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Archivista cerró los ojos. Lentamente, se dejó caer de rodillas. Se lanzó sobre el cuerpo de Casandra Núcleo, entre secos y entrecortados sollozos. Vigilante le miró en silencio unos momentos.

—Ven conmigo a nuestra capilla —dijo luego con suavidad—. Es una estupidez que te quedes tendido en la nieve. Aunque no tengas fe, conocemos técnicas para relajar el alma, para enfrentarse al dolor. Habla con uno de nuestros Transcendedores. Reza a Krug, si quieres, y…

—Vete —dijo Sigfrido Archivista confusamente—. Vete.

Vigilante se encogió de hombros. Notaba el peso inmenso de la tristeza. Se sentía vacío y frío. Dejó a los dos alfas donde estaban, al que estaba vivo y a la muerta, y se dirigió hacia el norte en busca de un nuevo local donde instalar la capilla.

14

Y lo primero que extrajo Krug fue un Gamma. Y Krug le dijo: “He aquí que eres fuerte y robusto, y harás lo que se te ordene sin protestar, y serás feliz en tu trabajo”. Y Krug amó tanto al Gamma que creó muchos más, de manera que hubo una multitud como él.

Lo siguiente que extrajo Krug fue un Beta, y Krug le dijo: “He aquí que serás fuerte, pero también tendrás entendimiento, y serás de gran valor para el mundo, y tus días serán buenos y felices”. Y Krug amó tanto al Beta que lo liberó de las peores cargas del cuerpo, y también lo liberó de las peores cargas de la mente, y la vida del Beta fue un luminoso día primaveral.

Y lo último que extrajo Krug fue un Alfa, y Krug le dijo: “He aquí que las tareas que recaerán sobre ti no serán livianas, porque tu cuerpo superará al de los Hijos del Vientre, y en mente serás su igual, y ellos se apoyarán en ti como si fueras un cayado resistente”. Y Krug amó tanto al Alfa que le entregó muchos dones, para que viviera con orgullo y mirase sin temor a los ojos de los Hijos del Vientre.

15

—¡Buenas noches, buenas noches, buenas noches!—saludó el alfa de servicio en la sala de derivación de Nueva Orleans a Manuel Krug y a sus amigos, cuando salieron del transmat—. Señor Krug, señor Ssu-ma, señor Guilbert, señor Tennyson, señor Mishima, señor Foster. Buenas noches. Pasen por aquí, por favor. Su sala de espera ya está preparada.

La antecámara de la sala de derivación era una estructura fría, en forma de túnel, de unos cien metros de largo, dividida en ocho subcámaras cerradas donde los futuros intercambiantes de identidades aguardaban hasta que la red de estasis estuviera preparada para recibirlos. Las subcámaras, aunque eran pequeñas, resultaban cómodas: sillones de redespuma, elegantes dibujos sensoriales en el techo, cubos de música disponibles con sólo tocar un interruptor, una agradable variedad de canales olfativos y visuales en la pared, y otro buen número de comodidades contemporáneas. El alfa los guió a cada uno hasta un sillón.

—Esta noche, el tiempo de programación será de unos noventa minutos —les informó—. No está mal, ¿verdad?

—¿No es posible acelerarlo un poco?

—Ah, no, no es posible. ¿Saben que anoche el tiempo de espera era de cuatro horas? Espere, señor Krug, deje que le conecte el electrodo… Gracias. ¿Y éste? Bien. El sensor matriz…, sí, sí, muy bien. Ya está todo. ¿Señor Ssu-ma, por favor?

El androide dio la vuelta a la habitación, conectándolos a todos. Tardó cosa de un minuto en preparar a cada uno. Cuando el trabajo estuvo terminado, el alfa se marchó. Los datos de los seis hombres en la sala de espera empezaron a fluir. La red de estasis estaba tomando perfiles de sus personalidades, para poder autoprogramarse y controlar cualquier ráfaga repentina de emoción que tuviera lugar durante el intercambio de egos.

Manuel miró a su alrededor. Estaba tenso por la expectación, ansioso de embarcarse en el intercambio. Aquellos cinco hombres eran sus mejores amigos, los más antiguos. Los conocía desde que eran niños. Una década antes, los habían apodado Grupo Espectro, cuando por casualidad coincidieron en usar unos nuevos trajes sensoriales submarinos de la secuencia espectral de la luz visible: Nick Ssu-ma en rojo, Will Mishima en violeta, y los demás bien distribuidos en el espacio intermedio. El apodo había permanecido. Todos eran ricos, aunque ninguno tanto como Manuel, por supuesto. Todos eran jóvenes y vigorosos. Todos, excepto Cadge Foster y Jed Guilbert, se habían casado en los últimos años, pero nada había interrumpido su amistad. Manuel había compartido con ellos los placeres de la sala de intercambio en una docena de ocasiones; llevaban un mes planeando aquella visita.

—Odio esta espera —dijo Manuel—. Ojalá pudiéramos entrar en la red de estasis nada más llegar.

—Es demasiado peligroso —señaló Lloyd Tennyson.

Era ágil, de piernas largas, un atleta excepcional. En su amplia frente brillaban tres placas espejo.

—De eso se trata —insistió Manuel—. La emoción del peligro. Saltar al momento, con osadía, arriesgándolo todo en un paso glorioso.

—¿Y la vida humana, preciosa, irreemplazable?—preguntó Will Mishima, con sus ojos estrechos y su rostro blanco—. Nunca nos lo permitirían. Los riesgos son evidentes.

—Haz que uno de los ingenieros de tu padre invente una red de estasis que se autoprograme al instante —propuso Jed Guilbert—. Eso eliminaría tanto el peligro como la espera.

—Si fuera posible, ya lo habrían hecho —señaló Tennyson.

—Podrías sobornar a un encargado para que te permitiera pasar sin la espera de programación —sugirió tímidamente Nick Ssu-ma.

—Ya lo intenté —respondió Manuel—. Con un alfa de la sala de derivación de Pittsburgh, hace tres años. Le ofrecí unos miles; el alfa se limitó a sonreír. Le ofrecí el doble, y me sonrió el doble. ¿Es que no le interesaba el dinero? Nunca lo había pensado: ¿cómo se puede sobornar a un androide?

—Exacto —asintió Mishima—. Puedes comprar un androide…, puedes comprar toda la sala de derivación, si quieres…, pero el soborno es otra cosa. Las motivaciones de un androide…

—Entonces, quizá podría comprar la sala de derivación —dijo Manuel.

Jed Guilbert le miró, y preguntó:

—¿De verdad te arriesgarías a entrar directamente en la red?

—Creo que sí.

—¿Incluso sabiendo que en caso de sobrecarga, o si hubiera algún error de transmisión, sería posible que nunca volvieras a recuperar tu personalidad?

—¿Cuáles son las posibilidades de que suceda eso?

—Finitas —dijo Guilbert—. Te queda siglo y medio de vida por delante. ¿Para qué vas a…?

—Yo estoy con Manuel —le interrumpió Cadge Foster.

Era el miembro menos conversador del grupo, casi taciturno. Pero cuando hablaba, hablaba con convicción.

—El riesgo es esencial para la vida. Necesitamos correr riesgos. Necesitamos aventurarnos.

—¿Incluso en algo inútil?—preguntó Tennyson—. La calidad del intercambio no mejoraría si entráramos directamente. La única diferencia es que eliminaríamos el tiempo de espera. No me gusta ese tipo de probabilidades. ¿Arriesgar un siglo para ahorrar un par de horas? La espera no me aburre hasta ese punto.

—Pero uno puede estar aburrido de la vida —dijo Nick Ssu-ma—. Tanto como para apostar un siglo contra una hora, sólo por diversión. A veces, me siento así. Vosotros, ¿no? En el pasado había un juego que se hacía con un arma de mano, un juego llamado…, eh…, ¿ruleta sueca?

—Polaca —le corrigió Lloyd Tennyson.

—Ruleta polaca. Cogían el arma de fuego, que podía estar cargada con seis u ocho cargas explosivas, le ponían sólo una…

A Manuel no le gustaba aquel giro de la conversación.

—¿Qué es eso con lo que estás jugando?—interrumpió, dirigiéndose a Cadge Foster.

—Lo encontré en un nicho, bajo mi sillón. Es una especie de instrumento de comunicación. Te dice cosas.