Выбрать главу

De nuevo una pausa.

– ¿Dónde se encuentra usted, Joakim? ¿Está aquí, en la isla?

La agente tenía una voz joven y algo tensa, y no le inspiró gran confianza.

– Estoy en Estocolmo -dijo-. O saliendo de allí, me encuentro a las afueras de Södertälje.

– ¿Así que viene de camino hacia Öland?

– Sí -contestó-. He ido a recoger las últimas cosas de nuestra casa de Estocolmo. -Quería parecer lúcido y conseguir que la mujer respondiera a sus preguntas-. ¿Me puede decir que ha ocurrido? ¿Le ha pasado…?

– No -lo interrumpió ella-. No puedo decirle nada. Pero lo mejor será que venga lo antes posible.

– ¿Le ha…?

– No sobrepase el límite de velocidad -le recomendó la policía, y colgó.

Joakim permaneció sentado, con el móvil en silencio pegado a la oreja y mirando fijamente el aparcamiento desierto. Coches con las luces encendidas y conductores solitarios pasaban zumbando por la autopista.

Puso la primera, salió a la carretera y continuó hacia el sur, conduciendo veinte kilómetros por encima del límite de velocidad. Pero empezó a ver imágenes de Katrine y los niños diciéndole adiós con la mano frente a la casa de ludden, y salió de la carretera y detuvo de nuevo el coche.

Esa vez sonaron solo tres señales.

– Davidsson.

Joakim no se preocupó por saludar o presentarse.

– ¿Ha ocurrido un accidente? -preguntó.

La policía guardó silencio.

– Tiene que contármelo -insistió él.

– ¿Está conduciendo? -quiso saber la mujer.

– Ahora no.

Se hizo el silencio durante unos segundos, y después llegó la respuesta:

– Alguien se ha ahogado.

– ¿Hay algún… muerto? -preguntó Joakim.

La agente volvió a quedarse callada y luego respondió como si recitara una letanía aprendida:

– No damos nunca esa información por teléfono.

Era como si el pequeño aparato que sujetaba en la mano pesara cien kilos, los músculos de su brazo derecho temblaban mientras lo sostenía.

– Esta vez tendrá que hacerlo -dijo despacio-. Quiero que me dé un nombre. Si alguien de mi familia se ha ahogado, tiene que decirme quién es. Si no, seguiré llamando.

De nuevo se hizo el silencio.

– Un momento.

La mujer dejó el teléfono y se ausentó durante lo que a Joakim le parecieron varios minutos. Temblaba dentro del coche. Luego algo chirrió en el auricular.

– Tengo un nombre -dijo la agente en voz baja.

– ¿De quién se trata?

La voz de ella sonaba mecánica, como si recitara de memoria.

– La accidentada se llama Livia Westin.

Joakim contuvo la respiración y agachó la cabeza. Tan pronto como oyó el nombre deseó alejarse de aquel instante, alejarse de aquella noche.

La accidentada.

– ¿Hola? -dijo la policía.

Joakim cerró los ojos. Deseaba taparse los oídos y silenciar todos los sonidos.

– ¿Joakim?

– Sí, estoy aquí -respondió-. He oído el nombre.

– Bien, entonces podemos…

– Tengo una pregunta más -la interrumpió-. ¿Dónde están Katrine y Gabriel?

– Están en casa de los vecinos, en la granja.

– Entonces voy para allá. Salgo ahora mismo. Dígale…, dígale a Katrine que voy de camino.

– Nos quedaremos aquí toda la noche -contestó la agente-. Alguien le estará esperando.

– De acuerdo.

– ¿Quiere que venga un sacerdote? Yo podría…

– No es necesario -la cortó él-. Nos apañaremos.

Joakim apagó el teléfono, puso en marcha el coche y se incorporó rápidamente a la carretera.

No quería hablar con ningún policía ni ningún sacerdote, solo deseaba estar junto a Katrine.

Estaba en la granja de los vecinos, le había dicho la mujer policía. Tenía que tratarse de la gran casa al sur de ludden, la de las vacas pastando en las praderas de la playa: pero no tenía su número de teléfono, ni siquiera sabía cómo se llamaba la familia que vivía allí. Al parecer, Katrine se relacionaba con ellos. Pero ¿por qué no lo había llamado ella misma? ¿Estaría conmocionada?

De pronto, Joakim comprendió que estaba pensando en la persona equivocada.

Ya no veía nada. Las lágrimas comenzaron a caer por sus mejillas y tuvo que detenerse en el arcén, encender las luces de emergencia y apoyar la frente sobre el volante.

Cerró los ojos.

Livia los había abandonado. Aquella misma mañana había estado escuchando un cuento en el asiento de atrás del coche.

Se sorbió los mocos y miró por la ventanilla. La carretera estaba a oscuras.

Joakim pensó en ludden, y en los pozos.

Debía de tratarse de un pozo. ¿Acaso no había encontrado una tapadera de uno en el jardín?

Viejos pozos con tapaderas partidas: ¿por qué no había mirado si existía alguno en su terreno? Livia y Gabriel habían corrido libremente por la finca. Debería haber hablado con Katrine sobre los riesgos que podía haber.

Ahora era demasiado tarde.

Tosió y arrancó el Volvo de nuevo. Ya no se detendría más.

Katrine lo esperaba.

Al regresar a la carretera, se le representó el rostro de su mujer frente a él. Todo comenzó cuando ambos se conocieron en aquella visita a un apartamento. Luego había llegado Livia.

Responsabilizarse del bebé había sido un gran paso. Querían tener hijos, pero no tan pronto. Katrine quería hacer las cosas en el orden correcto. Habían pensado vender el apartamento y comprarse una casa en las afueras de la ciudad antes de tener descendencia.

Recordó las horas que habían pasado sentados en la cocina, hablando en voz baja de Livia.

– ¿Qué podemos hacer? -había dicho Katrine.

– Me encantaría cuidar de ella -había respondido Joakim-. Aunque no estoy seguro de que sea el momento perfecto.

– No es perfecto -había replicado su mujer, irritada-. Al contrario. Pero es el momento en el que nos encontramos.

Finalmente, se decidieron por Livia. Compraron también la casa y tres años más tarde Katrine se quedó embarazada. Gabriel fue planeado, a diferencia de su hermana.

Y justo como Joakim había pronosticado, le encantó ver crecer a su hija. Le gustaba su voz clara, su energía y su curiosidad.

«Katrine.»

¿Cómo se sentiría ahora? En su cabeza lo había llamado; él la había oído.

Cambió de marcha y pisó el acelerador. Con el remolque detrás, el coche no podía mantener la velocidad máxima, pero casi.

Lo más importante era llegar cuanto antes a la finca, a Öland; a casa, con su mujer y su hijo. Necesitaban estar juntos.

El claro rostro de Katrine flotaba en la oscuridad frente al coche. La podía ver.

5

A las ocho de la tarde, había vuelto la calma a los faros de ludden. Tilda Davidsson se encontraba en la gran cocina de la casa.

Todo estaba en silencio. Incluso el débil viento del mar había cesado.

Echó un vistazo a la cocina y tuvo la sensación de encontrarse en otro siglo. De no haber sido por los modernos muebles de cocina, le habría parecido hallarse en una casa de finales del siglo XIX. Un hogar acomodado. La mesa era una pieza de encina grande y pesada. En las encimeras se veían cacerolas de cobre, porcelana oriental y botellas de cristal soplado. Las paredes y el techo estaban pintados de blanco, pero los armarios y listones de madera eran de color azul celeste.

A Tilda no le hubiera importado entrar en una cocina como aquella por las mañanas, en lugar de la que tenía en su cuchitril de la plaza, en Marnäs.

En aquel momento, se encontraba sola en la casa. Hans Majner y otros dos colegas que acudieron desde Borgholm al lugar del accidente se habían marchado en torno a las siete. Su jefe, Göte Holmblad, había estado en el lugar, pero se mantuvo en un discreto segundo plano y se fue a las cinco, casi al mismo tiempo que la ambulancia.

Joakim Westin, el padre de la familia que vivía allí, llegaría en coche de Estocolmo por la noche (había quedado claro que la policía debía esperarlo). Ella fue la única que se ofreció, gesto que sus colegas aprobaron enseguida.