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– Cuidado con los coches -les advirtió Joakim a sus hijos-. Id por la acera.

– ¡Adiós! -gritó Livia mientras abría la puerta del vehículo y se bajaba.

No fue una despedida prolongada, pues se había acostumbrado a que él no estuviera en casa.

Gabriel no dijo nada, y cuando Joakim lo ayudó a bajar de la sillita, simplemente salió corriendo.

– ¡Adiós! -le gritó él-. Hasta mañana.

Cuando se cerraron las puertas del coche, Livia ya se encontraba a unos metros, con Gabriel pisándole los talones. Joakim metió la primera, dio la vuelta y regresó a ludden.

Aparcó en el jardín, junto al coche de Katrine, y se bajó para recoger su bolsa de viaje y despedirse.

– ¿Hola? -gritó desde el recibidor-. ¿Katrine?

No hubo respuesta. La casa estaba en silencio.

Se dirigió al dormitorio. Cogió la bolsa y salió de nuevo. Se detuvo en la grava.

– ¿Katrine?

No oyó nada durante un rato, después percibió unas sordas rozaduras que venían del establo.

Volvió la cabeza. Procedían de la gran puerta negra de madera al abrirse. Katrine salió de la oscuridad y lo saludó con la mano.

– ¡Hola!

Él le devolvió el saludo y ella se acercó.

– ¿Qué hacías? -preguntó.

– Nada -contestó-. ¿Te marchas ya?

Joakim asintió.

– Conduce con cuidado -dijo, y se inclinó hacia un lado apretando deprisa su boca contra la de él; un cálido beso en medio del frío. Aspiró el aroma del pelo y la piel de ella una última vez.

– Saluda a Estocolmo -dijo Katrine, y le dedicó una larga mirada-. Cuando vuelvas a casa, te contaré una cosa sobre el establo.

– ¿El establo? -preguntó Joakim.

– El altillo del heno del establo -respondió ella.

– ¿De qué se trata?

– Te lo enseñaré mañana -le contestó.

Él la miró.

– Bien…, te llamaré esta tarde desde casa de mamá. -Abrió la puerta del coche-. No te olvides de ir a buscar a nuestras ovejitas.

A las ocho y veinte paró en una gasolinera a la entrada de Borgholm para recoger el remolque que había alquilado. Ya estaba reservado y pagado, y solo tuvo que engancharlo al coche y seguir camino.

El tráfico se intensificó pasado Borgholm y Joakim acabó circulando en una larga fila de vehículos: seguramente, la mayoría era gente que vivía en la isla y trabajaba en Kalmar, en el continente, y los isleños avanzaban a su pausado ritmo campestre.

La carretera giraba hacia el oeste y desembocaba en el puente. A Joakim le gustaba atravesarlo, conducir por el arco que unía la isla al continente, sobre el agua del estrecho. Esa mañana era difícil ver su superficie allá abajo; aún reinaba la penumbra. Al salir del puente y coger la carretera de la costa hacia Estocolmo el sol comenzó a elevarse sobre el mar Báltico. Pudo sentir su calor a través de las ventanillas.

Puso un canal de radio con música rock, pisó el acelerador y mantuvo una buena velocidad en dirección norte, pasando de largo los pequeños pueblos que bordeaban la costa. La serpenteante carretera era bonita incluso en un día frío y nublado. Discurría a través de poblados bosques de pinos y amplias arboledas junto al mar, calas y arroyos que desembocaban y desaparecían en el agua.

Poco a poco, la carretera torcía hacia el oeste y se alejaba de la costa para enfilar hacia Norrköping. Nada más dejar esta ciudad, Joakim se detuvo a comer un par de sándwiches en un desierto restaurante de hotel. En la nevera, podía elegir entre siete botellas distintas de agua mineral, sueca, noruega, italiana y francesa: comprendió que había regresado a la civilización, pero decidió tomar agua del grifo.

Después de comer, continuó su camino; primero pasó por Södertälje y más tarde llegó a Estocolmo. A la una y media, alcanzó los altos edificios de los suburbios del sudoeste, y su Volvo con remolque se convirtió en uno de los muchos vehículos, grandes y pequeños, que rodaban por los carriles hacia el centro. Pasó de largo interminables hileras de almacenes, edificios de viviendas y estaciones de tren de cercanías.

La bella Estocolmo se perfilaba en la lejanía, una gran ciudad junto al Báltico, construida sobre islas de diferentes tamaños. Pero Joakim, en realidad, no se sentía contento de regresar al lugar de su infancia. Solo pensaba en las aglomeraciones, las colas y la lucha por ser el primero. En la ciudad siempre había problemas de espacio; insuficientes viviendas, escasas zonas donde aparcar, pocas plazas de guardería. Faltaban incluso tumbas. Joakim había leído en el periódico que, actualmente, se recomendaba a la gente que incinerara a sus muertos para que así ocuparan menos espacio en los cementerios.

Ya echaba de menos ludden.

La autopista se bifurcaba constantemente en un infinito laberinto de puentes y cruces. Joakim eligió una de las salidas, giró y descendió a la cuadrícula de la ciudad, con sus señales de tráfico, ruido de motores y calles en obras. En un cruce, se encontró encajonado entre un autobús y un camión de la basura y vio a una mujer que cruzaba la calle empujando un cochecito. El niño le preguntó algo, pero la madre mantenía la mirada al frente, con expresión enfadada.

Joakim tenía un par de cosas que hacer en la capital. La primera, visitar una pequeña galería de arte en Östermaln y recoger un óleo, un paisaje, una herencia de la que él, en realidad, no quería responsabilizarse.

El dueño no estaba, pero sí la madre de este, que reconoció a Joakim. Después de que él firmara el recibo ella desapareció en el interior del local para abrir una puerta de seguridad y sacar el cuadro de Rambe. Este se encontraba dentro de una caja de madera atornillada.

– Lo estuvimos admirando ayer antes de guardarlo -comentó la mujer-. Es una maravilla.

– Sí, lo hemos echado de menos -contestó Joakim, a pesar de que no era cierto.

– ¿Hay alguno más en Öland?

– No lo sé. La familia real tiene uno, me parece, pero no creo que lo tengan colgado en Solliden.

Con el cuadro guardado en el portaequipajes, Joakim condujo hacia el oeste, hacia las casas de Bromma. A las dos y media, la hora punta aún no había empezado del todo, y tardó apenas un cuarto de hora en salir de la ciudad y llegar a la manzana donde se encontraba Åppelvillan.

Se acercó a su viejo hogar con más nostalgia de la que había sentido por Estocolmo. La casa estaba a solo cien metros del lago, dentro de un gran jardín rodeado por una valla y espesos setos de lilas. En la misma calle había otras cinco grandes casas, pero entre los árboles solo se vislumbraba una.

Åppelvillan era una alta y amplia casa de madera construida para un director de banco a principios del siglo XX. Pero antes de que Joakim y Katrine la compraran, estuvo habitada durante muchos años por un colectivo New-Age, jóvenes familiares de los propietarios que se habían dedicado a alquilar habitaciones y que, al parecer, se preocupaban más por meditar que por hacer trabajos de carpintería y pintura.

Ningún integrante del colectivo se había implicado o había mostrado el más mínimo respeto por el edificio, y los vecinos de las casas adyacentes lucharon durante años por echarlos de allí. Cuando finalmente la adquirieron Joakim y Katrine, la casa estaba en ruinas y el jardín cubierto de maleza. Ambos se aplicaron a la reforma de Åppelvillan con la misma energía con la que arreglaron su primer apartamento en Rörstrandsgatan, donde antes de ellos había vivido una vieja loca de ochenta y dos años con siete gatos.

Joakim trabajaba como profesor de manualidades y se ocupaba de restaurar Åppelvillan por las tardes y durante los fines de semana; Katrine aún conservaba su puesto de media jornada como profesora de dibujo y dedicaba el resto del tiempo a la casa.

Celebraron el segundo cumpleaños de Livia con Ethel e Ingrid en medio de una confusión de suelos levantados, botes de pintura, rollos de papel de pared y lijadoras. Solo tenían agua fría, pues el calentador se había estropeado ese mismo fin de semana.