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Clissa levantó la cabeza.

—¡Los androides son personas!—estalló—. ¡No quiero volver a oír nada por el estilo! ¿Acaso no tienen nombres, sueños, personalidades…?

—Clissa —dijo suavemente Manuel.

—… ambiciones —siguió ella—. Claro que son personas. Unas cuantas personas acaban de morir bajo ese bloque. ¿Y cómo puedes decir lo contrario? Tú menos que nadie…

—¡Clissa!—exclamó Manuel, angustiado.

Spaulding estaba rígido, los ojos le brillaban de rabia. El ectógeno parecía temblar al borde de un ataque de ira, pero su estricta disciplina le ayudó a contenerse.

—Lo siento —murmuró Clissa, mirando al suelo—. No quería insultarte, Leon. Yo…, yo… Oh, Dios, Manuel, ¿por qué ha tenido que suceder esto?

Empezó a sollozar de nuevo. Manuel hizo una señal para pedir otro tubo sedativo, pero su padre meneó la cabeza, se adelantó y tiró de Clissa, abrazándola.

Krug acunó a la chica entre sus brazos inmensos, casi aplastándola contra su enorme pecho.

—Calma —dijo—. Calma, calma, calma. Ha sido una cosa terrible, si, pero no sufrieron. Fue una muerte limpia. Thor cuidará de los heridos, desconectará sus centros de dolor y hará que se sientan mejor. Pobre Clissa, pobre, pobre, pobre, pobre Clissa. Nunca habías visto morir a nadie, ¿verdad? Cuando es tan repentino, parece terrible, lo sé. Lo sé.

La reconfortó con ternura, acariciando su largo pelo sedoso, palmeándole la espalda, besándole las mejillas húmedas. Manuel lo observaba, atónito. Jamás había visto a su padre tan cariñoso.

Pero claro, Clissa era algo especial para el viejo: el instrumento de sucesión dinástica. Se suponía que la chica había de ser la influencia estabilizadora que guiaría a Manuel hacia una aceptación de sus responsabilidades, y además cargaba con la labor de perpetuar el nombre de Krug. Una paradoja: Krug trataba a su nuera con la delicadeza con la que trataría a una frágil muñeca de porcelana, aunque esperaba que pronto surgiera de entre sus piernas un torrente de hijos.

—Lástima que la visita haya terminado así —dijo Krug ahora a sus invitados—. Pero, al menos, ya lo habíamos visto todo antes de que sucediera. Senador, caballeros, les agradezco que hayan venido a ver mi torre. Espero que vuelvan cuando esté un poco más adelantada. Ahora podemos irnos, ¿eh?

Clissa parecía más tranquila. A Manuel le preocupaba que hubiera sido su padre quien consiguió calmarla, y no él.

La tomó del brazo.

—Creo que Clissa y yo deberíamos volver a California —dijo—. Un par de horas juntos en la playa y se encontrará mejor. Nosotros…

—Te esperan esta tarde en Duluth —dijo Krug, inflexible.

—Pero…

—Ordena que los androides de tu casa vengan a buscarla —dijo—. Tú irás a la planta.

Krug dio la espalda a Manuel, despidió a sus invitados e hizo una señal a Leon Spaulding.

—Nueva York. Al despacho superior.

11.38, la torre. Casi todo el mundo se había marchado ya: Krug, Spaulding, Manuel, Quenelle y Vargas, de vuelta a Nueva York; Fearon y Buckleman, a Ginebra; Maledetto, a Los Angeles, y Thor Vigilante en dirección a los androides heridos. Dos de los betas sirvientes de Manuel habían llegado para llevarse a Clissa de vuelta a Mendocino. Justo antes de que entrara en el transmat con ellos, Manuel la abrazó ligeramente y la besó en la mejilla.

—¿Cuándo vendrás?—le preguntó ella.

—A primera hora de la noche, supongo. Creo que tenemos una cita en Hong Kong. Volveré a tiempo de vestirme para cenar.

—¿Por qué no antes?

—Tengo que ir a Duluth. La planta de androides.

—Líbrate del compromiso.

—No puedo. Ya le has oído. Además, el viejo tiene razón: va siendo hora de que la vea.

—Qué aburrimiento. ¡Pasar la tarde en una fábrica!

—Tengo que hacerlo. Duerme bien, Clissa. Cuando despiertes, quiero que hayas olvidado esa cosa horrible que ha sucedido. ¿Quieres que te programe una secuencia de borrado?

—Sabes que no me gusta que jueguen con mi memoria, Manuel.

—Si. Lo siento. Será mejor que te marches ya.

—Te quiero —dijo ella.

—Te quiero —le respondió.

Hizo una señal de asentimiento a los androides, que la tomaron por los brazos y la guiaron al transmat.

Se quedó solo, a excepción de un par de betas desconocidos que habían llegado para encargarse del centro de control durante la ausencia de Vigilante. Pasó entre ellos para dirigirse al despacho privado de Vigilante, en la parte trasera de la cúpula. Cerró la puerta y rozó ligeramente la entrada del teléfono. La pantalla se iluminó. Manuel pulsó los números de llamada de un código desmodulador, y la pantalla le respondió con el dibujo abstracto que indicaba que su intimidad estaba garantizada. Luego tecleó el número de Lilith Meson, alfa, en el distrito androide de Estocolmo.

La imagen de Lilith brilló en la pantalla: una mujer de rasgos elegantes, con lustroso pelo negro azulado, nariz de puente alto y ojos color platino. Tenia una sonrisa deslumbrante.

—¿Manuel? ¿Desde dónde llamas?—preguntó.

—Desde la torre. Voy a llegar tarde.

—¿Muy tarde?

—Dos o tres horas.

—Me marchitaré. Me apagaré.

—No puedo evitarlo, Lilith. Su majestad me ordena visitar la planta de androides de Duluth. Tengo que ir.

—¿Incluso aunque haya redistribuido los turnos de toda una semana para estar contigo esta noche?

—Eso no puedo decírselo —respondió Manuel—. Mira, no serán más que unas horas. ¿Podrás perdonarme?

—¿Qué otra cosa puedo hacer? Pero qué aburrimiento, ir a husmear en cubas, cuando podrías…

—Ya se sabe que nobleza obliga. Además, me ha entrado curiosidad sobre los hechos de la vida androide desde que tú y yo…, desde que nosotros… ¿Sabes que nunca he estado en el interior de una de las plantas?

—¿Nunca?

—Nunca. Ni siquiera me interesaba. Sigue sin interesarme, excepto por un aspecto especiaclass="underline" tengo la oportunidad de averiguar qué clase de cosas hay bajo tu adorable piel escarlata. Tengo la oportunidad de ver cómo Sintéticas Krug hace Liliths por destilación.

—¿Estás seguro de que quieres ir?—preguntó ella, dejando que su voz adquiriese los tonos bajos de un violoncelo.

—Quiero saber todo lo posible sobre ti —afirmó Manuel—. Para bien o para mal. Así que perdóname si llego tarde, ¿de acuerdo? Estaré tomando una lección de Lilith en Duluth.

—Te quiero —dijo Alfa Lilith Meson al hijo de Simeon Krug.

11:58, Duluth. La principal planta terrestre de Sintéticas Krug, Ltd. —había otras cuatro, en otros tantos continentes, y muchas plantas fuera del planeta— ocupaba un enorme edificio de una manzana, que media casi un kilómetro de largo, junto a la orilla del Lago Superior. Dentro de ese edificio, operando virtualmente como provincias independientes, estaban los laboratorios que formaban las etapas del camino para la creación de vida sintética.

Ahora Manuel recorría esas etapas del camino como un procónsul visitante, y calibraba el trabajo de los subalternos. Viajaba en un coche burbuja afelpado, tan seductoramente confortable como un vientre, que se deslizaba sobre una pista de fluido que recorría todo el largo del edificio, muy por encima del suelo, donde tenían lugar las operaciones. En el coche, junto a él, viajaba el supervisor humano de la fábrica, un hombre de unos cuarenta años, pulcro y elegante, llamado Nolan Bompensiero, que además era uno de los hombres clave en los dominios de Krug. Se sentaba tenso y rígido, obviamente temeroso de cualquier señal de disgusto por parte de Manuel. No sospechaba hasta qué punto detestaba Manuel aquel trabajo, lo aburrido que estaba, la poca intención que tenia de esgrimir el poder para causar problemas a los empleados de su padre. Manuel no tenia sitio en la cabeza para otra cosa que no fuera Lilith. “En este lugar nació Lilith —pensaba—. Así fue como nació Lilith.”