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Entonces habló Em. Tenía ahora la cabeza cubierta de canas, pero su voz grave dominaba aún cualquier discusión.

—Lo he repetido a menudo —dijo—, no se vive rechazando la vida. Nuestros hijos y nietos necesitan mujeres. Quizás haya un grave peligro, pero habrá que afrontarlo.

La serenidad y seguridad de Em, más que sus palabras, animaron a todos. La alianza se votó por unanimidad.

Esta vez tuvieron suerte. Hubo una sola epidemia, de escarlatina, que contrajeron los otros. Pero pronto curaron.

Desde entonces la Tribu se dividió en dos clanes: los Primeros y los Otros. Los niños que nacían de un matrimonio mixto pertenecían al clan del padre. A Ish le asombraba que la mujer tuviese tan poca influencia, y no ocurriera como en los pueblos primitivos. Pero las viejas tradiciones eran muy fuertes.

El año siguiente, Em perdió hasta la sombra de su gracia real. Ish vio en su rostro unas raras arrugas que no eran de vejez, sino de dolor. La piel antes mate era ahora de un gris ceniciento. Ish sintió miedo y frío, y comprendió que la hora de la separación había llegado.

A veces, en los sombríos meses que siguieron, Ish pensaba: Quizá no es más que apendicitis. Le duele en ese sitio. ¿Por qué no operarla? Podría leer libros, aprender lo necesario. Uno de los muchachos le daría éter. En el peor de los casos, Em dejaría de sufrir.

Pero cuando llegaba el momento siempre retrocedía. Le temblaba la mano, no tenía valor. No se atrevía a hundir el bisturí en el costado de la que amaba. Em sólo contaba con ella misma.

Y pronto debió reconocer que no era apendicitis. Cuando el sol inició su marcha hacia el sur, Em cayó en cama y no se levantó más. En las farmacias en ruinas, Ish encontró polvos y jarabes que atenuaron los sufrimientos de Em. Después de haber tomado el calmante, ella dormía o permanecía inmóvil, sonriendo. Cuando el dolor volvía, Ish pensaba si no debería aumentar la dosis y terminar aquel tormento.

Pero no lo hizo. Pues sabía que Em amaba aún la vida y no perdería el valor.

Se pasaba largas horas a su cabecera, tomándole la mano y cambiando de cuando en cuando algunas palabras.

Como siempre, era ella quien lo consolaba a él, a pesar de sus torturas, y el fin tan cercano. Sí, se decía Ish una vez más, ella había sido para él una madre tanto como una esposa.

—No te atormentes por los niños —le dijo Em un día—, ni por los nietos y todos los que seguirán. Serán felices, me parece. Por lo menos serán tan felices como hubiesen podido serlo en los viejos días. No pienses demasiado en la civilización. Irán adelante.

¿Desde cuándo pensaba ella así?, se preguntaba Ish. ¿Había sabido Em que él fracasaría? ¿Había presentido lo que iba a ocurrir merced a su intuición o a la sangre diferente que le corría por las venas? De nuevo se preguntó en qué residía la grandeza del hombre o la mujer.

Josey se ocupaba ahora de la casa y cuidaba a su madre. Josey era también madre, y una mujer alta, de grandes pechos, y paso gracioso. De todos los hijos era quien más se parecía a Em.

Todos venían a visitar a la enferma, los hijos, las hijas y los nietos. Los nietos mayores eran casi muchachos, y en las nietas asomaba la mujer.

Ish comprendió que Em tenía razón. Irían adelante. La simplicidad es índice de fuerza. Vivirían.

Un día se había sentado al lado de Em y le había tomado la mano. Ella estaba muy débil. Y de pronto Ish sintió junto a ellos una sombría presencia. Em calló, y los dedos le temblaron ligeramente.

Oh madre de las naciones, pensó Ish. Tus hijos te cantarán alabanzas y tus hijas te bendecirán.

Estaba solo ahora, en aquel cuarto donde hacía poco habían sido tres, pues la muerte se había ido llevándose a Em. Se quedó allí, encorvado, con los ojos secos. Todo había terminado. Enterrarían a la madre de las naciones y no pondrían en su tumba, de acuerdo con las costumbres de la Tribu, ni cruces ni epitafios. Y, como hacían los hombres desde el principio de los siglos, desde que el amor y su hermano el dolor habían aparecido sobre la tierra, Ish veló a la muerta bienamada. Nunca se encontraría otra vez tanta grandeza y serenidad.

Y los años siguieron pasando, y el sol fue del norte al sur, y del sur al norte. Se grabaron otros números en la superficie de la roca.

Un día de primavera, Molly murió de repente, de una embolia sin duda. El mismo año, un enorme tumor, como un monstruo de pesadilla, invadió a Jean. Nada la aliviaba, y cuando se dio muerte, nadie la acusó.

Es el fin, pensó Ish. Nosotros, los americanos, somos viejos, y nos dispersamos como las hojas de la última primavera.

La tristeza lo abrumaba. Sin embargo, cuando se paseaba por las faldas de la loma, veía niños que jugaban y jóvenes que hablaban animadamente, y madres que amamantaban a sus bebés. Poca tristeza y mucha alegría.

Un día, Ezra fue a verlo y le dijo:

—Deberías tomar otra mujer.

Ish lo miró.

—No —dijo Ezra—, yo no. Soy demasiado viejo. Tú eres más joven. Hay una muchacha entre los Otros y ningún hombre para casarse con ella. Si no se es muy viejo, siempre es preferible no estar solo, y tú podrás tener más hijos.

Ish se casó con la muchacha. Ella fue el consuelo de sus largas noches y le dio hijos, pero para Ish fue siempre como si aquellos hijos no le pertenecieran, pues Em no los había llevado en su seno.

Se grabaron otros números en la roca. Salvo Ish y Ezra, todos los americanos habían desaparecido ya. Y Ezra era un viejecito seco y arrugado, que tosía y enflaquecía cada vez más. Ish mismo tenía el pelo gris. Aunque no era gordo, se le redondeaba el vientre y se le adelgazaban las piernas. Le dolía siempre el costado, en el lugar donde el puma le había clavado las garras, y caminaba poco. Sin embargo, el año 42 su mujer le dio aún otro hijo. No sintió mucho cariño por la criatura. Además, ahora ya tenía bisnietos.

El último día del año 43, Ish no se sintió con fuerzas para llegar hasta la roca, y Ezra estaba demasiado débil. Dejaron para más tarde el bautizo del año. De cuando en cuando se prometían ir al día siguiente, o confiar la misión a alguno de los hijos. A veces los jóvenes y hasta los niños se inquietaban. Pero al parecer no había prisa, y la ceremonia se postergaba indefinidamente. Un día llovía, el otro nevaba, y otro era ideal para pescar. Nunca se grabaron los números, el año no tuvo ningún nombre, y la vida siguió su curso. Y los años pasaron sin que nadie pensara en bautizarlos.

Desde hacía un tiempo, la mujer de Ish no tenía más hijos. Un día se presentó ante él acompañada de un hombre de su edad y los dos le pidieron respetuosamente permiso para unirse.

E Ish comprendió que recorría ya la última etapa de su vida. Empezó a pasarse las horas con Ezra, su compañero de vejez.

El espectáculo de dos viejos que se sientan juntos a recordar el pasado, no hubiera sido raro en otros días; pero aquí eran los únicos viejos. Todos los demás eran jóvenes, al menos comparativamente. La Tribu festejaba nacimientos y enterraba muertos, pero los nacimientos eran más numerosos que las muertes, y donde hay muchos jóvenes hay también risas.

Los años seguían pasando y los dos viejos, sentados en la ladera de la loma, al sol, hablaban cada vez más del pasado. Los años recientes habían dejado pocos recuerdos. Algunos eran buenos, otros malos, o por lo menos así se los clasificaba. Pero la diferencia no era grande. De modo que los viejos retrocedían hasta el pasado lejano y, de cuando en cuando, echaban una ojeada al porvenir.

Ish admiraba la sabiduría de Ezra, y su amor a los hombres.