– ¿Cuándo ocurrió eso?
– El invierno de mil novecientos sesenta y dos.
– El sesenta y dos -repitió Gerlof-. Ese fue el año en que mi hermano Ragnar se congeló en la costa.
– ¿Ragnar Davidsson… era tu hermano? -preguntó Joakim.
– Mi hermano mayor.
– No murió congelado -replicó Joakim-. Creo que fue envenenado.
Luego le contó lo que había leído en el libro de Mirja Rambe sobre su última noche en la casa, y sobre el pescador de anguilas que se marchó durante la tormenta. Gerlof escuchó sin hacer preguntas.
– Suena como si hubiera bebido metanol -comentó lacónico-. Al parecer, tiene el mismo sabor que el aguardiente, pero uno se pone malo, claro. Gravísimo.
– A Mirja le pareció un castigo justo -dijo Joakim.
– Pero ¿se deshizo de las pinturas? -preguntó el anciano-. Me extraña. Si mi hermano conseguía algo, se lo quedaba… Era demasiado avaro para desprenderse de nada.
Joakim guardó silencio. Pensaba.
– Ah, una cosa más antes de que se me olvide -continuó Gerlof-. Te he grabado una cosa.
– ¿Grabado?
– He estado pensando -dijo Gerlof-. Es una cinta con unas reflexiones sobre lo que ocurrió en ludden… La recibirás cuando se restablezca el reparto de correo.
Media hora después de que Gerlof hubiera colgado, la policía de Kalmar llamó para informar de que vendrían a recoger al presunto delincuente; luego preguntaron si Joakim sabía de un lugar plano y despejado en los alrededores donde pudiera aterrizar un helicóptero.
– Aquí tenemos mucho terreno plano -contestó él.
Luego salió con la pala y acondicionó un cuadrado en el campo de detrás de la casa, y luego cavó en el hielo para señalar el lugar con una cruz negra de tierra. Al oír el estruendo de un motor por el sudoeste, entró y se dirigió a Freddy, que estaba mirando la televisión.
– ¿Esos son vuestros coches? -le preguntó Joakim mientras esperaban fuera en el campo, y señaló hacia un par de ondulados montones de nieve que se alzaban en el camino a ludden.
Unas esquinas romas de metal sobresalían de los taludes.
Freddy asintió.
– Y también hay una barca -respondió.
– ¿Robada? -inquirió Joakim.
– Sí.
Luego, el helicóptero planeó sobre el labrantío y no pudieron hablar más. El aparato permaneció quieto un momento y, al aterrizar sobre la cruz, levantó una nube blanca de nieve.
Dos policías con cascos y monos oscuros descendieron y se acercaron a ellos. Freddy los siguió sin rechistar.
– ¿Se apañarán ustedes? -preguntó uno de los policías.
Joakim se limitó a asentir. Freddy le hizo un breve gesto de adiós con la mano.
Cuando el helicóptero desapareció hacia el continente, Joakim caminó con dificultad sobre la nieve hacia el camino y los dos coches sepultados.
Despejó el lateral del más grande, una furgoneta, y luego echó un vistazo al interior.
Había alguien allí sentado, inmóvil.
Joakim cogió el picaporte y abrió la puerta.
Era un hombre, acurrucado en el asiento del conductor como si hubiera intentado desesperadamente conservar el calor corporal.
No necesitó buscarle el pulso para saber que estaba muerto.
La llave de arranque estaba puesta, y el motor debió de permanecer en punto muerto hasta que se paró en algún momento de la noche y el frío empezó a introducirse en el coche.
Joakim cerró con cuidado. Luego regresó a la casa para llamar a la policía e informarles de que el último ladrón también había aparecido.
43
Durante los siguientes días no hubo viento y el sol continuó brillando en ludden. La nieve no se fundió, pero de vez en cuando se desprendía un trozo del tejado y caía sin hacer ruido sobre los taludes del suelo. Los pajarillos regresaron a la ventana de la cocina y la mañana del día de San Esteban finalizó el aislamiento del mundo con la llegada de un camión de Marnäs con una gran pala quitanieves. Circulaba por la carretera de la costa, pero parecía surcar un mar blanco.
La idea de Joakim cuando sacó su pequeña quitanieves doméstica era que podría alcanzar la despejada carretera nacional en una hora. Tardó más de dos, pero después de eso, el acceso a la casa estuvo abierto de nuevo.
Le cambió las pilas a la linterna, bajó la escalera del porche y continuó hacia el establo.
La escalera del altillo era puro carbón, pero no se veía humo por ninguna parte.
Miró hacia el otro extremo del establo. Primero dudó, pero luego se encaminó hacia allí y gateó una vez más por debajo de la falsa pared.
Una vez dentro de la cavidad secreta, encendió la linterna y escuchó por si llegaban ruidos del piso superior, pero no se oía nada. Entonces subió.
Cuando llegó a la capilla, unos tenues rayos de sol se filtraban a través de las rendijas de los tablones.
Todo estaba en absoluto silencio. Las cartas y también los recuerdos seguían sobre los viejos bancos, pero no había nadie sentado.
Echó a andar a través de los bancos, y al llegar al primero, vio que el regalo de Navidad de Katrine y la chaqueta de Ethel seguían allí.
Pero el regalo había sido abierto. El celo se veía despegado y el papel arrugado.
Dejó el paquete sobre el banco sin atreverse a comprobar si la túnica verde había desaparecido.
En cambio, cogió la chaqueta vaquera de Ethel y, de repente, notó cómo un objeto plano resbalaba dentro del tejido.
Cuando dos días después de Navidad, el comisario Göte Holmblad apareció por la casa en su coche, Joakim tenía la chaqueta vaquera guardada en una bolsa de plástico.
Por entonces, habían estado en ludden una ambulancia y una grúa y se habían llevado el cuerpo del último ladrón de casas. Los policías de la brigada criminal también habían pasado por allí buscando balas en la nieve. En las noticias locales de la radio habían dicho, sin dar su nombre, que Tommy era uno de los dos muertos de la casa durante la tormenta de nieve. El mal tiempo que habían tenido en el norte de Öland ya tenía nombre, «nevasca de Navidad», y se consideraba una de las peores tormentas de nieve desde la Segunda Guerra Mundial.
Holmblad se apeó del coche y deseó a Joakim felices fiestas.
– Gracias, igualmente -respondió él-. Gracias por venir.
– En realidad, tengo vacaciones hasta Año Nuevo -replicó Holmblad-. Pero quería ver cómo les había ido por aquí.
– Ahora ha vuelto la calma -dijo Joakim.
– Ya lo veo. La tormenta pasó por aquí.
Él asintió y preguntó:
– ¿Cómo está Tilda Davidsson?
– Relativamente bien -contestó el comisario-. Hablé con ella ayer. Ha salido del hospital, y ahora está en casa de su madre.
– Pero ¿vino aquí sola? ¿Es que no había un compañero que…?
– No -lo interrumpió Holmblad-. Quien la acompañaba era su tutor de la Escuela de Policía…, padre de dos hijos, una tragedia. En realidad, él no debería haber estado aquí. -El jefe de policía recapacitó y añadió-: Davidsson también podría haber salido malparada, claro, pero tuvo suerte.
– Desde luego -convino Joakim, y abrió la puerta de la casa-. Hay algo que quisiera mostrarle: ¿desea pasar un momento?
– De acuerdo.
Condujo a Holmblad a la cocina, donde había despejado la mesa.
– Por aquí -dijo.
Sobre ella estaba la bolsa con la chaqueta vaquera de Ethel, y lo que había encontrado en su interior: la nota escrita a mano y un pequeño estuche de oro oculto dentro del forro.
– ¿Qué es esto? -preguntó el comisario.
– No estoy seguro -respondió Joakim-. Pero espero que sea una prueba.
Cuando Holmblad se marchó Joakim cogió una mochila y fue caminando por la nieve hasta el faro norte.
Mientras se dirigía hacia allí, echó una mirada al bosque, que se extendía hacia el norte a lo lejos. La mayoría de los árboles parecían haber sobrevivido a la tormenta, menos algunos viejos abetos que yacían en el suelo junto a la playa.