó y parece muy cansado.
—Las sulfamidas lo curarán —declaró Ish animadamente—. Por suerte no faltan en las farmacias. Y si las sulfamidas no dan resultado, probaremos los antibióticos.
Entró en la casa. Bob estaba acostado, inmóvil, de cara a la pared.
—Oh, no tengo nada —dijo, irritado—. Mamá exagera.
Que se hubiera metido en cama probaba lo contrario, pensó Ish. Un muchacho de dieciséis años no toma esa resolución mientras pueda mantenerse en pie.
Ish se volvió y vio a Joey que miraba curiosamente a su hermano.
—¡Joey, vete! —gritó.
—Quiero ver. Quiero saber qué es estar enfermo.
—No, vete. Cuando seas más grande y más fuerte te enseñaré a curar a la gente. Por ahora no queremos que tú también te enfermes. Lo primero que debes saber de las enfermedades es que se transmiten.
Joey se fue de mala gana. Su curiosidad era mayor que el temor totalmente teórico del contagio. La Tribu disfrutaba de una salud floreciente, y los niños no habían aprendido a respetar la enfermedad.
Bob se quejaba de dolor de cabeza y una debilidad general. Estaba inmóvil, postrado en su lecho. Ish le tomó la temperatura: 38 grados y medio, nada catastrófico. Ordenó una fuerte dosis de sulfamidas con un gran vaso de agua. Bob se atragantó con las tabletas; no estaba acostumbrado a tragar remedios.
Ish le aconsejó a Bob que tratase de dormir, salió y cerró la puerta.
—¿Y bien? —preguntó Em.
Ish se encogió de hombros.
—Nada que las sulfamidas no puedan curar, me parece.
—Esto no me gusta. Tan pronto…
—Oh, una simple coincidencia.
—Quizá. Pero me asombra no verte preocupado.
—Antes esperaré los resultados del tratamiento. Le daré una dosis cada cuatro horas.
—Espero que eso baste —dijo Em, y se alejó.
Aun antes de llegar al pie de la escalera, Ish comprendió el escepticismo de Em. ¿Cómo no atormentarse? En los viejos días, a pesar de los médicos y los servicios de asistencia pública, el ataque brusco y misterioso de una enfermedad era siempre aterrador. Cuánto más ahora.
Privado de la protección del Estado, privado del tesoro que la ciencia médica había acumulado durante siglos, el hombre se sentía desnudo, miserable, expuesto a todos los peligros.
Es culpa mía, pensó Ish. Debiera haber leído algunos libros de medicina. Debiera haberme convertido en médico.
Pero el estudio de la medicina nunca lo había atraído, aun en los viejos días, cuando buscaba su vocación. Los genios universales son raros. Por otra parte nunca se había sentido realmente la necesidad de un médico, pues no había ya enfermedades.
El Gran Desastre, después de todo, había traído algún beneficio. De un solo golpe le había quitado a la humanidad casi todos sus males físicos. En la prehistoria todas las tribus habían tenido sin duda su enfermedad característica, propagada por parásitos.
Los hombres de Neanderthal, si las pruebas no hubiesen desaparecido con ellos, habrían podido reconocerse por sus parásitos tanto como por su modo de tallar la piedra. Cuando los arqueólogos encontraban los vestigios de dos culturas superpuestas, decretaban que la Tribu B había vencido a la Tribu A. Probablemente era cierto. Pero la Tribu B había obtenido la victoria gracias, probablemente, a la virulencia de sus microbios.
Las reflexiones de Ish aumentaban su inquietud. Media hora más tarde, fue a ver otra vez a Bob. Caía la noche y el enfermo dormía en la oscuridad. Ish no quiso molestarle y bajó de nuevo.
Se sentó en un sillón de la sala y encendió un cigarrillo. Le hubiera gustado discutir la cuestión con alguien, pero Em no tenía mucha instrucción, y Joey era un niño sin experiencia. De todas las enfermedades, la Tribu sólo conocía la escarlatina y las anginas. Los microbios habían sido transmitidos sin duda por alguno de los miembros, o por algún animal, un perro o una vaca. Pero los habitantes de Los Ángeles se habían librado quizá de la escarlatina y podían haber conservado la tos ferina o las paperas, y quizás había aún casos de disentería en los alrededores de Río Grande.
En cuanto a Charlie, si no había padecido aquellas enfermedades venéreas de que se jactaba, había transportado por lo menos los microbios que vivían en Los Ángeles. ¡Qué mala idea la de aquella expedición! Ish sintió odio por todos los extraños. ¡Habría que recibirlos a tiros!
Una mosca le zumbó en la nariz y la apartó con un nerviosismo que no le era habitual. Josey llamó. La cena estaba servida.
La desaparición del hombre no había amenazado la existencia de la mosca doméstica, que no estaba irrevocablemente atada, como el piojo, a la suerte de los seres humanos. Como la rata, el ratón, la pulga y la cucaracha, esta habitante de las moradas del hombre sufrió sin duda los rigores del destino. Murieron centenares, millares de sus hermanas. Pero al fin sobrevivió.
Pues, como ese señor al que el príncipe Hamlet llamara «mosca de agua», la mosca disfrutaba de «la Posesión del lodo», aunque no hay referencia aquí a tierras y dominios, sino al lodo en sentido propio y figurado. Así la Biblia del rey Jaime declara recatadamente que Ahod golpeó al rey Eglon en el vientre y «salió el lodo». De modo que aunque el hombre hubiese desaparecido casi totalmente, la mosca doméstica no corría peligro mientras hubiera animales. Sus larvas se alimentaban de excrementos, como las serpientes se alimentan de ratas; los pájaros, de insectos, y los hombres, de la carne de los animales.
Sin embargo, cuando el hombre se eclipsó, los días fueron duros. En los patios de las granjas no había festines abundantes como los dones del Nilo. Ya no había letrinas descubiertas, ya no había innumerables sumideros colmados de basuras y desperdicios. Sólo, aquí y allá, unos pocos excrementos permitían que la mosca común pusiera sus huevos, criara sus larvas y lanzara a la ventura sus cohortes de zumbantes e infatigables viajeras.
Una semana más tarde, la enfermedad había extendido sus dominios. Dick, que había acompañado a Bob en la expedición, fue la segunda víctima. Luego cayeron Ezra y cinco niños. Teniendo en cuenta el número de miembros de la Tribu, la proporción de enfermos era aterradora. Se había declarado —Ish estaba seguro ahora— una epidemia de fiebre tifoidea.