Joakim se dio la vuelta y se alejó en silencio por el pasillo. La casa resonaba y se estremecía a su alrededor; los crujidos sonaban casi como pasos.
Cuando volvió a meterse en la cama, Katrine dormía profundamente.
Ese mismo día por la mañana, la familia había recibido la visita de un tranquilo y sonriente hombre de unos cincuenta años. Había llamado con los nudillos a la puerta de la cocina, en la parte norte de la casa. Joakim había abierto creyendo que era un vecino.
– Hola -saludó el extraño-. Soy Bengt Nyberg, del Ölands-Posten.
Nyberg llevaba una cámara colgada sobre su prominente estómago y un cuaderno en la mano. Joakim vaciló antes de estrecharle la mano.
– He oído que durante estas últimas semanas habían pasado unos cuantos camiones de mudanza en dirección a ludden -dijo el periodista-, así que he pensado que la casa estaría habitada.
– Solo yo me acabo de mudar -respondió Joakim-. El resto de mi familia se instaló aquí hace tiempo.
– ¿Se han mudado por etapas?
– Soy profesor -aclaró él-. No he tenido más remedio que trabajar hasta ahora.
Nyberg asintió.
– Comprenderá que tendremos que escribir algo sobre esto -dijo-. Publicamos una pequeña noticia sobre la venta de ludden, y ahora la gente querrá saber quién la ha comprado…
– Descríbanos como una familia normal -contestó Joakim enseguida.
– ¿De dónde son?
– De Estocolmo.
– Como la familia real -comentó el periodista, y miró a Joakim-. ¿Harán como el rey y solo vivirán aquí mientras haya sol y calor?
– No, viviremos aquí todo el año.
Katrine apareció en el recibidor y se colocó junto a su marido. Él la miró de reojo, ella asintió brevemente y entonces invitaron a Nyberg a entrar. Este traspasó el umbral lentamente, sin prisa.
Decidieron sentarse en la cocina, que con su nuevo mobiliario y el suelo de madera acuchillada era la estancia más reformada de la casa.
En agosto, mientras Katrine y el instalador de suelos ölandés trabajaron allí, encontraron algo interesante: un pequeño escondrijo debajo de las tablas del suelo, un cofrecillo de piedra caliza. En su interior, había una cuchara de plata y un mohoso zapato de niño. El instalador le había contado que se trataba de una ofrenda a la casa para asegurar a los habitantes de la misma muchos hijos y suficiente comida.
Joakim hizo café de puchero y Nyberg se sentó a la larga mesa de madera de encina. Abrió su bloc.
– ¿Cómo empezó todo esto?
– Bueno…, nos gustan las casas de madera -dijo Joakim.
– Nos encantan -puntualizó Katrine.
– Pero debió ser un gran paso… comprar ludden y mudarse de Estocolmo.
– Para nosotros no fue un gran paso -explicó Katrine-. Teníamos una casa en Bromma, pero queríamos cambiarla por otra en esta zona. Empezamos a buscar el año pasado.
– ¿Por qué el norte de Öland? -preguntó Nyberg.
Esta vez fue Joakim el que respondió:
– Katrine se siente un poco ölandesa…, su familia vivió aquí.
Su mujer le lanzó una rápida mirada, y él supo lo que pensaba: si alguien tenía que hablar de su pasado, debía ser ella. Y a Katrine no le gustaba hacerlo.
– Vaya, ¿de dónde?
– De diferentes lugares -respondió ella sin mirar al periodista-. Mi familia se mudó muchas veces.
Joakim podría haber añadido que su esposa era hija de Mirja Rambe y nieta de Torun Rambe -lo que quizá hubiera hecho que Nyberg escribiera un artículo mucho más largo-, pero guardó silencio. Katrine y su madre apenas se hablaban.
– Yo soy un urbanita -dijo entonces-. Me crié en un edificio de ocho plantas en Jakobsberg, y el tráfico y el asfalto me parecían aburridísimos. Así que deseaba mudarme al campo.
Al principio Livia permaneció sentada sobre las rodillas de su padre, pero pronto se cansó de la conversación y salió corriendo de la cocina hacia su habitación. Gabriel, al que Katrine tenía en el regazo, saltó al suelo y siguió a su hermana.
Joakim lo oyó alejarse, sus pequeñas sandalias de plástico resonando en el suelo y recitó la misma cantinela que, durante los últimos meses, les había soltado a sus amigos y vecinos de Estocolmo:
– Sabemos que este es un lugar fantástico para los niños. Praderas y bosque, aire limpio y agua fresca. Nada de resfriados. Nada de coches contaminando con sus gases… Es un sitio perfecto para todos.
Nyberg escribió esas sabias palabras en su cuaderno. Luego dieron una vuelta por la planta baja de la casa, por las habitaciones reformadas y todas las estancias que aún tenían el papel de la pared estropeado, el techo parcheado y el suelo sucio.
– Las chimeneas son maravillosas -dijo Joakim, y señaló el suelo-: la madera está en muy buen estado… Solo hay que fregarlo de vez en cuando.
Quizá su entusiasmo por la casa fuera contagioso, pues, tras un rato, el periodista dejó de hacer preguntas para la entrevista y comenzó a mirar con curiosidad alrededor. También insistió en ver el resto de la vivienda, aunque Joakim prefería no recordar lo mucho que aún les quedaba por hacer.
– En realidad, no hay gran cosa que ver -apuntó-. Solo cuartos vacíos.
– Será solo un vistazo rápido -insistió el otro.
Al fin, Joakim cedió y abrió la puerta que llevaba al piso de arriba.
Katrine y Nyberg lo siguieron por la empinada escalera de madera hasta llegar al piso superior. Allí reinaba la penumbra, a pesar de que había una serie de ventanas que daban al mar, pero los cristales estaban cubiertos con planchas de conglomerado que apenas dejaban pasar pequeños rayos de luz.
El silbido del viento se oía claramente en la oscuridad del lugar.
– Aquí arriba el viento corre a sus anchas -comentó Katrine, e hizo una mueca-. La ventaja de esta ventilación es que la casa se ha mantenido seca: apenas tiene humedades.
– Vaya, eso está bien. -El periodista observaba el suelo de corcho abombado, el papel de la pared manchado y estropeado y las telarañas que colgaban de las vigas del techo-. Aún queda mucho trabajo por hacer.
– Sí, lo sabemos -asintió Katrine.
– Estamos deseando empezar -añadió Joakim.
– Seguro que quedará bien… -dijo Nyberg, y a continuación preguntó-: ¿Qué saben de esta casa?
– ¿Se refiere a su historia? -inquirió Joakim-. No mucho, pero el agente inmobiliario nos contó algo. Se construyó a mediados del siglo diecinueve, al mismo tiempo que los faros. Pero luego se han hecho bastantes ampliaciones… El porche acristalado de la parte delantera parece ser del siglo veinte.
A continuación miró a Katrine con gesto interrogativo para ver si deseaba añadir algo más -quizá sobre cómo les fue a su madre y a su abuela cuando vivieron allí-, pero su mujer ni siquiera lo miró.
– Sabemos que los responsables y los guardas de los faros vivían en la casa con sus familias y el servicio -se limitó a decir Katrine-, así que ha correteado mucha gente por estas habitaciones.
Nyberg asintió y echó un vistazo general al sucio piso de arriba.
– No creo que demasiada durante los últimos veinte años -dijo-. Hace cuatro o cinco años, sirvió como centro de acogida de refugiados políticos, familias que habían huido de los Balcanes. Pero no se quedaron mucho tiempo. Es una pena que haya estado deshabitada…, es un lugar magnífico.
Comenzaron a bajar la escalera. De pronto, incluso las habitaciones más sucias de la planta baja parecían luminosas y acogedoras comparadas con las del piso de arriba.
– ¿Sabe si tiene algún nombre? -preguntó Katrine, y miró al periodista-. ¿Lo sabe?
– ¿Qué?
– Esta casa -contestó ella-. Siempre se llamó ludden, pero eso es solo el nombre del lugar.