Nunca le resultaba sencillo averiguar los motivos de Spaulding. La causa principal de su hostilidad hacia los androides era obvia: provenía de su propio origen. Su padre, cuando era joven, había temido morir en algún accidente antes de recibir un certificado que le mostrara capacitado para la paternidad; a su madre le horrorizaba la idea del embarazo. Por tanto, ambos depositaron gametos en bancos congeladores. Poco después, los dos perecieron en una avalancha, en Ganímedes. Sus familias tenían riqueza e influencia política, pero aun así tuvieron que pasar casi quince años entre litigios antes de que se concediera un decreto de deseabilidad genética, permitiendo la existencia de un certificado retroactivo de paternidad para el esperma y el óvulo congelados de la pareja muerta.
Así, Leon Spaulding fue concebido mediante fecundación in vitro, y gestado en una placenta artificial, de la que salió tras los 266 días acostumbrados. Desde el momento de su nacimiento, tuvo todos los derechos legales de un ser humano, incluido el de reclamar la herencia de sus padres. Pero, como tantos otros ectógenos, le intranquilizaba la borrosa frontera que separaba a los nacidos de la botella de los nacidos de la cuba, y se reafirmaba en su propia existencia demostrando desprecio hacia aquellos que eran completamente sintéticos, no sólo resultado de la unión artificial de gametos naturales. Al menos, los androides nunca albergaban ilusiones sobre haber tenido padres; los ectógenos sospechaban a menudo que no los habían tenido. En cierto modo, Vigilante sentía compasión hacia Spaulding, que ocupaba un difícil lugar entre los mundos de lo completamente natural y lo completamente artificial. Pero tampoco podía sentir demasiada lástima por la inadaptación del ectógeno.
Y, en cualquier caso, seria desastroso que Spaulding entrara en la capilla.
—Esto se puede arreglar fácilmente —dijo Vigilante, que intentaba ganar tiempo—. Espere aquí mientras yo entro a ver qué está sucediendo.
—Te acompañaré —insistió Spaulding.
—Estos betas han dicho que puede ser peligroso.
—¿Más peligroso para mí que para ti? Entraremos los dos, Vigilante.
El androide frunció el ceño. En cuestión de estatus, Spaulding y él estaban a la misma altura: ninguno podía dar órdenes al otro, ninguno podía acusar al otro de insubordinación. Pero quedaba el hecho de que él era un androide, y Spaulding era un ser humano, y en cualquier conflicto de voluntades entre androide y humano, si todos los demás factores estaban igualados, el androide tenía que ceder. Spaulding se dirigía ya hacia la entrada de la cúpula.
—Por favor, no —dijo Vigilante con rapidez—. Si hay riesgo, deje que lo corra yo. Revisaré el edificio y comprobaré si es seguro. No entre hasta que no le llame.
—Insisto…
—¿Qué diría Krug si se enterase de que los dos hemos entrado en un edificio después de que se nos advirtiera que había peligro? Tenemos la obligación de preservar nuestras vidas. Espere. Espere. Sólo un momento.
—Muy bien —aceptó Spaulding, disgustado.
Los betas se separaron para permitir el paso a Vigilante. El alfa entró rápidamente en la capilla. Dentro, encontró a tres gammas junto al altar, en la postura de la casta de los Entregadores; entre ellos había un beta, en la postura del Protector, y un segundo beta permaneció acuclillado junto al muro, con las yemas de los dedos sobre el holograma de Krug mientras recitaba las palabras del ritual Transcendedor. Cuando Vigilante entró, todos le miraron.
El alfa improvisó rápidamente una posible táctica de distracción.
Llamó a uno de los gammas.
—Hay un enemigo fuera —le dijo—. Con tu ayuda, le confundiremos.
Vigilante dio al gamma instrucciones cuidadosas, y ordenó al androide que las repitiera. Luego señaló la puerta trasera de la capilla, junto al altar, y el gamma salió.
Tras una breve plegaria, Vigilante regresó junto a Leon Spaulding.
—Lo que le dijeron era la verdad —informó el alfa—. Esto es una cúpula de refrigeración. Hay un equipo de mecánicos llevando a cabo una recalibración difícil. Si entra, los distraerá, y tendrá que caminar con mucho cuidado para esquivar algunas trampillas abiertas en el suelo, además de que tendrá que soportar una temperatura de menos de…
—Aun así, quiero entrar —dijo Spaulding—. Por favor, permíteme el paso.
Vigilante vio que el gamma se acercaba jadeante desde el este. Sin apresurarse, el alfa hizo como si fuera a dar a Spaulding acceso a la puerta de la capilla. En ese momento, llegó el gamma a toda velocidad.
—¡Ayuda! ¡Ayuda para Krug! ¡Krug está en peligro! ¡Salvad a Krug!
—¿Dónde?—exigió saber Vigilante.
—¡Junto al centro de control! ¡Asesinos! ¡Asesinos !
Vigilante no permitió que Spaulding se parase a pensar en lo imposible de la situación.
—¡Vamos! —exclamó, tirando del brazo del ectógeno—. ¡Debemos darnos prisa!
La conmoción había hecho palidecer a Spaulding. Como había esperado Vigilante, la supuesta emergencia le había quitado de la cabeza el problema de la capilla.
Juntos, corrieron hacia el centro de control. Tras una veintena de zancadas, Vigilante volvió la cabeza, y vio docenas de androides corriendo hacia la capilla, según había ordenado. La desmantelarían en pocos minutos. Para cuando Leon Spaulding pudiera volver a aquel sector, en la cúpula no habría más que un equipo de refrigeración.
12
—Es suficiente —dijo Krug—. Empieza a hacer frío. Bajemos ya.
Las grúas descendieron. Copos de nieve empezaban a girar en torno a la torre; el campo repulsor de la parte superior los deflectaba, haciéndolos bajar en un amplio ángulo. Era imposible mantener un control climático absoluto en aquel lugar, dada la necesidad de mantener la tundra congelada constantemente. “Menos mal que a los androides no les importaba trabajar mientras nevaba”, pensó Krug.
—Nos marchamos, padre —anunció Manuel—. Hemos alquilado la cámara de derivación de Nueva Orleans para una semana de intercambios de ego.
Krug hizo una mueca.
—Ojalá no hicieras esas cosas.
—¿Qué tienen de malo, padre? Sólo es compartir tu identidad con tus mejores amigos. Pasar una semana en el alma de otra persona. Es inocuo. Es liberador. Es milagroso. ¡Deberías probarlo!
Krug escupió.
—Lo digo en serio —aseguró Manuel—. Te haría salir de ti mismo un poco. Esa concentración morbosa en los problemas de las altas finanzas, esa agotadora fascinación por las comunicaciones interestelares, la terrible tensión neurológica que viene de…
—Adelante —le interrumpió Krug—. Cambiaos de mente todo lo que queráis. Yo estoy ocupado.
—¿No querrás derivar nunca, padre?
—Es bastante agradable —intervino Nick Ssu-ma.
Era el favorito de Krug entre los amigos de su hijo: un muchacho chino, de pelo rubio cortado a cepillo y sonrisa fácil.
—Sirve para adquirir una perspectiva nueva y espléndida de todas las relaciones humanas.
—Inténtelo una vez —ofreció Jed Guilbert—, y le prometo que no se…
—Antes de eso, tomaría un baño en Júpiter —dijo Krug—. Marchaos. Marchaos. Sed felices. Derivad todo lo que queráis. Eso no es para mi.
—Te veré la semana que viene, padre.
Manuel y sus amigos corrieron hacia el transmat. Krug se apretó los nudillos y se quedó mirando la carrera de los jóvenes. Sintió un ramalazo de algo muy parecido a la envidia. Él nunca había tenido tiempo para aquellas diversiones. Siempre había tenido trabajo que hacer, tratos que cerrar, una serie crucial de pruebas de laboratorio que supervisar, una reunión con los banqueros, una crisis en el mercado marciano. Mientras otros saltaban alegremente en redes de estasis o intercambiaban egos durante una semana, él había construido un imperio corporativo, y ahora descubría que era demasiado tarde para disfrutar de los placeres del mundo. ¿Y qué?, se dijo con fiereza. Soy un hombre del siglo XIX en un cuerpo del siglo XXIII. Puedo arreglármelas muy bien sin salas de derivación. Además, ¿a quién admitiría dentro de mi cerebro? ¿Con qué amigo intercambiaría mi ego? ¿Con quién, con quién, con quién? Comprendió que con casi nadie. Con Manuel, quizá. Podría ser muy útil derivar con Manuel. Quizá nos entenderíamos mejor el uno al otro. Abandonaríamos algunas posturas extremas, nos acercaríamos hacia una reunión en el centro. Su estilo de vida no es completamente erróneo; el mío no es completamente idóneo. ¿Quizá ver las cosas a través de los ojos del otro? Pero Krug desechó la idea con rapidez. Un intercambio de ego entre padre e hijo parecía casi incestuoso. Había cosas de Manuel que no quería saber. Intercambiar identidades, aunque fuera sólo un momento, resultaba imposible. Pero ¿y con Thor Vigilante como compañero de derivación? El alfa era admirablemente cuerdo, competente y digno de confianza. En muchos aspectos, Krug se sentía más cerca de él que de ninguna otra persona. No se le ocurría ningún secreto que quisiera ocultar a Vigilante. Si de verdad pretendía probar la experiencia de la derivación, seria muy útil e instructivo…