– Sí, ludden en lgrundet, donde se reúnen las anguilas en verano… -dijo Nyberg como si recitara un poema-. No, no creo que la casa tenga nombre.
– En general, suelen tener uno -apuntó Joakim-. A nuestro hogar de Bromma lo llamábamos Åppelvillan.
– Esta casa no tiene nombre, por lo menos yo no lo conozco. -Nyberg acabó de bajar la escalera, y añadió-: Sin embargo, existen una serie de leyendas sobre ella.
– ¿Leyendas?
– Yo he oído unas cuantas… Se dice que cuando alguien estornuda aquí, el viento sopla con más fuerza en ludden…
Katrine y Joakim se echaron a reír.
– Entonces tendremos que quitar el polvo con frecuencia -bromeó ella.
– También circulan unas cuantas historias de fantasmas -añadió Nyberg.
Se hizo el silencio.
– ¿Historias de fantasmas? -repitió Joakim-. El agente inmobiliario debería habernos avisado.
Estaba a punto de sonreír y negar con la cabeza, pero su mujer se adelantó:
– Los Carlsson, nuestros vecinos, me contaron unas cuantas cuando me invitaron a tomar café. Pero me dijeron que no las creyera.
– La verdad es que no nos queda mucho tiempo para fantasmas -señaló Joakim.
Nyberg asintió y dio unos pasos hacia el recibidor.
– No, pero cuando una casa se queda deshabitada durante un tiempo, la gente empieza a hablar -dijo-. ¿Podemos salir y tomar unas fotos, ahora que aún hay luz?
Bengt Nyberg finalizó la visita con un paseo por el césped y los caminos de piedra del patio. Inspeccionó rápidamente las dos alas: a un lado el enorme establo, cuya planta baja era de piedra caliza con la parte superior de madera pintada de rojo; al otro lado estaba la pequeña cabaña.
– Me imagino que también reformarán esto -dijo al echar un vistazo por la ventana polvorienta de la cabaña.
– Por supuesto -contestó Joakim-. La iremos arreglando poco a poco.
– ¿Y luego la alquilarán en verano?
– Quizá. Habíamos pensado abrir un bed & breakfast dentro de unos años.
– A mucha gente en la isla se le ha ocurrido la misma idea -replicó Nyberg.
Lo último que hizo fue sacar una veintena de fotografías de la familia Westin sobre la explanada de hierba pajiza frente a la casa.
En el frío viento, Katrine y Joakim, de pie, miraron en la misma dirección, hacia los dos faros junto al agua. Joakim irguió la espalda cuando la cámara hizo clic y pensó en la casa de sus vecinos en Estocolmo, que había salido tres veces a doble página en la revista mensual Vackra villor del año pasado. Ellos se tendrían que conformar con un artículo en el Ölands-Posten.
Llevaba a Gabriel a hombros. El niño vestía un anorak verde que le iba demasiado grande, mientras Livia permanecía de pie entre Katrine y él, con un gorro blanco de lana calado hasta las cejas. Miraba a la cámara con recelo.
La casa de ludden se alzaba tras ellos como un castillo de madera y piedra que vigilara en silencio.
Más tarde, cuando el periodista se hubo marchado, toda la familia bajó a la playa. El viento era más frío que en los días precedentes y el sol ya alcanzaba el tejado de la casa, detrás de ellos. El aire transportaba un aroma a algas marinas.
Bajar a la playa de ludden era como llegar al fin del mundo, a la última etapa de un largo viaje, lejos de todo y de todos. A Joakim le gustaba esa sensación.
El nordeste de Öland parecía estar formado por un cielo enorme y una estrecha franja de tierra ocre. Los pequeños islotes semejaban arrecifes herbosos. La costa llana de la isla, con sus profundas calas y estrechos istmos, se sumergía imperceptiblemente en el agua formando un fondo poco hondo y regular de arena y barro, cuya profundidad aumentaba a medida que penetraba en el mar Báltico.
Un centenar de metros más allá, las blancas torres de los faros se alzaban hacia el cielo azul marino.
Los dos faros de ludden. A Joakim le parecían artificiales los dos islotes sobre los que se asentaban, como si alguien hubiera colocado dos pilas de piedras y grava en el agua y las hubiera unido con grandes bloques de cemento. Desde la playa un largo espigón se extendía cincuenta metros al norte: un muelle ligeramente curvado de grandes piedras, casi con toda seguridad construido para proteger los faros de las tormentas de invierno.
Livia llevaba a Foreman bajo el brazo y de pronto echó a correr hacia el rompeolas de un metro de ancho que conducía a los faros.
– ¡Yo también! ¡Yo también! -gritó Gabriel, pero Joakim le sujetaba con fuerza la mano.
– Iremos juntos -dijo.
Al cabo de una decena de metros, el rompeolas se bifurcaba sobre el mar, como una gran Y con dos brazos más estrechos que conducían uno a cada faro. Katrine gritó:
– ¡Livia, no corras! ¡Cuidado con el agua!
La niña se detuvo, señaló hacia el gran faro del sur y gritó con una voz que apenas se oía a causa del viento:
– ¡Es mi torre!
– ¡La mía también! -gritó Gabriel tras ella.
– ¡Y punto! -exclamó Livia.
Era su expresión favorita de ese otoño, algo que había aprendido en la guardería. Katrine se le acercó apresurada y señaló con la cabeza el faro norte.
– Entonces esa será la mía.
– De acuerdo, yo me encargaré de la casa -intervino Joakim-. Será coser y cantar si me echáis una mano de vez en cuando.
– Lo haremos -replicó Livia-. ¡Y punto!
La niña asintió entre risas, pero para Joakim no era una broma. Sin embargo, deseaba que llegara todo ese trabajo que iban a hacer el próximo invierno. Katrine y él intentarían encontrar empleo como profesores en la isla, y reformarían juntos la casa por las tardes y fines de semana. Ella ya había empezado.
Joakim se detuvo sobre la hierba, junto a la playa, y lanzó una mirada hacia los edificios a su espalda.
«Situada en un lugar aislado y tranquilo», como decía el anuncio.
Todavía no se había acostumbrado al tamaño de la casa; se elevaba en la cima de una leve pendiente herbosa, con sus esquinas blancas y sus paredes de madera roja. Dos hermosas chimeneas sobresalían del tejado como dos torres negras de hollín. Una cálida luz dorada brillaba en la ventana de la cocina y en el porche, mientras el resto de la casa permanecía a oscuras.
Todas las familias que habían vivido allí durante todos aquellos años habían desgastado paredes, umbrales y suelos: fareros, ayudantes de farero y asistentes, o como se llamaran. Todos habían dejado su huella en la casa.
«Recuerda que cuando nos mudamos a una vieja casa de madera, la casa también se muda a nosotros»; Joakim lo había leído en un libro sobre cómo reformar construcciones de madera. Pero ese no era su caso; ellos habían abandonado Bromma sin problema. Sin embargo, durante aquellos años sí era verdad que habían encontrado a algunas familias que cuidaban de sus casas como si de un hijo se tratara.
– ¿Os apetece ir a los faros? -preguntó Katrine
– ¡Sí! -exclamó Livia-. ¡Y punto!
– Las piedras pueden estar resbaladizas -apuntó Joakim.
No quería que sus hijos le perdieran el respeto al mar y bajaran solos a la playa. Livia apenas podía nadar unos cuantos metros y Gabriel aún no había aprendido.
Pero Katrine y Livia ya se dirigían de la mano por el camino de piedra que conducía al mar. Joakim cogió a Gabriel en brazos y las siguió cauteloso por los irregulares bloques de piedra.
No estaba tan resbaladizo como había pensado, solo eran rugosos e irregulares. En ciertos puntos, las olas los habían movido de su sitio y habían resquebrajado el cemento que los mantenía unidos. Ese día, el viento era suave, pero Joakim percibió el poder de las fuerzas de la naturaleza. Invierno tras invierno, con hielo a la deriva y fuertes tormentas: pese a todo, los faros habían aguantado.
– ¿Qué altura tendrán? -inquirió Katrine, y observó la torre.
– No tengo nada con qué medirlas…, pero diría que unos veinte metros -repuso Joakim.