11.40, Nueva York. Ya mediaba la mañana, y sólo llevaba despierto cuarenta apresurados minutos, después de levantarse a las ocho. Ése era uno de los pequeños problemas de la sociedad transmat: si saltabas de oeste a este, perdías constantemente fragmentos de tiempo por agujeros invisibles en los bolsillos.
Naturalmente, la cosa quedaba compensada cuando viajabas en dirección contraria. En el verano del 16, el día anterior a su boda, Manuel y algunos de sus amigos del Grupo Espectro habían hecho retroceder el amanecer recorriendo el mundo en dirección oeste. Empezaron a las 06.00 del sábado en el Coto de Caza de Amboseli, con el sol saliendo tras el Kilimanjaro. Desde allí viajaron a Kinshasa, Accra, Rio, Caracas, Veracruz, Albuquerque, Los Angeles, Honolulu, Auckland, Brisbane, Singapur, Pnom Penh, Calcuta y La Meca. En el mundo transmat no se necesitaban visados ni pasaportes. Disponiendo del viaje instantáneo, tales cosas habrían sido absurdas. El sol se desplazaba con lentitud, como siempre, a pocos miles de kilómetros por hora. Los viajeros no sufrían tal inconveniente. Aunque se detenían quince minutos aquí, veinte minutos allá, tomando un cóctel o bebiendo un flotador, compraban pequeños recuerdos, visitaban famosos monumentos de la antigüedad, ganando tiempo constantemente, se adentraban cada vez más en la noche anterior, adelantando al sol mientras recorrían el globo. Y llegaron a la noche del viernes. Por supuesto, perdieron todo lo que habían ganado cuando cruzaron la línea de cambio de fecha, y cayeron en la tarde del sábado. Pero ahogaron la pérdida en más copas mientras seguían viajando hacia el oeste. Y cuando volvieron al Kilimanjaro, no eran aún las once de la misma mañana de sábado en que habían partido, aunque habían vivido un viernes y medio.
El transmat permitía hacer tales cosas. Además, calculando cuidadosamente los saltos, se podían ver una docena de ocasos en un solo día, o pasar toda la vida bajo el brillo de un mediodía eterno. De todos modos, al llegar a Nueva York desde California a las 11.40, Manuel lamentó haber tenido que ceder al transmat aquella parte de la mañana.
Su padre le recibió formalmente en su despacho con una presión en las palmas de las manos, y abrazó a Clissa con algo más de calidez. Leon Spaulding se mantuvo al margen, incómodo. Quenelle estaba junto a la ventana, de espaldas a todos examinando la ciudad. Manuel no se llevaba bien con ella. Por lo general, le desagradaban las amantes de su padre. El viejo las elegía siempre del mismo tipo: labios carnosos, pechos llenos, nalgas grandes, ojos llameantes y redondas caderas. Ganado de campesino.
—Estamos esperando al senador Fearon, a Tom Buckleman y al doctor Vargas —dijo Krug—. Thor nos guiará en la visita a la torre. ¿Qué vas a hacer después, Manuel?
—No había pensado…
—Ve a Duluth. Quiero que aprendas algo sobre las operaciones de aquella planta. Leon, notifica a Duluth que mi hijo llegará a primera hora de la tarde, en visita de inspección.
Spaulding salió. Manuel se encogió de hombros.
—Como quieras, padre.
—Es hora de que tengas más responsabilidades, chico. Hay que desarrollar tus capacidades de dirección. Algún día serás el jefe de todo esto, ¿eh? Algún día, cuando hablen de Krug, se referirán a ti.
—Intentaré estar a la altura de la confianza que pones en mi —dijo Manuel.
Sabia que su locuacidad no engañaba al viejo. Y la exhibición de orgullo paternal por parte del viejo no le engañaba a él. Manuel era consciente de que su padre le despreciaba. Podía verse a través de sus ojos: un derrochador, un eterno juerguista. Contra eso, interponía su propia imagen de si mismo: sensible, compasivo, demasiado refinado como para luchar con uñas y dientes en el cuadrilátero comercial. Luego le pasó por la mente la imagen, quizá más auténtica, de otro Manuel Krug: vacío, ansioso, idealista, inútil, incompetente. ¿Cuál era el verdadero Manuel? No lo sabía. No lo sabia. Cuanto más envejecía, menos se comprendía a sí mismo.
El senador Fearon salió del transmat.
—Ya conoces a mi hijo Manuel, Henry —le presentó Krug—. El futuro Krug de Krug, el heredero forzoso…
—Han pasado muchos años —dijo Fearon—. ¿Cómo estás, Manuel?
Manuel estrechó la palma fría del político. Consiguió esbozar una sonrisa amistosa.
—Nos conocimos hace cinco años, en Macao —señaló cortésmente—. Usted iba de paso, hacia Ulan Bator.
—Exacto. Exacto. ¡Qué buena memoria! ¡Krug, tienes un buen muchacho! —exclamó Fearon.
—Espera y verás —replicó Krug—. ¡Cuando yo dimita, os demostrará cómo funciona un auténtico constructor de imperios!
Manuel carraspeó y apartó la vista, avergonzado. Algún sentimiento compulsivo de necesidad dinástica obligaba al viejo Krug a fingir que su hijo único era un heredero apropiado para la constelación de empresas que él había fundado o absorbido. Dé ahí su constante muestra de preocupación por el “entrenamiento” de Manuel; de ahí la insistencia pública, abrasiva, reiterativa, de que Manuel le sucedería algún día en la dirección.
Manuel no tenia el menor deseo de tomar el mando del imperio de su padre. Tampoco se creía capaz de hacerlo. No había hecho más que empezar a superar su fase de calavera, buscando a tientas su salida de la frivolidad, igual que otros buscan a tientas la salida del ateísmo. Buscaba un objetivo, un recipiente que contuviera sus ambiciones y habilidades informes. Quizá lo encontrara algún día. Pero dudaba mucho que Empresas Krug fuera ese recipiente.
El viejo lo sabia tan bien como Manuel. En su interior, despreciaba la inutilidad de su hijo, y a veces ese desprecio afloraba. Pero nunca dejaba de fingir que apreciaba las habilidades potenciales de su hijo, su criterio, astucia y capacidad administrativa. Delante de Thor Vigilante, de Leon Spaulding o de cualquiera que quisiese escucharle. Krug narraba una y otra vez las virtudes del heredero forzoso. “Hipocresía autoengañosa —pensó Manuel—. Intenta creerse lo que él mismo sabe condenadamente bien que nunca será cierto. Y no funcionará. No puede funcionar. En realidad, siempre ha tenido más fe en su amigo androide, Thor, que en su propio hijo. Y con razón, además. ¿Por qué no preferir a un androide con talento en vez de a un hijo inútil? Al fin y al cabo, nos dio vida a los dos, ¿no? Pues que se quede con la compañía de Thor Vigilante.”
Los demás miembros del grupo estaban llegando. Krug les guió hacia las hileras de transmats.
—A la torre —exclamó—. ¡A la torre!
11.10, la torre. De cualquier manera, había recuperado casi una hora de lo perdido por la mañana con el salto de un huso horario hacia el oeste partiendo desde Nueva York. Pero podría haber prescindido del viaje. Ya era bastante malo soportar el frío otoño ártico, obligándose a admirar la absurda torre de su padre —la Pirámide de Krug, como Manuel la llamaba en privado—, y encima llegó el asunto del bloque que aplastó a algunos androides. Un incidente desagradable.
Clissa se puso casi histérica.
—No mires —le dijo Manuel, estrechándola entre unos brazos que querían ser protectores mientras la pantalla del centro de control mostraba la escena del levantamiento del bloque sobre los cadáveres—. Un sedante, rápido —pidió a Spaulding.
El ectógeno le encontró un tubo de algo. Manuel apretó la embocadura contra el brazo de Clissa, y lo activó. La droga atravesó su piel en un suave chorro ultrasónico.
—¿Han muerto?—preguntó la chica, todavía desviando la mirada.
—Eso parece. Probablemente haya sobrevivido uno. Los demás ni siquiera supieron qué les golpeó.
—Pobre gente.
—No son gente —indicó Leon Spaulding—. Son androides. Sólo androides.