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—En esencia, son vientres artificiales. En cada uno hay una docena de embriones, inmersos en una solución de nutrientes. Aquí, en Duluth, producimos alfas, betas y gammas, todos los androides posibles. Las diferencias cualitativas entre los tres niveles se incluyen durante el primer proceso de síntesis, pero también les proporcionamos diferentes valores nutricionales. Abajo, a la izquierda, están las cámaras de los alfas. A la derecha están las de los betas. Y la sala siguiente está dedicada por completo a los gammas.

—¿Cuál es la curva de distribución?

—Un alfa por cada cien betas por cada mil gammas. Su padre marcó las proporciones desde el principio, y nunca han sido alteradas. La distribución encaja perfectamente con las necesidades humanas.

—Mi padre es un hombre muy previsor —replicó Manuel con vaguedad.

Se preguntó cómo seria el mundo actual si el cártel Krug no le hubiera dado los androides. Quizá no muy diferente. En vez de una pequeña elite humana, culturalmente homogénea, servida por computadoras, robots mecánicos y hordas de androides complacientes, habría una pequeña elite humana, culturalmente homogénea, servida sólo por computadoras y robos mecánicos. En cualquier caso, el hombre del siglo XXIII tendría una vida fácil y cómoda.

Ciertas tendencias determinantes se habían establecido en los últimos siglos, mucho antes de que el primer y torpe androide saliera de su cuba. Para empezar, a finales del siglo XX, tuvo lugar el enorme descenso de la población humana. La guerra y la anarquía general habían acabado con cientos de millones de civiles en Asia y en África. El hambre asoló estos continentes, así como Sudamérica y el Oriente Próximo. En los países desarrollados, las presiones sociales y los anticonceptivos infalibles habían producido el mismo efecto. En menos de dos generaciones, el crecimiento de la población cesó y bajó en picado. La erosión y la desaparición casi absoluta del proletariado fue una consecuencia sin precedentes en la historia. Como fuera que el descenso de la población vino acompañado por la sustitución del hombre por la máquina en casi todas las formas de trabajo humildes, y en algunos no tan humildes, se fomentó la no reproducción entre aquellos que carecían de habilidades útiles para la nueva sociedad. Rechazados, desalentados, desplazados, el número de los ineducados y los ineducables fue menguando de generación en generación; a este proceso darwiniano contribuyeron, primero sutil, luego abiertamente, funcionarios públicos bienintencionados que se encargaron de que las ventajas de la anticoncepción no estuvieran fuera del alcance de ningún ciudadano. Para cuando las masas fueron una minoría, las leyes genéticas ya habían reforzado la tendencia. Los inadaptados no podían reproducirse en absoluto. Los que simplemente estaban a la altura de la norma, podían tener dos hijos por pareja, pero no más. Sólo los que superaban la norma podían contribuir a la reserva humana del mundo. De esta manera, la población permaneció estable. De esta manera, los inteligentes heredaron la Tierra.

La reestructuración de la sociedad tuvo carácter mundial. La llegada del viaje transmat había convertido el orbe en una aldea. Y los habitantes de esa aldea hablaban el mismo idioma y pensaban de la misma manera. Cultural y genéticamente, tendían al mestizaje. Aquí y allá se mantenían reductos puros como atracción turística, pero, a finales del siglo XXI, había pocas diferencias de aspecto físico, actitud o cultura entre los ciudadanos de Karachi, El Cairo, Minneápolis, Atenas, Addis Abeba, Rangún, Pekin, Canberra y Novosibirsk. El transmat también hizo absurdas las diferencias nacionales, y los antiguos conceptos de soberanía se disolvieron.

Pero este colosal cataclismo social, que conllevó ocio, elegancia y comodidad universales, había acarreado también una escasez de mano de obra inmensa y permanente. Los robots dirigidos por computadora habían demostrado no ser adecuados para muchas tareas: eran excelentes barrenderos para las calles y trabajadores para las fábricas, pero no resultaban tan útiles como mayordomos, canguros, cocineros o jardineros. Construiremos robots mejores, dijeron algunos. Pero otros soñaban con humanos sintéticos que solucionaran sus necesidades. La ectogénesis, la crianza artificial de embriones fuera del vientre, la incubación de bebés a partir de óvulos y esperma almacenados, era una realidad desde hacia tiempo, sobre todo por comodidad para las mujeres que no querían que sus genes se perdieran en el olvido, pero tampoco soportar todos los riesgos y cargas del embarazo. Los ectógenos, nacidos de hombre y mujer eran de un origen demasiado humano para ser utilizados como herramientas; pero ¿por qué no llevar el proceso un paso más allá, y manufacturar androides?

Krug lo había conseguido. Había ofrecido al mundo humanos sintéticos —mucho más versátiles que los robots—, longevos, con personalidades complejas, y completamente subordinados a las necesidades humanas. Se compraban, no se contrataban; y, por consenso general, la ley los consideraba propiedades, no personas. En resumen, eran esclavos. A veces, Manuel pensaba que habría sido más sencillo arreglárselas con robots. Los robots eran cosas en las que se podía pensar como en cosas y tratar como cosas. Pero los androides tenían una apariencia incómodamente similar a la de las personas, por lo que quizá no se conformaran por siempre con su estatus de cosas.

El coche se deslizó sala tras sala por las cámaras de crianza, silenciosas, oscuras, vacías a excepción de unos cuantos monitores androides. Cada nuevo androide pasaba los dos primeros años de su vida sellado en una de esas cámaras, según informó Bompensiero, y las salas que atravesaban contenían lotes sucesivos que iban desde las pocas semanas a más de veinte meses de edad. En algunas salas, las cámaras estaban abiertas; escuadrillas de técnicos beta las preparaban para recibir nuevas infusiones de zigotos en el nivel de despegue.

—En esta sala —dijo Bompensiero, muchos compartimentos más adelante—, tenemos un grupo de androides maduros a punto de “nacer”. ¿Quiere descender a la zona del suelo para observar la decantación de cerca?

Manuel asintió.

Bompensiero pulsó un interruptor. Lentamente, el coche se salió de la pista y bajó por una rampa. Al llegar abajo, se apearon. Manuel vio un ejército de gammas agrupados en torno a una de las cámaras de crianza. Los androides del interior llevaban ahora unos veinte minutos respirando aire por primera vez en sus vidas. Se estaban abriendo las escotillas de la cámara.

—Es ahí. Acérquese más, señor Krug, acérquese más.

La cámara estaba abierta. Manuel echó un vistazo hacia el interior.

Vio una docena de androides adultos, seis varones y seis hembras, caídos en el suelo metálico. Tenían las bocas abiertas, los ojos inexpresivos, sus brazos y piernas se movían débilmente. Parecían indefensos, vacíos, vulnerables. “Lilith —pensó—. ¡Lilith!”

—En los dos años que transcurren entre el despegue y la decantación —susurró Bompensiero a su lado—, el androide alcanza la plena madurez física, un proceso que en los humanos dura de trece a quince años. Es otra de las modificaciones genéticas introducidas por su padre, en interés de la economía. Aquí no producimos androides infantiles.

—He oído en alguna parte —dijo Manuel—, que diseñamos una línea de bebés androides, para ser criados como sustitutos por mujeres humanas que no podían…

—¡Por favor! —le interrumpió bruscamente Bompensiero—. No discutimos…—Se detuvo en seco, como si acabara de recordar a quién estaba amonestando—. Sé muy poco sobre ese tema —prosiguió, en un tono más moderado—. En esta planta no efectuamos ese tipo de operaciones.

Los gammas estaban sacando a la docena de androides recién nacidos, para llevarlos a máquinas asombrosas, mitad sillas de ruedas, mitad traje blindado. Los varones eran esbeltos y musculosos, las mujeres delgadas y con pechos altos; pero su falta de inteligencia tenia algo de repugnante. Completamente pasivos, carentes de alma, los androides húmedos y desnudos no reaccionaban de ninguna manera al ser encerrados de uno en uno en aquellos receptáculos metálicos. Sólo sus rostros siguieron siendo visibles, mirando inexpresivos a través de los visores transparentes.