Krug sufría. Krug se sentía al borde de la desesperación ante la inmensidad de la tarea que se había autoimpuesto.
En momentos de fatiga o tensión, se concienciaba morbosamente de la presencia de su cuerpo como prisión de su alma. Los pliegues en el vientre, la zona siempre rígida en la base del cuello, el leve temblor del párpado superior izquierdo, la ligera presión constante en la vejiga, la sequedad en la garganta, el burbujeo en la rótula, cada insinuación de mortalidad resonaba en él como un carillón. A menudo, su cuerpo le parecía absurdo, una simple bolsa de carne, huesos, sangre, heces; una miscelánea de cuerdas, hebras, filamentos, que temblaba bajo el ataque del tiempo, deteriorándose de año en año, de hora en hora. ¿Qué había de noble en tal montón de protoplasma? ¡El absurdo de las uñas! ¡La imbecilidad de las fosas nasales! ¡La estupidez de los codos! Pero, palpitando bajo el blindaje del cráneo, latía atento el cerebro gris, como una bomba enterrada en el lodo. Krug despreciaba su carne, pero sólo podía sentir asombro ante su cerebro, ante el cerebro humano en abstracto. Su auténtica krugidad estaba en esa masa de tejidos suavemente plegados, no en otro lugar, no en las entrañas, no en la entrepierna, no en el pecho, sino en la mente. El cuerpo se pudría mientras su propietario aún lo usaba; entretanto, la mente se remontaba hasta las más lejanas galaxias.
—Masaje —dijo Krug.
El timbre y tono de su orden hicieron que una mesa levemente vibrante surgiera de una pared. Tres androides hembra, atentas en todo momento, entraron en la habitación. Sus cuerpos elásticos estaban desnudos. Eran modelos gamma estándar, que podrían haber sido trillizas de no ser por las habituales divergencias menores en la programación del somatotipo. Tenían pechos pequeños y altos, vientre planos, cinturas estrechas, caderas acampanadas y nalgas llenas. Tenían pelo en el cráneo y en las cejas, pero no en el cuerpo, lo que les daba un cierto aspecto asexuado. Pero el monte del sexo estaba inscrito entre sus piernas, y Krug, si sus gustos se inclinasen hacia ese tipo de cosas, podría separar esas piernas y encontrar entre ellas una razonable imitación de la pasión. Pero sus gustos no iban por ahí; aunque Krug había incluido deliberadamente un elemento de sensualidad en sus androides. Les había proporcionado genitales funcionales, pero estériles, de la misma manera en que los había dotado de ombligos apropiados, aunque innecesarios. Quería que sus creaciones parecieran humanas —al margen de las modificaciones necesarias—, y que hicieran la mayoría de la cosas que hacen los humanos Sus androides no eran robots. Había creado humanos sintéticos, no simples máquinas.
Las tres gammas le desnudaron con eficacia y trabajaron sobre él con dedos hábiles, Krug yacía sobre el vientre. Incansables, masajearon su carne y tonificaron sus músculos. El miró hacia el otro lado del despacho, hacia las imágenes en la pared más lejana.
La habitación estaba amueblada con sencillez, casi con severidad. Un rectángulo alargado que contenía un escritorio, un terminal de ordenador, una pequeña escultura sombría, y un tapiz oscuro que, al roce de un tachón repolarizante, descubría mucho más abajo el panorama de Nueva York. La iluminación, sutil e indirecta, mantenía el despacho en un crepúsculo permanente. Pero, en una pared, brillaba un dibujo con una luminiscencia amarilla:
Era el mensaje proveniente de las estrellas.
El observatorio de Vargas lo había recogido al principio en forma de una serie de leves radioimpulsos a 9.100 megaciclos. Dos impulsos rápidos, una pausa, cuatro impulsos, una pausa, un impulso, etcétera. La pauta se repitió un millar de veces en un lapso de dos días, y luego se detuvo. Un mes más tarde, reapareció a 1.421 megaciclos, la frecuencia del hidrógeno 21 centímetros, y se repitió otra tanda de mil veces. Un mes después, llegó a la mitad y al doble de esa frecuencia, un millar de cada.
Más tarde, Vargas consiguió detectarla ópticamente con un intenso rayo láser cuya longitud de onda era de 5.000 angströms.
La pauta era siempre igual, grupos de breves ráfagas de información: 2… 4… 1… 2… 5… 1… 3… 1. Cada subcomponente de la serie quedaba separadó del anterior por una pausa apreciable, y había otra pausa mucho más prolongada entre cada repetición de todo el grupo de impulsos.
Tenía que ser un mensaje. Para Krug, la secuencia 2-4-1-2-5-1-3-1 se había convertido en un número sagrado, los símbolos de apertura de una nueva cábala. La pauta no sólo estaba destacada en su pared, sino que con el roce de un dedo podía hacer que el sonido de la señal alienígena susurrase por la sala en cualquiera de sus frecuencias audibles y la escultura junto a su escritorio estaba diseñada para emitir la secuencia en brillantes ráfagas de luz coherente.
La señal le obsesionaba. Su universo giraba ahora en torno a la búsqueda de una manera de responder. De noche, miraba las estrellas, mareado por la cascada de luz, y contemplaba las galaxias pensando: “Soy Krug, soy Krug, os espero aquí, ¡habladme de nuevo!”. No admitía ninguna posibilidad de que la señal de las estrellas pudiera ser algo diferente de una comunicación consciente y directa. Había dedicado todos sus considerables recursos a la tarea de darle una respuesta.
—Pero ¿no hay ninguna posibilidad de que el “mensaje” pudiera ser algún fenómeno natural?
Ninguna. La persistencia con que llegó, y la variedad de medios, indica la presencia de una consciencia tras ella. Alguien intenta decirnos algo.
—¿Qué significado tienen esos números? ¿Son alguna especie de pi galáctico?
No vemos ningún sentido matemático obvio. Aparentemente, no forman ninguna progresión aritmética inteligible. Los criptógrafos nos han proporcionado al menos cincuenta sugerencias ingeniosas, lo que hace que las cincuenta sean igualmente sospechosas. Creemos que los números fueron elegidos completamente al azar.
—¿De qué sirve un mensaje que no tiene ningún contenido comprensible?
El mensaje es su propio contenido: una canción tirolesa de las galaxias. Nos dice: “Mirad, estamos aquí, sabemos cómo transmitir, somos capaces de pensar racionalmente, ¡queremos contactar con vosotros!”.
—Suponiendo que sea cierto, ¿qué clase de réplica piensa enviar?
Pienso decirles: “Hola, hola, os oímos, detectamos vuestro mensaje, enviamos saludos, somos inteligentes, somos seres humanos, no queremos seguir estando solos en el cosmos”.
—¿Y en qué idioma se lo dirá?
En el idioma de los números al azar. Y luego, en números no tan al azar. Hola, hola, 3,14159, ¿habéis oído? 3,14159, el radio del diámetro de la circunferencia.
—¿Y cómo se lo dirá? ¿Con láseres? ¿Con ondas de radio?
Demasiado lento, demasiado lento. No tengo tiempo para esperar que unas radiaciones electromagnéticas vayan y vuelvan. Conversaremos con las estrellas con rayos de taquiones, y hablaré a sus habitantes de Simeon Krug.
Krug se estremeció sobre la mesa. Las masajistas androides le rascaban, le machacaban, hundían los nudillos en los grandes músculos. ¿Estarían intentando clavarle los números místicos en los huesos? ¿2-4-1, 2-5-1, 3-1? ¿Dónde estaba el 2 que faltaba? Incluso aunque hubiera sido enviado, ¿qué quería decir la secuencia 2-4-1, 2-5-1, 2-3-1? Nada significativo. Azar. Azar. Grupos sin sentido de información pura. Nada más que números distribuidos en una pauta abstracta, pero que, aun así, transmitían el mensaje más importante del universo.