– Joakim, ¿quién es el que habla? -inquirió Lisa.
– Solo escucha -replicó él.
– … y enfilar hacia los dos faros cuando la motora se acerca a Öland no es difícil -continuó Gerlof-. Pero ¿cómo sabía el asesino que tu mujer estaría ese día sola en casa? Creo que Katrine lo conocía. Cuando oyó el ruido del motor ella bajó a la playa. El asesino estaba en la proa y sostenía el arma asesina entre las manos. Pero tu mujer no sospechó, pues lo que sostenía era algo que casi todo el mundo utiliza cuando atraca una barca.
Gerlof tosió quedamente y prosiguió:
– El arma asesina era un bichero de madera…, largo y pesado con un sólido gancho de hierro en la punta. Los he visto utilizar en peleas entre marineros. El garfio se engancha en la ropa del contrario, luego solo hay que tirar y la víctima pierde el equilibrio y cae al agua. Si se quiere ahogar a alguien, basta con mantenerlo con el bichero bajo el agua. No deja huellas dactilares, ni causa grandes daños. Lo único que queda son unos pequeños desgarrones en la ropa. La ropa de tu mujer tenía agujeros de esos.
Gerlof guardó silencio de nuevo, antes de finalizar la grabación:
– Bueno, creo que eso fue lo que pasó, Joakim. Esto no hará más llevadera tu pena, lo sé…, pero a todos nos viene bien conocer las respuestas a las preguntas. Pasa por aquí a tomar un café cuando quieras. Ahora voy a apagar esto…
La voz chirriante de la cinta calló y lo único que se oyó fue el bajo zumbido de los altavoces.
Joakim se acercó y sacó la cinta.
– Eso es todo.
Lisa se había puesto en pie.
– ¿Quién era ese? -preguntó de nuevo-. ¿Quién era el que hablaba?
– Un amigo. Un viejo amigo -respondió Joakim, y se guardó el casete en el bolsillo-. Tú no lo conoces…, pero ¿es cierto?
Lisa abrió la boca, pero parecía no encontrar las palabras.
– No -dijo al fin-. ¿No creerás eso?
– ¿Estuvo Michael en vuestra casa de Gotland cuando Katrine murió?
– ¿Cómo puedo saberlo? Fue en otoño…, no me acuerdo.
– ¿Cuándo estuvo allí? -insistió Joakim-. Tuvo que haber ido por allí en alguna ocasión para sacar el barco del agua. ¿No es cierto?
Lisa lo miraba sin responder.
– Yo estaba aquí, en Estocolmo, la noche en que Katrine se ahogó -dijo Joakim-, y recuerdo que llamé a vuestra puerta. Pero no había nadie en casa.
No obtuvo respuesta.
– ¿Tiene Michael alguna agenda en la que podamos mirar? -preguntó entonces-. ¿O un diario?
Lisa le dio la espalda.
– Ya es suficiente, Joakim… Tengo que empezar a preparar la comida.
Se encaminó a la puerta de la calle, la abrió y lo miró.
Él se puso de pie en silencio, pero antes de abandonar la casa, se detuvo frente a unas fotografías que colgaban de la pared y estudió de cerca una de ellas: una fotografía de Michael Hesslin a bordo de su fueraborda blanco. Estaba de pie tras la reluciente barandilla de proa y saludaba a la cámara. No se veía ningún bichero.
– Bonito barco -dijo en voz baja.
Salió, y ella cerró enseguida la puerta. Joakim oyó cómo corría el cerrojo.
Resopló y salió a la calle, pero se detuvo al oír un débil sonido. Era el zumbido de un coche.
Al girar en la calle, Joakim vio que se trataba del coche de Michael.
Este condujo hasta la entrada del garaje, apagó el motor y se apeó con cuatro largos cohetes bajo el brazo. Sus dos hijos saltaron de los asientos traseros y echaron a correr hacia la casa, cada uno con una bolsa de petardos.
– Joakim, ¿has venido? -inquirió Michael y se encaminó hacia él-. ¡Feliz Año Nuevo!
Alargó la mano, pero Joakim no la estrechó. Solo preguntó:
– ¿Qué soñaste aquella noche en ludden, Michael? Cuando te despertaste gritando… ¿Viste un fantasma?
– ¿Disculpa?
– Tú mataste a mi mujer -le espetó.
El otro siguió sonriendo, como si realmente no lo hubiera oído.
– Y el año pasado acompañaste a Ethel hasta el agua -continuó Joakim-. Le diste una dosis de heroína…, luego la empujaste al agua.
Michael dejó de sonreír y bajó la mano tendida.
– Ella perturbaba la imagen idílica -continuó Joakim-. Los drogadictos pueden dar mala fama a un barrio…, pero ser sospechoso de asesinato seguramente es mucho peor.
Michael apenas negó con la cabeza, como si su antiguo vecino estuviera desquiciado.
– ¿Así que intentarás que me acusen de asesinato?
– Haré lo posible -respondió.
Michael miró su casa y volvió a sonreír de nuevo.
– Olvídalo.
Pasó a su lado como si no existiera.
– Hay pruebas -dijo Joakim.
Michael siguió andando hacia la verja.
– ¿Dónde guardas tus tarjetas de visita? -preguntó.
Michael se detuvo. No se dio la vuelta, pero se quedó quieto, escuchando. Joakim se acercó y alzó la voz:
– Los robos son uno de los problemas que generan los drogadictos. Andan siempre buscando algo que robar. Así que, cuando te llevaste a mi hermana al agua el año pasado, ella aprovechó para robarte… una cosa de valor que tenías en el bolsillo.
Joakim sacó una fotografía polaroid. Era de un objeto pequeño dentro de una bolsa transparente de plástico. Un estuche plano, dorado, con el texto «SERVICIOS FINANCIEROS HESSLIN» grabado en la parte superior.
– Tu estuche estaba oculto dentro de la chaqueta de Ethel -continuó-. ¿Es de oro? Seguro que eso fue lo que mi hermana pensó.
Michael no respondió. Apenas lanzó una última mirada a Joakim y la fotografía antes de traspasar la verja.
– La tiene la policía -le informó Joakim-. Pronto se pondrán en contacto contigo.
Se sintió un poco como Ethel cuando chillaba en la calle y nadie le hacía caso, pero ya no tenía importancia.
Miró a Michael recorrer el sendero de piedra.
Sus pasos apresurados lo delataban. Joakim pudo imaginar cómo sería para él el Año Nuevo, un constante mirar por la ventana. El temor a que de repente un coche de policía se detuviera en la calle. Y dos agentes se apearían, traspasarían la verja y llamarían a la gran puerta de la casa.
Los vecinos curiosos de las otras viviendas apartarían las cortinas. ¿Qué sucedía?
– ¡Feliz Año Nuevo! -gritó Joakim mientras Michael abría la puerta de la casa y desaparecía en su interior.
Luego se cerró de un portazo.
Joakim se quedó solo en la calle. Resopló y bajó la vista.
Después emprendió el camino de regreso al metro, pero se detuvo por última vez ante la verja de Åppelvillan.
El viento había volcado el ramo de rosas que había dejado en la verja, junto al cajetín eléctrico: lo enderezó de nuevo.
Se quedó un minuto pensado en su hermana.
Podría haber hecho más por ella, le había dicho a Gerlof.
Joakim suspiró y le echó un vistazo a la calle por última vez.
– ¿Vienes? -preguntó.
Esperó unos segundos y luego comenzó a caminar para reunirse con su pequeña familia, para celebrar el Año Nuevo.
Al este, a lo lejos, se veían los primeros fuegos artificiales sobre Estocolmo. Los cohetes trazaban delgadas líneas blancas en el cielo antes de explotar y apagarse como faros embrujados.
COMENTARIOS SOBRE
Katrine Westin
Ya he leído tu libro. Y como hay unas hojas en blanco al final, voy a escribir algo antes de devolvértelo.
Cuentas muchas cosas en él. Aseguras que mi padre fue un joven soldado, Markus Landkvist, que falleció cuando naufragó el ferry durante una nevasca, el invierno de 1962: pero tal desastre nunca ocurrió. Por lo menos, ninguno de los habitantes de la isla a los que he preguntado lo recuerda.
Estoy acostumbrada, claro. He tenido que escuchar otras cosas sobre mi padre: que era un compañero de la escuela de arte, que era el hijo de un diplomático americano, que era un aventurero noruego que acabó en la cárcel por robar un banco antes de que yo naciera. Siempre te gustaron las historias rocambolescas.