– ¿Despedirse de ella?
– No.
Una semana después de la muerte de Katrine, los niños dormían cada uno en su cuarto. Se hacían muchas preguntas sobre la ausencia de su madre, pero acababan por dormirse enseguida.
Joakim se tumbaba en la cama de matrimonio y miraba fijamente el techo, una hora tras otra. Cuando por fin se dormía, no conseguía descansar. El mismo sueño se le repitió varias noches.
Soñaba que regresaba a ludden después de pasar una larga temporada fuera, quizá unos cuantos años.
Estaba en la desierta playa cerca de los faros; el cielo era gris. Luego empezaba a subir hacia la casa. Parecía deshabitada y en ruinas. La lluvia y la nieve habían aclarado el color rojo y la fachada tenía un tono gris perla.
Las ventanas del porche estaban rotas y la puerta entreabierta. En el interior todo era oscuridad.
Los alargados peldaños de piedra de la escalera del porche estaban torcidos y resquebrajados. Joakim subía despacio y entraba en la casa.
Temblaba y miraba a su alrededor a través la penumbra del vestíbulo, pero todo se veía tan desvencijado y deteriorado como en el exterior. El papel de las paredes estaba medio arrancado, el suelo de madera cubierto de gravilla y polvo, y no quedaba ningún mueble. No se veía ni rastro de las reformas que Katrine y él habían emprendido.
Oía sonidos en varias de las habitaciones.
De la cocina llegaba un murmullo de voces y chirridos.
Joakim caminaba por el pasillo y se detenía en el umbral.
Livia y Gabriel estaban sentados a la mesa de la cocina, inclinados sobre un juego de cartas. Sus hijos aún eran pequeños, pero sus rostros tenían una red de finas arrugas alrededor de la boca y los ojos.
– ¿Está mamá en casa? -preguntaba Joakim.
Livia asentía.
– Está en el granero.
– Vive en el altillo del granero -decía Gabriel.
Joakim asentía y retrocedía lentamente para salir de la cocina. Sus hijos permanecían sentados en silencio.
Salía al patio interior cubierto de hierba, y abría la puerta del granero.
– ¿Hola? -gritaba.
No recibía respuesta, pero aun así entraba.
Se detenía junto a la escalera que conducía al altillo del heno. Luego comenzaba a subir. Los escalones estaban fríos y húmedos.
Cuando llegaba arriba, no encontraba heno, solo charcos de agua sobre el suelo de madera.
Katrine se hallaba cerca de la pared más baja, dándole la espalda. Llevaba puesto un camisón blanco que se veía empapado.
– ¿Tienes frío? -le preguntaba él.
Ella negaba con la cabeza sin darse la vuelta.
¿Qué ocurrió en la playa?
– No preguntes -decía Katrine, y comenzaba a hundirse lentamente por las grietas del suelo.
Él se acercaba a ella.
– ¿Mamá? -gritaba una voz en la lejanía.
Katrine permanecía inmóvil cerca de la pared.
– Livia se ha despertado -decía entonces-. Tienes que ocuparte de ella, Kim.
Joakim se despertó sobresaltado.
El sonido que lo había despertado no era un sueño, eran los gritos de Livia.
– ¿Mamá?
Abrió los ojos en la oscuridad, pero permaneció en la cama. Solo.
Todo quedó de nuevo en silencio.
El despertador marcaba algo más de las tres. Joakim estaba seguro de que solo había dormido unos minutos; sin embargo, el sueño sobre Katrine parecía haber durado una eternidad.
Cerró los ojos. Si seguía en la cama y no hacía nada quizá Livia volviera a dormirse.
Como respuesta, un nuevo grito cruzó la casa:
– ¿Mamá?
Supo que era inútil seguir resistiéndose. Su hija estaba despierta y no dejaría de gritar hasta que su madre entrara en la habitación y se acostara a su lado.
Joakim se sentó despacio y encendió la lámpara de la mesilla de noche. La casa estaba fría y sintió una soledad paralizadora.
– ¿Mamá?
Sabía que tenía que ocuparse de los niños. No quería, no tenía fuerzas, pero no había nadie más con quien pudiera compartir la responsabilidad.
Abandonó la cálida cama y salió en silencio del dormitorio hacia el cuarto de Livia.
Esta levantó la cabeza cuando él se inclinó sobre la cama. Joakim le acarició la frente sin decir nada.
– ¿Mamá? -murmuró la niña.
– No, soy yo -dijo él-. Ahora duérmete, Livia.
Ella no respondió, pero se hundió lentamente en la almohada.
Joakim se quedó un rato en la oscuridad hasta que la respiración de su hija se acompasó. Dio un paso atrás, luego otro. A continuación se volvió hacia la puerta.
– No te vayas, papá.
Su voz clara lo detuvo sobre el frío suelo.
Había sonado completamente despierta a pesar de que aún reposaba como una sombra inmóvil en la cama. Se volvió despacio hacia ella.
– ¿Por qué no? -respondió en voz baja.
– Quédate -respondió Livia.
Joakim no dijo nada. Contuvo el aliento y escuchó. Había sonado como si estuviera despierta, sin embargo, le parecía que estaba dormida.
Tras permanecer inmóvil y en silencio algunos minutos, empezó a sentirse como un ciego en la habitación sin luz.
– ¿Livia? -susurró.
No recibió respuesta, pero su respiración sonaba agitada e irregular. Sabía que pronto volvería a llamarlo.
De repente, tuvo una idea. Primero le pareció desagradable, luego decidió probarla.
Cruzó el umbral en silencio y, a oscuras, se dirigió al cuarto de baño. Tanteó, se tropezó con el lavabo y encontró el cesto de la ropa sucia junto a la bañera. El cesto estaba casi repleto. Nadie había lavado en toda la semana. Joakim no había tenido fuerzas.
Entonces oyó el esperado grito de Livia.
– ¿Mamá?
Sería así noche tras noche. Nunca acabaría.
– Tranquila -masculló junto al cesto de la ropa sucia.
Lo abrió y empezó a rebuscar entre las prendas.
El aroma lo golpeó. La mayor parte de la ropa sucia era de ella; allí estaban todos los jerséis, pantalones, faldas y ropa interior que había utilizado los días previos al accidente. Joakim sacó algunas piezas: un par de vaqueros, un jersey rojo de lana, una falda blanca de algodón.
No pudo resistir la tentación de apretarlas contra su rostro.
«Katrine.»
Deseó demorarse en los intensos recuerdos que le traía el aroma de su mujer, recuerdos agradables y dolorosos, pero los quejidos de Livia lo acosaban.
– ¿Mamá?
Joakim cogió el jersey rojo de lana. Pasó ante el silencioso cuarto de Gabriel y entró en el de Livia.
Se había destapado y estaba a punto de despertarse: cuando entró, levantó la cabeza desconcertada y lo miró fijamente.
– Ahora, duérmete, Livia -dijo Joakim-. Mamá está aquí.
Colocó el jersey de Katrine pegado al rostro de la niña y la cubrió con el edredón hasta la barbilla. Se lo remetió con cuidado, como formando un capullo a su alrededor.
– Ahora duérmete -repitió en voz baja.
– Mmm…
Emitía confusos murmullos en sueños y se fue relajando poco a poco. Su respiración se tranquilizó, abrazada al jersey de su madre y con el rostro enterrado en la lana. Su muñeco de Götland yacía al otro lado de la almohada, pero Livia lo ignoró.
Dormía de nuevo.
El peligro había pasado y Joakim sabía que a la mañana siguiente Livia ni siquiera recordaría haberse despertado.
Resopló y se sentó en el borde de la cama de la niña, con la cabeza colgando.
Una habitación a oscuras, una cama, las cortinas corridas.
Deseaba acostarse, dormir tan profundamente como Livia y olvidarse de sí mismo. No tenía fuerzas para pensar ni para nada.
Y, sin embargo, no conseguía dormir.
Pensó en el cesto de la ropa, en la ropa de Katrine, y tras unos minutos, se levantó y se dirigió de nuevo al cuarto de baño. Al cesto de la ropa sucia.
Casi al fondo del todo, encontró lo que buscaba: el camisón de Katrine, blanco con un corazón rojo en el pecho. Lo sacó del cesto.