La blanca torre del faro relucía contra el cielo azul marino. Ya antes de llegar al rompeolas vio que le resultaría difícil entrar en ellos. Las olas habían llegado a los islotes durante la nevasca y ambos faros estaban recubiertos de un hielo blanquísimo. Parecía escayola seca, y se extendía hacia la parte baja de la torre como un abrazo ártico.
Joakim dejó la mochila delante de la puerta y abrió la cremallera. De su interior sacó las llaves del faro además de un gran martillo, un aerosol de aceite lubricante para cerraduras y tres termos repletos de agua hirviendo.
Tardó casi media hora en quitar todo el hielo de la puerta y abrir la cerradura. Esa vez, también se abrió solo un poco; sin embargo, Joakim consiguió entrar.
Llevaba la linterna y una vez dentro la encendió.
Los chirridos de sus suelas sobre el suelo de cemento resonaban en lo alto de la torre, pero no se oyeron pasos en la escalera. Si aún había un viejo farero allí arriba, Joakim no deseaba molestarlo, así que se quedó en la planta baja.
«Una pequeña posibilidad -había dicho Gerlof Davidsson-. Mi hermano Ragnar tenía las llaves de los faros, así que hay una pequeña probabilidad de que se encuentren allí.»
Una pequeña puerta de madera cerraba el espacio que quedaba debajo de la escalera, convirtiéndolo en un almacén.
Un calendario de 1961 colgaba de la pared de piedra. En el suelo había bidones de gasolina, botellas de aguardiente y viejos faroles. Esos objetos le recordaron los viejos cachivaches que se habían ido acumulando en el altillo del establo. Pero aquellos estaban algo más ordenados, y junto a la abovedada pared exterior había apiladas varias cajas de madera.
La tapa no estaba claveteada, y Joakim abrió la más cercana e iluminó el contenido con la linterna.
Vio tubos de chapa: trozos de un metro de largo destinados a canalones de desagüe. Tendrían que haberse empalmado unos con otros y colocado bajo el tejado de la casa de ludden hacía años, si Ragnar Davidsson no los hubiera robado y escondido en el faro.
Joakim metió la mano y sacó con cuidado uno de los tubos.
44
– ¿Adónde vamos? -preguntó Livia cuando abandonaron ludden con el coche cargado la víspera de Nochevieja.
Joakim notó que aún estaba algo enfadada.
– Iremos a ver a la abuela de Kalmar y luego visitaremos a la abuela de Estocolmo -contestó-. Pero primero pasaremos a saludar a mamá.
Livia no dijo nada más. Solo posó la mano en la jaula de Rasputín y miró el blanco paisaje.
Quince minutos más tarde, pararon junto a la iglesia. Joakim aparcó, cogió una bolsa de plástico del coche y abrió la verja de madera.
– Vamos -les dijo a los niños.
Joakim no había ido mucho por allí durante el otoño: pero ahora se sentía mejor. Algo mejor.
Había tanta nieve en el cementerio como a lo largo de la costa aunque habían despejado los senderos más anchos.
– ¿Está muy lejos? -preguntó Livia al pasar junto a la iglesia.
– No -contestó él-. Ya casi hemos llegado.
Al fin se encontraron frente a la tumba de Katrine.
La lápida estaba cubierta de nieve, como todas las demás del cementerio. Lo único que se veía era el borde, hasta que Joakim se agachó y apartó deprisa la nieve con las manos, de modo que la inscripción quedó a la vista.
Rezaba «KATRINE MNSTRLE WESTIN», junto a dos fechas.
Dio un paso atrás y se colocó junto a Livia y Gabriel.
– Aquí yace mamá -dijo luego.
Sus palabras no hicieron que el tiempo se detuviera, pero los niños permanecieron inmóviles a su lado.
– ¿Os gusta…? ¿Es bonita? -preguntó en voz baja.
Livia no respondió. Gabriel fue el primero en reaccionar.
– Creo que mamá tendrá frío -dijo.
Luego se acercó con cuidado a la tumba siguiendo los pasos de su padre y empezó a retirar toda la nieve en silencio. Primero de la lápida, luego del suelo. Aparecieron unas rosas secas. Joakim las había dejado allí en su última visita, antes de que llegara la nieve.
El niño pareció satisfecho con el resultado. Se restregó la nariz con el guante y miró a su padre.
– Muy bien -dijo Joakim.
Luego sacó de la bolsa un farol para tumbas. La tierra estaba congelada, no obstante consiguió clavarlo. En el farol colocó una gruesa vela. Ardería durante cinco días, hasta bien entrado el nuevo año.
– ¿Volvemos al coche? -preguntó al cabo de un rato, y observó a sus hijos.
Gabriel asintió, pero se agachó y comenzó a tirar de algo que había debajo de la nieve, junto a la lápida de Katrine.
Era un trozo de tejido verde claro, congelado e incrustado en el suelo. ¿Un jersey? Al menos lo que el niño había cogido parecía una manga.
Joakim sintió un repentino escalofrío y dio un paso adelante.
– Suelta eso, Gabriel -dijo.
Este miró a su padre y obedeció. Joakim se agachó enseguida y cubrió la tela con una capa de nieve.
– ¿Nos vamos? -preguntó.
– Yo me quiero quedar un rato -dijo Livia con la vista clavada en la lápida.
Joakim cogió a Gabriel de la mano y regresó al sendero limpio de nieve, donde se quedaron esperando a Livia, que seguía de pie, observando la tumba. Tras unos minutos, se acercó a ellos y los tres regresaron al coche en silencio.
Gabriel se durmió al cabo de unos minutos en la sillita.
Livia no habló con Joakim hasta que estuvieron en la carretera nacional, pero no dijo nada de Katrine. Preguntó cuántos días quedaban de vacaciones y contó lo que haría cuando comenzara la escuela. Simple cháchara, pero él la escuchó de buen grado.
Llegaron a Kalmar a las doce y llamaron a la puerta de Mirja Rambe. No había limpiado el apartamento para las fiestas, al contrario: las pilas de libros sobre el suelo de parqué cubierto de polvo eran aún más altas. Había un abeto de Navidad en el salón, aunque no estaba decorado y ya comenzaba a perder agujas.
– Había pensado pasar a veros el día de Navidad -dijo Mirja al recibirlos en la entrada-. Pero no tengo helicóptero.
Ulf, su joven novio se encontraba ese día en casa y pareció alegrarse de la visita, sobre todo de ver a los niños. Se llevó a Livia y Gabriel a la cocina para enseñarles una masa de caramelo que estaba preparando al fuego.
Joakim sacó El libro de la nevasca de la bolsa y se lo devolvió a la autora.
– Gracias -dijo.
– ¿Te ha gustado?
– Sí -contestó él-. Y ahora comprendo mucho mejor algunas cosas.
Mirja Ramble hojeó en silencio las hojas escritas a mano.
– Está basado en hechos reales -explicó-. Empecé a escribirlo cuando Katrine me contó que pensabais comprar ludden.
– Ella escribió un par de páginas al final -dijo Joakim.
– ¿Sobre qué?
– Bueno…, es una especie de comentario.
Mirja dejó el libro sobre la mesa que había entre ellos.
– Lo leeré cuando os hayáis marchado -contestó.
– Hay una cosa del libro a la que le he dado muchas vueltas -dijo Joakim-. ¿Cómo podías saber tanto sobre la gente que vivió en ludden?
Mirja le lanzó una mirada adusta.
– Hablaban conmigo mientras viví allí -replicó-. ¿No has hablado nunca con los muertos?
Él no pudo responder a eso.
– Así que todo es cierto -comentó lacónico.
– Nunca se sabe -respondió Mirja-. Y menos cuando se trata de fantasmas.
– Pero lo que te pasó allí… ¿sucedió de verdad?
Mirja bajó la vista.
– Más o menos -dijo-. Es verdad que me encontré con Markus por última vez en la cafetería de Brogholm. Hablamos… y luego lo acompañé a casa. Sus padres no estaban. Subimos al piso, y allí me tiró al suelo. Nada de una seducción romántica, aunque le dejé hacer; creía que esa era la prueba de que éramos…, de que éramos una pareja. Pero después, cuando se puso en pie y yo me compuse la falda arrugada, ni me miró. Solo dijo que había conocido a otra chica en el continente y que iba a comprometerse con ella. Markus denominó «despedida» a lo que acabábamos de hacer en su habitación.