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—Hermoso —susurró Krug—. La música de las esferas. ¡Oh, bastardos misteriosos! Mira, doctor, ven a ver la torre la semana que viene, el próximo… Oh, el martes. Le diré a Spaulding que te llame. Te sorprenderá. Y oye, si llega algo nuevo, otro cambio en la señal, quiero enterarme al momento.

Plip plip plip. Se dirigió al transmat. Plip.

Krug saltó hacia el norte por el meridiano. Siguiendo la línea de 90º E, circundó el Polo Norte y surgió junto a su torre. Había viajado de plataforma de hielo a plataforma de hielo, del fondo del mundo a su cima, de principios de la primavera a principios del invierno, del día a la noche. Los androides trabajaban por todas partes. La torre parecía haber crecido cincuenta metros desde la visita del día anterior. El cielo estaba iluminado por la luz de las placas reflectoras. El canto de NGC 7293 resonaba seductor en la mente de Krug. Plip plip plip.

Encontró a Thor Vigilante en el centro de control, conectado. El alfa, ajeno a la presencia de Krug, parecía perdido en un sueño inducido por drogas, escalando los precipicios de alguna conexión lejana. Un asombrado beta se ofreció a entrar en los circuitos e informar a Vigilante, vía computadora, de que Krug había llegado.

—No —dijo Krug—. Está ocupado. No le molestes.

Plip plip plip plip plip. Se quedó allí unos momentos, mientras observaba el juego de expresiones en el rostro tranquilo de Vigilante. ¿Qué pasaría en aquel momento por la mente del alfa? ¿Informes de carga, datos de transmat, indicaciones de soldaduras, pronósticos climatológicos, estimaciones de costos, factores de tensión, datos sobre personal? Krug sintió que el orgullo le llenaba el alma. ¿Por qué no? Tenía mucho de qué enorgullecerse. Él había construido a los androides, los androides estaban construyendo la torre, y pronto la voz del hombre se dejaría oír entre las estrellas…

Plip plip plip plip.

Afectuosamente, algo sorprendido ante su propia reacción, puso las manos sobre los anchos hombros de Thor Vigilante en un rápido abrazo. Luego, salió. Se quedó de pie unos instantes en la fría oscuridad, supervisando la frenética actividad en cada nivel de la torre. En la cima, nuevos bloques eran encajados en su sitio a un ritmo impecable. Dentro, las pequeñas figuras instalaban el revestimiento de neutrinos, unían cables de cobre, colocaban suelos y hacían subir cada vez más el sistema de luz fría y caliente. A través de la noche, le llegó una pulsación constante de sonido, todos los ruidos de la construcción se fundían en un solo ritmo cósmico, un zumbido profundo y retumbante con subidas regulares. Los dos sonidos, el interior y los exteriores, se encontraron en la mente de Krug, bum, y plip bum y plip, bum y plip.

Se encaminó hacia el transmat. Sin hacer caso de las cuchilladas del viento ártico.

“No está mal para un pobre hombre sin mucha cultura”, se dijo a sí mismo. Esta torre. Estos androides. Todo. Pensó en el Krug de hacía cuarenta y cinco años, el Krug que crecía en un miserable pueblo de Illinois donde la hierba brotaba en medio de las calles. Entonces, no había soñado demasiado con enviar mensajes a las estrellas. Sólo quería ser alguien, pues no era nadie. ¡Menudo Krug! Ignorante, flaco, lleno de espinillas. A veces, en las holotransmisiones, oía a gente que decía que la humanidad había entrado en una nueva era dorada, con un descenso de la población, el olvido de las tensiones sociales y raciales, y una horda de servomecanismos que hacían todo el trabajo sucio. Sí. Sí. Bien. Pero, incluso en una era dorada, alguien tenía que estar abajo. Krug lo estaba. Su padre murió cuando él tenía cinco años. Su madre estaba enganchada a los flotadores, los disruptores sensoriales y a todo tipo de píldoras oníricas. Obtenían algo de dinero, pero no mucho, de una fundación para el bienestar social. ¿Robots? Los robots eran para otras personas. Incluso la terminal de datos estaba desconectada la mitad del tiempo, por las facturas impagadas. No entró en un transmat hasta los diecinueve años. Ni siquiera salió de Illinois.

Recordó cómo era por aquel entonces: malhumorado, introvertido, bizco, a veces pasaba una semana o dos sin hablar con nadie. No leía. No jugaba. Pero soñaba mucho. Pasó por la escuela eternamente airado, sin aprender nada. Empezó a salir de aquello cuando tenía quince años, impulsado por la misma ira, pero volcándola hacia el exterior en vez de dejar que le devorase por dentro. “Os demostraré lo que puedo hacer encajar las cosas. ¿Dormir? ¿Quién necesitaba dormir? Estudiar. Estudiar. Sudar. Construir. Una comprensión intuitiva muy notable sobre la estructura de las cosas, eso decían que tenía. Encontró un financiador en Chicago. Se suponía que la era del capitalismo privado había muerto, así como la de los inventores individuales. De todos modos, construyó un robot mejor. Krug sonrió al recordarlo: el salto transmat a Nueva York, las conferencias, los abogados. Y dinero en el banco. El nuevo Thomas Edison. Tenía diecinueve años. Llenó su laboratorio de equipo y buscó proyectos aún más importantes. A los veintidós años, empezó a crear a los androides. Tardó bastante. En algún momento de esos años, las sondas comenzaron a volver de las estrellas cercanas, vacías. Allí no había formas de vida avanzadas.

Ahora estaba suficientemente establecido como para apartar algo de atención de los negocios, como para permitirse el lujo de interrogarse sobre el lugar del hombre en el cosmos. Se hizo preguntas. Discutió las teorías populares sobre la soledad del hombre. Pero siguió trabajando, agitando ácido nucleico, inclinándose sobre máquinas centrifugadoras, metiendo las manos en barreños de lodo, enganchando las cadenas proteínicas, acercándose cada vez más al éxito. ¿Cómo va a estar el hombre solo en el universo, si un hombre es capaz de hacer vida? ¡Mirad qué fácil es! ¡Lo estoy haciendo! ¿Soy Dios? Las cubas hervían. Púrpura, verde, dorado, rojo, azul. Y, eventualmente, de ellas surgió vida. Androides temblorosos se alzaron de entre los burbujeantes productos químicos. Fama. Dinero. Poder. Una esposa. Un hijo. Un imperio corporativo. Propiedades en tres mundos y en cinco lunas. Mujeres, todas las que quería. Aquello superaba ampliamente sus fantasías de adolescente. Krug sonrió. El joven Krug flaco y lleno de espinillas seguía allí, dentro del hombre recio, airado, desafiante, vehemente. “Se lo demostraste, ¿eh? ¡Se lo demostraste! Y ahora, llegarás hasta la gente de las estrellas.” Plip plip plip. Bum. La voz de Krug cruzando los años luz. “¿Hola? ¿Hola? ¡Eh, vosotros! ¡Os habla Simeon Krug!” En retrospectiva, vio toda su vida como un proceso encarrilado sin giros ni interrupciones hacia este objetivo. Si no le hubieran abrasado ambiciones vehementes, nebulosas, no existirían los androides. Sin sus androides, no habría habido suficiente mano de obra cualificada para construir la torre. Sin su torre…

Entró en el cubículo transmat más cercano y marcó las coordenadas sin pensar, dejando que sus dedos eligieran el destino.

Salió del campo y se encontró en la casa californiana de su hijo Manuel.

No había planeado ir allí. Se quedó parpadeando a la luz de la tarde, estremeciéndose al recibir una repentina oleada de calor en su piel sintonizada con el frío del Artico. Bajo sus pies había un brillante suelo de piedra color rojo oscuro. Las paredes que se alzaban a ambos lados eran remolinos de luz que surgían de proyectores polifásicos montados sobre los cimientos. Sobre él no había techo, sólo un campo repulsor fijado en el extremo azul del espectro, atravesado por las ramas llenas de fruta de algún árbol de hojas color gris verdoso. Alcanzó a oír el rugido de las olas. Media docena de sirvientes androides, dedicados a sus tareas domésticas, le miraron incrédulos. Captó sus susurros admirados: