—Muy bien.
Sus ojos buscaron los de ella. Nunca había conocido a una mujer con los ojos de aquel color.
—La mayoría de los hombres consideran…, bueno, sucio, acostarse con androides. He oído que lo comparan con la masturbación. Como hacerlo con una muñeca de plástico. Cuando oía tales afirmaciones, me parecían expresiones estúpidas del prejuicio antiandroide. Obviamente, yo no albergaba ese tipo de actitudes, o nunca me habría enamorado de ti.
Una parte de su mente canturreaba burlona. “¡Recuerda las cubas! ¡Recuerda las cubas!” Apartó ligeramente la vista, y se concentró en el pómulo de Lilith.
—Juro ante todo el universo, Lilith —continuó, sombrío—, que nunca he pensado que hubiera nada de vergonzoso o sucio en el hecho de amar a una androide. Y repito que, pese a lo que digas haber detectado en mí tras mi visita a la fábrica, sigo sin pensarlo. Para demostrarlo…
La atrajo hacia él. Su mano recorrió la piel sedosa, desde los senos al vientre y a la entrepierna. Los muslos se separaron, y él llevó los dedos hasta el monte de Venus, tan desprovisto de vello como el de una niña, y de pronto se estremeció ante la textura extraña que notaba allí, y se sintió emasculado por ella, aunque antes nunca le había molestado. Tan suave, tan terriblemente suave. Bajó la vista hacia ella, hacia su desnudez. Desnuda, sí, pero no porque se hubiera depilado. En aquella zona, era como una niña. Como… como una androide. Volvió a ver las cubas. Vio a los húmedos alfas escarlata, con sus rostros inexpresivos. Se dijo una y otra vez que amar a una androide no era pecado. Empezó a acariciarla, y ella respondió, como habría respondido una mujer, con lubricación, con ráfagas entrecortadas de aliento, con una presión de los muslos sobre su mano. Le besó los pechos, la estrechó contra él. En aquel momento, le pareció que la imagen brillante de su padre flotaba en el aire ante él, como una columna de fuego. ¡Vaya diablo, el viejo! ¡Qué inteligente al diseñar un producto así! Un producto. Camina, habla, seduce, gime de pasión. Un producto cuyos labios menores se hinchan. ¿Y qué soy yo? Otro producto, ¿no? Una mezcolanza de productos químicos, distribuidos según una pauta muy parecida… mutatis mutandis, claro. Adenina. Guanina. Citosina. Uracilo. Nacido en una cuba, criado en un vientre…, ¿cuál es la diferencia? Somos de una sola carne. De razas diferentes, pero de una sola carne.
El deseo de poseerla volvió con una fuerza mareante. Giró, se colocó sobre Lilith y entró profundamente en ella. Los talones de ella le golpearon las pantorrillas en el éxtasis. El valle de su sexo palpitaba, agarrándose a él con auténtico frenesí. Ascendieron, subieron, se remontaron.
Luego, todo acabó, y volvieron a la realidad.
—Ha sido despreciable por mi parte —dijo ella.
—¿El qué?
—La escena que te hice. Intentar decirte lo que creía que tenias en la cabeza.
—Olvídalo, Lilith.
—Tú tenias razón. Supongo que estaba proyectando mis propios recelos. Quizá me sienta culpable por ser la amante de un humano. Quizá desee que pienses que soy una cosa hecha de goma. Tal vez, en mi interior, es así como yo me veo.
—No. No.
—No podemos evitarlo; es algo que nos rodea constantemente. Se nos recuerda mil veces al día que no somos auténticos.
—Eres tan auténtica como cualquier humano que yo haya conocido. Más auténtica que algunos. —Más auténtica que Clissa, pensó pero no añadió—. Nunca te había visto así, Lilith. ¿Qué está pasando?
—Tu viaje a la fábrica —dijo ella—. Hasta hoy, siempre había estado segura de que tú eras diferente. Que jamás te había preocupado ni por un momento cómo o dónde nací, ni si estaríamos haciendo algo malo. Pero tenia miedo de que, una vez que vieras la fábrica, el proceso entero con todos sus detalles clínicos, podrías cambiar…, y entonces, cuando llegaste esta noche, había algo en ti, algo escalofriante que nunca te había visto antes… —Se encogió de hombros—. Quizá lo imaginé. Estoy segura de que lo imaginé. No eres como los demás, Manuel, eres un Krug. Eres como un rey. No tienes que labrarte una posición poniendo a los demás por debajo de ti. No divides el mundo en personas y androides. Nunca lo has hecho. Y un simple vistazo a las cubas no iba a cambiar eso.
—Claro que no —dijo con la voz ansiosa que utilizaba siempre que mentía—. Los androides son personas, las personas son personas. Nunca he pensado de otra manera, y nunca lo haré. Y tú eres preciosa. Te quiero muchísimo. Y quienquiera que piense que los androides son una especie de raza inferior, es un loco peligroso.
—¿Apoyas la plena igualdad de derechos para los androides?
—Por supuesto.
—Te refieres a los androides alfa, ¿no?—dijo ella, traviesa.
—Esto…, bueno…
—Todos los androides deberían ser iguales a los humanos. Pero los alfas deberían ser más iguales que otros.
—Zorra. ¿Ya estás jugando conmigo otra vez?
—Defiendo las prerrogativas de los alfas. ¿Es que un grupo étnico oprimido no puede tener sus propias distinciones internas de clase? Oh, Manuel, te quiero. No me tomes en serio constantemente.
—No puedo evitarlo. No soy tan inteligente como para saber cuándo bromeas. —Le besó los pezones—. Tengo que irme.
—¡Pero si acabas de llegar!
—Lo siento, de veras.
—Llegaste tarde, y luego perdimos la mitad del tiempo en una discusión estúpida. …, ¡quédate una hora más, Manuel!
—Tengo una esposa que me espera en California —dijo—. El mundo real interviene de vez en cuando.
—¿Cuándo volveré a verte?
—Pronto. Pronto. Pronto.
—Pasado mañana.
—Me temo que no. Pero pronto. Te llamaré antes.
Se vistió. Las palabras de Lilith le crepitaban en la mente. “No eres como los demás, Manuel… No divides el mundo en personas y androides.” ¿Era cierto? ¿Podía ser cierto? Él le había mentido Alimentaba prejuicios, y la visita a Duluth había abierto la caja de venenos que había en su mente. Pero quizá pudiera pasar por encima de tales cosas mediante un acto de voluntad Se preguntaba si no habría descubierto su vocación aquella noche. ¿Qué diría la gente si el hijo de Simeon Krug abrazara la explosiva causa de la igualdad androide? Manuel, el despilfarrador, el perezoso, el tarambana… ¿convertido en Manuel, el cruzado? Jugó con la idea. Quizá. Quizá. Era una buena oportunidad de librarse del vacío que le marcaba como un estigma. ¡Una causa, una causa, una causa! ¡Una causa, por fin! Quizá, Lilith le siguió hasta la puerta. Volvieron a besarse, y Manuel, los ojos cerrados, acarició su esbeltez. Para su desesperación, la sala de las cubas brilló contra sus párpados, y Nolan Bompensiero volvió a su cerebro, explicándole cómo se enseñaba a los androides recién decantados a controlar sus esfínteres. Dolido, se apartó de Lilith.
—Pronto —dijo—. Te llamaré.
Y se marchó.
16.44, California. Salió del cubículo transmat al suelo de baldosas del patio interior de su casa. El sol de la tarde se ponía en el Pacifico. Tres de sus androides se acercaron a él, para llevarle ropa limpia, una tableta refrescante y un periódico.
—¿Dónde está la señora Krug?—preguntó—. ¿Sigue durmiendo?
—Está en la playa —le dijo el criado beta.
Manuel se cambió rápidamente, se tomó el refrescante y se dirigió a la playa. Clissa estaba a unos cien metros, y nadaba entre las olas. Tres aves zancudas trazaban perezosos círculos en torno a ella, y Clissa las llamaba, riendo y palmoteando. No advirtió la presencia de Manuel. Después de la voluptuosidad de Lilith, parecía casi perversamente inmadura: caderas estrechas, nalgas planas de chiquillo, los pechos de una niña de doce años. El oscuro triángulo de vello en la base de su vientre parecía incongruente, inadecuado. “Me caso con niñas y me acuesto con mujeres de plástico”, pensó.