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– ¿Cómo?

– Le preguntaremos a Aleister.

– ¿Qué has dicho? -preguntó Henrik.

– Solemos hablar con Aleister Crowley -dijo Tommy, y colocó la bolsa sobre la mesa. La abrió y sacó una pequeña caja plana de madera oscura-. Nos ponemos en contacto con esto.

Henrik observó en silencio mientras el otro abría la caja y la colocaba sobre la mesa. En el interior había letras, palabras y números grabados a fuego en la madera. Estaba todo el alfabeto, números del cero al nueve y las palabras «SÍ» y «NO». A continuación, Tommy sacó un pequeño vaso de la bolsa.

– Jugué a eso cuando era niño -comentó Henrik-. El espíritu del vaso, ¿verdad?

– Y una mierda, esto va en serio. -Tommy colocó el vaso sobre el tablero de madera-. Es un tablero de güija.

– ¿Uija?

– Así se llama -contestó Tommy-. La madera proviene de la tapa de un viejo féretro. ¿Puedes apagar la luz?

Henrik sonrió para sí, pero se acercó al interruptor.

Los tres se sentaron alrededor de la mesa. Tommy posó el dedo meñique sobre el vaso y cerró los ojos.

En la habitación se hizo el silencio. El mayor de los Serelius se rascó lentamente el cuello y aparentó escuchar algo.

– ¿Quién está ahí? -preguntó-. ¿Eres tú, Aleister?

Durante unos segundos no pasó nada. Luego, el vaso comenzó a moverse bajo el dedo de Tommy.

Al día siguiente al anochecer, Henrik condujo hasta el cobertizo de su abuelo para ponerlo en orden.

La pequeña cabaña de madera estaba pintada de rojo y se hallaba en una pradera, a una decena de metros de la playa, junto a otros dos cobertizos propiedad de veraneantes, y vacíos desde mediados de agosto. Allí nadie los molestaría.

Había heredado el cobertizo del abuelo Algot. Mientras este vivía, solían salir al mar varias veces durante el verano, tendían las redes y luego pasaban la noche en el cobertizo, para levantarse a las cinco y recoger la pesca.

Cuando se encontraba allí, en el Báltico, echaba de menos esos días, era una pena que su abuelo hubiera muerto. Algot siguió con la carpintería y la pequeña construcción después de jubilarse y hasta su último ataque cardíaco pareció satisfecho con su vida, a pesar de no haber salido de la isla más que un par veces.

Henrik abrió el candado del cobertizo y observó la oscuridad. Allí dentro todo estaba más o menos como cuando murió su abuelo, hacía seis años. Las redes colgaban de las paredes, el banco de carpintero seguía allí, igual que la estufa de hierro oxidada en un rincón. Camilla había querido limpiar el cobertizo y pintarlo de blanco, pero a Henrik le parecía bien dejarlo como estaba.

Apartó los bidones de aceite, las cajas de herramientas y el resto de cosas que había por el suelo de madera y cogió una lona para tapar la mercancía robada. A continuación, fue por el muelle cercano hasta el cabo, donde respiró el aroma a algas y agua salada. Al norte vio elevarse del mar los dos faros de ludden.

En el embarcadero se encontraba su barca a motor, un fueraborda, y al mirarla vio que la lluvia había inundado el fondo. Bajó hasta ella y empezó a achicar el agua.

Mientras tanto, pensó en lo sucedido la noche anterior, cuando los hermanos Serelius y él se sentaron en la cocina y realizaron una sesión de espiritismo. O lo que fuera.

El vaso sobre el tablero se había movido y respondió a todas las preguntas, pero seguro que era Tommy quien lo movía. Tenía los ojos cerrados, pero de vez en cuando debía de mirar a escondidas para hacer que el vaso acabara en el lugar correcto.

Resultó que el espíritu Aleister apoyaba de todo corazón sus planes de robo. Cuando Tommy le preguntó sobre Stenvik, la propuesta de Henrik, el vaso se movió hacia el SÍ, cuando inquirió si había cosas de valor en las casas de por allí, recibió la misma respuesta: «SÍ».

Finalmente, Tommy había preguntado:

– Aleister, ¿qué te parece… podemos confiar los unos en los otros?

El pequeño vaso permaneció inmóvil unos segundos. Luego se movió lentamente hacia el «NO».

Tommy soltó una carcajada, corta y ronca.

– Eso está bien -dijo, y miró a Henrik-, porque yo no confío en nadie.

Cuatro días después, Henrik y los hermanos Serelius realizaron el primer viaje al norte, a la zona residencial que él había elegido y Aleister, el espíritu, había aprobado. Allí solo había casas cerradas, negras como boca de lobo en la oscuridad.

Cuando forzaban una ventana y entraban en una vivienda no iban en busca de cosas pequeñas y caras (sabían que ningún veraneante era tan tonto como para dejar dinero, relojes de marca o cadenas de oro en su casa durante el invierno). Pero algunas cosas eran demasiado pesadas para llevárselas al acabar las vacaciones: aparatos de televisión, equipos de música, botellas de alcohol, cartones de cigarrillos y palos de golf. Y en los cobertizos de los jardines se podían encontrar motosierras, bidones de gasolina y taladradoras.

Después de que Tommy y Freddy destrozaran el barco de la botella y Henrik hubiera dejado de mascullar, se dividieron y prosiguieron la búsqueda de tesoros.

Henrik se dirigió a las habitaciones pequeñas. La parte delantera de la casa daba al estrecho y a la costa rocosa, y a través de una ventana panorámica vio que una luna creciente, blanca como la nieve, colgaba sobre el mar. Stenvik era uno de los pueblos de pescadores que había en la costa oeste de la isla, desierta durante el invierno.

Cada habitación lo recibía en silencio; no obstante, Henrik sintió que el suelo y las paredes lo vigilaban. Por eso se movía con cuidado, sin desordenar nada.

– ¿Hola? ¿Henke?

Era Tommy, Henrik respondió.

– ¿Dónde estás?

– Aquí, en la cocina… Hay una especie de oficina.

Henrik siguió su voz a través de la pequeña cocina. Tommy se hallaba junto a una pared, en un cuarto sin ventanas, y señalaba con la mano derecha enguantada.

– ¿Qué te parece esto?

No sonreía -casi nunca lo hacía-, pero tenía la vista fija en la pared, con la expresión de alguien que quizá ha hecho un gran descubrimiento. Miraba un gran reloj de madera oscura y números romanos tras la esfera de cristal.

Henrik asintió.

– Sí…, puede valer algo. ¿Es antiguo?

– Eso creo -respondió Tommy, y abrió el cristal-. Si tenemos suerte, quizá sea una antigüedad. Debe de ser alemán o francés.

– No funciona.

– Habrá que darle cuerda. -Cerró el cristal y gritó-: ¡Freddy!

Pasados unos segundos, apareció su hermano, arrastrando los pies por la cocina.

– ¿Qué?

– Echa una mano aquí -dijo Tommy.

Freddy era el que tenía los brazos más largos. Descolgó el reloj de los clavos y lo bajó. Después, Henrik lo ayudó a cargarlo.

– Venga, saquémoslo de aquí -ordenó Tommy.

La furgoneta estaba aparcada cerca de la casa, entre las sombras en la parte trasera.

En los laterales llevaba el rótulo «FONTANERÍA KALMAR». Tommy había comprado las letras de plástico y las había pegado. No existía tal empresa en Kalmar, pero por la noche resultaba menos sospechoso un vehículo de empresa que una vieja furgoneta anónima.

– La semana que viene abrirán una comisaría en Marnäs -anunció Henrik mientras pasaban el reloj a través de la ventana forzada del porche.

Aquella noche apenas corría aire, pero hacía frío.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Tommy.

– Lo leí en el periódico.

Oyó la ronca risa de Freddy en la oscuridad.

– Vaya. Entonces se acabó -dijo Tommy-. Lo mejor será que los llames y nos delates a los dos, así tendrás una rebaja en la condena.

Bajó el labio inferior y mostró los dientes, esa era su manera de reír.

Henrik sonrió en la oscuridad. Había miles de casas de veraneo en la isla, la policía no podría vigilarlas todas, y además, los agentes casi siempre trabajaban de día.

Introdujeron el reloj en la furgoneta. En ella tenía ya una bicicleta estática, dos grandes jarrones de piedra caliza tallada, un aparato de vídeo, un pequeño motor fueraborda, un ordenador con impresora y un televisor con altavoces.