Tilda percibió olor a humo e imaginó lo que había ocurrido. Se apresuró a echar un vistazo.
Unos metros más allá, los peldaños inferiores de la empinada escalera que llevaba al altillo estaba en llamas, y un penetrante hedor a queroseno se mezclaba con el humo. Alguien había apilado un montón de viejo heno seco y luego le había prendido fuego. Ahora ardía con fuerza y las llamas empezaban a lamer los travesaños de la escalera.
Al otro lado del fuego había un hombre corpulento. Tendría la misma edad de Henrik y sujetaba un gorro o un pasamontañas negro en una mano; al parecer, no había advertido la presencia de Tilda. Su mirada estaba clavada en las llamas oscilantes, y tenía la cara muy pálida. Parecía estar eufórico.
Junto a él, apoyado a un poste de madera, había un óleo enmarcado, pero no se veía ningún fusil.
Tilda echó un último vistazo alrededor -nadie acechaba a su espalda-, después tomó aliento y entró con grandes zancadas en el establo. Sujetaba la pistola con ambas manos.
– ¡Policía! -le gritó al hombre-. ¡Quieto!
Él la miró muy sorprendido.
– Túmbate en el suelo.
Pero el hombre permaneció de pie, y dijo:
– Mi hermano está buscando una salida por la parte de atrás.
Tilda se acercó. Se hallaban a solo un par de pasos de distancia, pero él retrocedió en dirección a la salida. Ella lo siguió.
– ¡Al suelo!
¿Si no se rendía, se atrevería a disparar? No lo sabía. Sin embargo, lo apuntaba a la cabeza.
– ¡Al suelo! -repitió.
– Sí, sí…
El hombre asintió y se tumbó boca abajo con dificultad.
– ¡Las manos en la espalda!
Tilda se hallaba ya junto a él y había sacado las esposas del cinturón. Le agarró por las muñecas, se las llevó a la espalda y lo esposó. Ahora que lo tenía bien seguro en el suelo, pudo registrarlo. Llevaba una navaja en el bolsillo del pantalón, pero esa era su única arma. Y pastillas, cantidad de pastillas.
– ¿Cómo te llamas?
Pareció pensárselo.
– Freddy -dijo finalmente.
– ¿Cuál es tu verdadero nombre?
Dudó.
– Sven.
A Tilda le costó creerlo, pero dijo:
– Vale, Sven…, ahora quédate aquí tranquilo.
Al ponerse de nuevo en pie, oyó el crepitar del fuego. Las llamas no prendían en el suelo de piedra, pero sí en la escalera, y empezaban a trepar hacia el altillo.
Tilda no vio mantas ni extintores para apagarlo. Tampoco había cubos de agua.
Se quitó la chaqueta y lo intentó con ella, pero las llamas solo se apartaban y crecían. Parecía que el fuego anhelara subir hasta el tejado: ahora más de media escalera estaba ardiendo.
¿Y si soltaba la escalera?
Alzó un pie y tomó impulso, pero entonces vio aproximarse una sombra con el rabillo del ojo. Se dio media vuelta.
Era un hombre alto, con vaqueros y jersey de lana que corría hacia la escalera desde el establo a oscuras. Se detuvo y miró el fuego, luego a Freddy y finalmente a Tilda.
Ella casi no lo reconoció, pero se trataba de Joakim Westin.
– ¡No puedo apagarlo! -gritó Tilda-. He intentado…
Westin apenas asintió. Se lo veía tranquilo, como si hubiese peores cosas en el mundo.
– Nieve -dijo-. Tendremos que sofocarlo con nieve.
– De acuerdo.
¿De dónde había surgido Westin? Se lo veía cansado y pálido, aunque no especialmente preocupado por encontrarse visitas en el establo. Ni siquiera el fuego parecía inquietarlo.
– Voy a buscar una pala.
Se dio la vuelta y se dirigió hacia la entrada.
– ¿Te apañarás sin mí? -preguntó Tilda.
Joakim asintió sin detenerse.
Ella abandonó la escalera en llamas. Tenía que adentrarse de nuevo en la oscuridad.
– Quédate tumbado -le dijo a Freddy-. Voy a buscar a tu hermano.
Sin embargo, se quedó parada en la puerta del establo, esperando a que Westin regresara. El hombre quizá tardó medio minuto, y luego regresó al establo cargado con una gran pala repleta de nieve.
Ambos asintieron en silencio y Tilda se adentró en el almacén del tractor. Oyó cómo el fuego de la escalera chisporroteaba tras ella mientras Joakim lo apagaba.
Levantó la pistola de nuevo.
Las sombras y el frío la rodeaban. Le pareció oír movimientos al frente, pero no vio nada.
Se mantuvo pegada a la pared norte, que tenía unas pequeñas ventanas ahora cubiertas de nieve.
Encontró una puerta, y Tilda la cruzó.
El cuarto del otro lado era grande y todavía más frío. Se detuvo. Volvió a tener la sensación de que no estaba sola en la oscuridad. Bajó la pistola, escuchó y dio un paso adelante.
Se oyó un disparo.
Ella se agachó, sin comprobar si había sido alcanzada o no. Los oídos le zumbaban a causa de la detonación; tosió en voz baja y aspiró el aire seco. Esperó.
No pasó nada más.
Cuando Tilda al fin alzó la vista en la penumbra vio una nueva puerta, esta vez cerrada, a unos cuatro o cinco metros de distancia. Era una vía de escape, pero frente a ella había alguien: un hombre.
Era Tommy, el hermano de Freddy. No podía ser nadie más. Se había subido el pasamontañas sobre la frente y su pálido rostro se parecía al de Freddy.
Llevaba un viejo rifle colgado del hombro.
Tilda le apuntó con la pistola.
– Suelta el fusil.
Pero él permaneció allí parado, como un sonámbulo, como si algo le hubiera llamado poderosamente la atención. Miraba hacia abajo, y su mano derecha descansaba sobre el picaporte, como si fuera a salir, pero parecía tener las piernas pegadas al suelo.
– ¿Tommy?
No respondió.
¿Una psicosis causada por la droga? Se acercó despacio al asesino de Martin, asustada pero decidida. Alargó el brazo en silencio hacia su hombro y, con cuidado, le descolgó el fusil. Vio que tenía el seguro puesto y lo dejó caer al suelo detrás de ella.
– ¿Tommy? -dijo de nuevo-. ¿Puedes moverte?
Al rozarle el brazo el joven se sobresaltó y volvió a la realidad.
Se echó hacia atrás, empujó el picaporte y la puerta se abrió de golpe y de par en par impelida por la ventisca. Él perdió el equilibrio sobre los taludes de nieve, pero se incorporó y siguió su camino dando traspiés.
Tilda traspasó el umbral y salió a la tormenta. Unos metros más allá, vio cómo caían unos árboles vencidos por el viento.
– ¡Tommy! -gritó-. ¡Detente!
El viento ahogó su voz, y el hombre no se detuvo, sino que avivó el paso a través de la nieve; gritó por encima del hombro y salió huyendo en dirección al bosque.
Tilda hizo un disparo de advertencia al cielo, hacia la tempestad, y después se arrodilló. Alzó la pistola y apuntó con el dedo puesto en el gatillo.
Sabía que podía acertarle en las piernas, pero no era capaz de disparar a alguien que huía.
Tommy se había metido entre los arbustos que crecían en la linde del bosque. Allí, la capa de nieve era más delgada y podía correr más deprisa. Tras quince o veinte pasos, fue solo una sombra gris entre los árboles, y luego desapareció.
«Diablos.»
Tilda se quedó allí fuera unos minutos, pero no percibió más movimientos extraños en la oscuridad, únicamente el torbellino de nieve. El viento seguía batiendo la costa, y cuando notó que empezaba a perder la sensibilidad en los dedos, Tilda dio media vuelta y se metió de nuevo en el establo, donde recogió el Máuser del suelo.
Al regresar hacia donde estaba Westin, caminó pegada a la pared de piedra a pesar de que estaba agotada por el viento y el frío. Pero no quería arriesgarse a encontrarse con nadie más en las oscuras habitaciones.
40
Sofocar el fuego con nieve funcionó, pero cuando Joakim consiguió apagar por fin las llamas, gran parte de la escalera del altillo se hallaba calcinada, y espesas cortinas de humo gris subían hacia las vigas del techo.