– Espero poder afrontar todos los problemas.
El jefe de policía abrió de nuevo la boca, quizá para continuar con su sermón; pero entonces sonó el teléfono que colgaba de la pared.
– Yo contesto -dijo, y dio unos pasos hacia la mesa-. Puede ser de Kalmar.
Cogió el auricular.
– Comisaría de Marnäs, Holmblad.
Luego escuchó.
– ¿Qué? -preguntó.
Volvió a guardar silencio.
– Vaya -dijo por fin-. Tendremos que ir a echar un vistazo.
Colgó el auricular.
– Era de Borgholm. La central de emergencias ha recibido aviso de un accidente mortal en el norte de Öland.
Majner se levantó de su mesa vacía.
– ¿Cerca de aquí?
– En los faros de ludden -contestó Holmblad-. ¿Sabéis dónde quedan?
– ludden está al sur -respondió Majner-. A unos siete u ocho kilómetros de aquí.
– Entonces tendremos que coger el coche -dijo el jefe de policía-. La ambulancia está en camino… Al parecer, se trata de un ahogado.
Invierno de 1868
Con la construcción de los faros, ludden se volvió segura, tanto para los barcos como para las personas. Por lo menos, eso es lo que creyeron los hombres que los construyeron; estaban convencidos de que en el futuro la vida en la costa no entrañaría peligro. Las mujeres sabían que no siempre sería así.
En esa época la muerte estaba más próxima, entraba en las casas.
En el desván del granero hay un nombre de mujer grabado apresuradamente: «QUERIDA CAROLINA 1868». Carolina lleva muerta más de ciento veinte años, pero a través de las paredes me ha susurrado cómo era la vida en ludden: eso que a veces se llama los buenos viejos tiempos.
MIRJA RAMBE
La casa es grande, tan grande… Kerstin corre de una habitación a otra buscando a Carolina, pero hay tantos lugares en los que mirar. Demasiados sitios, demasiadas habitaciones en ludden.
Y la tormenta de nieve se aproxima, fuera se siente el aire pesado, Kerstin sabe que no queda mucho tiempo.
La casa está bien construida y la tormenta no le hará nada; la cuestión es cómo afectará a las personas. Cada tormenta de nieve los reúne alrededor de las estufas como pájaros extraviados, esperando a que amaine.
A un verano difícil, con malas cosechas en la isla, le ha seguido un invierno severo. Es la primera semana de febrero y en la costa hace un frío tan glacial que nadie sale si puede evitarlo. Solo se ve a los fareros y sus ayudantes, que tienen que ocupar su sitio de guardia en las torres. Pero ese día, todos los hombres sanos menos Karlsson, el farero jefe, se encuentran en el cabo, preparando los faros para la tormenta.
Las mujeres se han quedado en la casa, pero Carolina no aparece por ninguna parte. Kerstin ha mirado en todas las habitaciones de las dos plantas, incluso bajo las vigas del desván. No puede hablar con las otras sirvientas ni con las mujeres de los fareros, ya que nadie conoce el estado de Carolina. Quizá lo intuyan, pero no están seguras.
Carolina tiene dieciocho años, dos menos que Kerstin. Ambas son sirvientas de Sven Karlsson. Kerstin se considera una persona reflexiva y prudente. Carolina es más extrovertida y confía más en la gente; por eso a veces tiene problemas. Últimamente, los problemas se han multiplicado, y solo se lo ha contado a Kerstin.
Si ha abandonado la casa para adentrarse en el bosque o en la ciénaga, Kerstin no podrá encontrarla. Carolina sabía que la tormenta de nieve se aproximaba: ¿tan desesperada está?
Kerstin sale fuera. El viento azota el patio cubierto de nieve y el viento se arremolina alrededor de la casa como si no pudiese alejarse de allí. La tormenta se aproxima, eso es solo un aviso.
Oye un grito que se apaga enseguida. No ha sido el viento.
Es el grito de una mujer.
El vendaval tira del pañuelo y del delantal de Kerstin y la obliga a agacharse. Empuja la puerta del establo y se mete dentro.
Las vacas mugen y se mueven inquietas mientras la joven busca entre ellas. Nada. Luego sube la empinada escalera hacia el gran altillo del heno. El aire es helador.
Algo se mueve junto a una de las paredes, bajo el montón de paja. Unos débiles movimientos se adivinan entre el polvo y las sombras.
Es Carolina. Yace sobre el suelo cubierto de heno, con las piernas tapadas por una sucia manta. Su respiración es frágil y gime con expresión avergonzada cuando ella se acerca.
– Kerstin…, creo que ya ha pasado -dice-. Creo que ha salido.
Kerstin se le acerca aterrada y se arrodilla a su lado.
– ¿Hay algo? -murmura Carolina-. ¿O es solo sangre?
La manta que le cubre las piernas está pringosa y mojada, pero Kerstin la levanta y mira.
– Sí -dice-, ha salido.
– ¿Está vivo?
– No…, es prematuro.
Kerstin se inclina sobre el pálido rostro de su amiga.
– ¿Cómo te encuentras?
Carolina tiene la mirada perdida.
– Ha muerto sin estar bautizado -masculla-. Tenemos…, tenemos que enterrarlo en tierra bendita, para que no se quede vagando… Si no lo enterramos será un desdichado.
– Es imposible -dice Kerstin-. La tormenta de nieve ya está aquí…, moriremos si salimos al camino.
– Tenemos que ocultarlo -susurra Carolina, esforzándose por respirar-. Pensarán que he cometido adulterio… que lo he expulsado aposta.
– No te preocupes por lo que piensen. -Kerstin le acerca la mano a la frente, que nota caliente y dice en voz baja-. He recibido otra carta de mi hermana. Quiere que vaya con ella a América, a Chicago.
No parece que Carolina la escuche. Jadea débilmente, pero ella, sin embargo, prosigue:
– Cruzaré el Atlántico hasta Nueva York y continuaré viaje desde allí. Hasta ha depositado una cantidad de dinero en Gotemburgo para el billete. -Se le acerca aún más-. Y tú también puedes venir, Carolina. ¿Quieres?
Su amiga no responde. Ya no lucha por seguir respirando. El aire que exhala es apenas audible.
Finalmente, se queda inmóvil sobre el heno con los ojos abiertos. El establo permanece en silencio.
– Ahora mismo vuelvo -susurra Kerstin con la voz ahogada en llanto.
Aparta con determinación lo que yace en el heno y dobla la manta varias veces para ocultar las manchas de sangre y de líquido amniótico. Después se levanta y se lleva el bulto pegado al vientre.
Sale al patio. El viento ha arreciado, y tiene que luchar por avanzar pegada a la pared de piedra del establo para poder regresar a la casa. Se dirige directamente a su pequeño cuarto de sirvienta, empaqueta sus cosas y las pocas pertenencias de Carolina y se pone varias capas de ropa para afrontar el duro camino que les espera cuando la tormenta de nieve haya amainado.
Luego, Kerstin continúa sin dudarlo hacia el salón, donde los quinqués y la chimenea esparcen luz y calor en la penumbra invernal. Sven Karlsson, el farero jefe, está sentado en un sillón junto a la mesa comedor, en el centro de la sala; su protuberante barriga destacaba bajo su uniforme negro.
Como funcionario de la Corona, Karlsson es un feligrés privilegiado. Dispone de la mitad de las habitaciones de la casa y tiene banco propio en la iglesia de Rörby. Junto a él, su esposa Anna está sentada en una silla con reposabrazos. Al fondo se encuentran algunas criadas esperando que pase la tormenta. En un rincón se sienta la Vieja Sara, que vino de la casa de Beneficencia de Rörby después de que el farero jefe ganara la subasta para cuidar de ella.
– ¿Dónde has estado? -pregunta Anna al ver entrar a Kerstin.
La voz de la mujer del farero es siempre fuerte y aguda, pero ese día suena más estridente que de costumbre para hacerse oír sobre el ulular del viento.
Kerstin hace una reverencia, se para en silencio frente a la mesa y espera a que todos fijen sus ojos en ella. Piensa en su hermana mayor, que está en América.
Entonces, deja el bulto que ha traído sobre la mesa, justo delante de Sven Karlsson.