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Formaban ahora un semicírculo irregular, de cara a las tumbas, en grupos de familias. Ish, en el centro, miraba a un lado y a otro. George vestía un traje gris oscuro, adecuado a las circunstancias, quizás el mismo que acostumbraba ponerse en los funerales de los viejos días, o uno parecido. Maurine, toda de negro, llevaba un velo oscuro. Mientras estos dos vivieran, sobrevivirían las viejas normas. Los otros se habían puesto las ropas que les habían parecido más cómodas. Los hombres y los muchachos llevaban pantalones de lona azul, camisas deportivas y chaquetas livianas para protegerse del frío del alba. Las niñas sólo se diferenciaban de sus hermanos por los cabellos, más largos. Pero las mujeres y las muchachas, fieles a las tradiciones de la coquetería femenina, llevaban faldas, blusas y bufandas de vivos colores.

Ezra se separó del grupo y se preparó a hablar. Una luz dorada asomaba sobre el perfil de las lomas. La naturaleza parecía retener el aliento. Ish sintió un nudo en la garganta. La ceremonia le parecía sin sentido y opinaba que ante la muerte todos los discursos eran impertinentes. Sin embargo, esos ritos fúnebres respondían a una de las más viejas necesidades del corazón humano, y quizás éstos encontraran un eco en el futuro. Pasarían miles de años, y un antropólogo estudiaría las costumbres de los sobrevivientes del Gran Desastre. “Poco se sabe de su modo de vivir”, escribiría. “Algunas tumbas descubiertas recientemente indican que practicaban la inhumación.”

Ish temía el discurso de Ezra. El tema era peligroso y era fácil caer en alguna torpeza. Pero desde las primeras palabras, se reprochó su falta de confianza. Ezra no repetía las viejas fórmulas. No hablaba de la vida eterna. Esa promesa no hubiera consolado a nadie, salvo a George, Maurine, y quizá Molly. Sobre las tradiciones religiosas del pasado pesaba la negra sombra del Gran Desastre.

Ezra, que conocía tan bien el corazón humano, se contentó con evocar el recuerdo de los niños muertos. Contó una anécdota curiosa de cada uno de ellos, una aventura aún fresca en el recuerdo de todos.

Cuando hacia el fin del discurso pronunció el nombre de Joey, Ish sintió que se le doblaban las piernas. Ezra no habló de la brillante inteligencia del niño. No recordó que un año llevaba su nombre. Narró solamente los incidentes de un juego.

Mientras Ezra hablaba de Joey, Ish advirtió que los niños lo miraban de reojo. Nadie ignoraba que Joey era su hijo preferido. Se preguntaban si él, Ish, no realizaría algún milagro; él, el antiguo, el americano, que sabía tantas cosas extrañas, avanzaría quizás al terminar la ceremonia, blandiendo el martillo, para declarar que Joey no se había ido, que Joey vivía aún, que Joey volvería. Y se abrirían las tumbas…

Pero los niños se limitaron a lanzar aquellas miradas furtivas, sin hablar. E Ish sabía muy bien que no podía resucitar a los muertos.

Cuando Ezra acabó de hablar de Joey, hizo aún algunas consideraciones generales. ¿Por qué no se detenía? Era una falta de tacto prolongar inútilmente la ceremonia.

Luego Ezra se detuvo, bruscamente, y al mismo tiempo el mundo se llenó de luz. ¡Sobre las lomas asomaba el primer rayo de sol!

Ish no sabía si alegrarse o disgustarse. Bien planeado, pensó, pero un truco teatral. Miró a su alrededor y vio que todos sonreían. Se sintió más animado.

¡La resurrección del sol! Un símbolo viejo como el mundo. Ezra era demasiado sincero como para prometer la inmortalidad, pero había elegido el momento y afortunadamente no había nubes en el cielo. Allí estaba el símbolo: tanto podía aplicárselo a la resurrección de los muertos como a la supervivencia de la raza humana.

Ahora los dorados senderos de la luz solar corrían entre las altas sombras de los árboles.

Somos realmente hombres, los que honramos a los muertos. No siempre fue así. Antes, cuando moría uno de nosotros, quedaba tendido a la entrada de la caverna, tan baja que no podíamos entrar en ella sin agacharnos. Ahora no necesitamos agacharnos, y honramos a los muertos.

Ahora, cuando un hombre muere no lo dejamos en el lugar donde ha caído, no lo tomamos por las piernas para arrastrarlo hasta el bosque y que sirva de pasto a los zorros y las ratas. No lo arrojamos al agua para que lo arrastre la corriente.

No, lo acostamos con cuidado en una fosa, y lo cubrimos con hojas y ramas. Vuelve así a la tierra, madre de todas las criaturas.

O lo colgamos de las ramas de un árbol, y lo confiamos a los vientos del cielo. Y si algunos pájaros lo picotean, está bien, pues los pájaros son criaturas del cielo y el aire.

O lo entregamos al fuego purificador. Luego retomamos nuestra vida, y pronto olvidamos, como las bestias. Pero hemos honrado a los muertos, y cuando dejemos de hacerlo, no seremos hombres.

Después de la ceremonia, volvieron a San Lupo envueltos en la luz del amanecer. Ish deseaba estar solo, pero pensaba que debía quedarse junto a Em. Ella se adelantó entonces a sus deseos:

—Sal un rato —dijo—. Un paseo te hará bien. Necesitas estar solo.

Ish aceptó. Como lo había temido, la ceremonia lo había trastornado. Hay gente que busca compañía en los momentos de dolor, pero él prefería la soledad; Em no lo inquietaba; era más fuerte que él.

No llevó nada de comer; no tenía hambre y siempre podía entrar en algún almacén y tomar algunas latas de conserva. Tampoco se llevó el revólver, aunque nadie se alejaba de San Lupo sin ir armado. En el último momento, sin embargo, tras algún titubeo, tomó el martillo de encima de la chimenea.

No dejó de sentir ciertos escrúpulos. ¿Por qué ese martillo ocupaba tanto sus pensamientos? No era, al fin y al cabo, el más viejo de sus bienes. En la casa había muchas cosas que tenía desde la infancia. Pero ninguna era como el martillo; quizá porque éste le recordaba los primeros días que habían seguido al desastre. Aunque no era para él ni un fetiche ni un símbolo.

Se alejó de la casa y marchó sin rumbo, con el único deseo de quedarse solo. El martillo era un estorbo, le pesaba en la mano. No pudo impedir un movimiento de impaciencia. Terminaría por ser tan supersticioso como los niños.

Bueno, ¿por qué no dejarlo caer simplemente y recogerlo a la vuelta? Pero no lo hizo.

Lo más irritante no era el peso del martillo. Aquella herramienta se había transformado en una idea fija. Decidió desprenderse de ella. No permitiría que lo obsesionara. Descendería hasta el puerto y desde el muelle la arrojaría a las aguas. El martillo se hundiría, y no se hablaría más de él. Siguió caminando. Luego recordó a Joey y olvidó su proyecto.

Al cabo de un rato, salió de su tristeza y sintió otra vez el martillo en la mano. Advirtió también que no caminaba hacia el puerto. Iba hacia el sur, y no hacia el oeste.

La distancia es muy larga, se dijo, y me siento aún bastante débil. No es necesario que vaya tan lejos para desembarazarme de este viejo martillo. Basta que lo eche en algún matorral, y pronto lo olvidaré.

Y comprendió en seguida que se engañaba a sí mismo. Y que aunque arrojara el martillo a alguna cañada no olvidaría el lugar. Renunció a las escapatorias. No, no quería librarse de aquel objeto que tenía ahora tanta importancia en su vida. Al mismo tiempo comprendió por qué iba hacia el sur. Seguía la larga avenida que llevaba a la universidad. No estaba allí desde hacía tiempo. Sentía aún aquella pena, pero con menos fuerza, como si la decisión de aguantar el martillo lo hubiera aliviado.