Estamos aquí.
Estamos aquí.
Estamos aquí.
Os estamos llamando a gritos.
Y Krug respondería. Tembló de placer ante la idea de su torre terminada y el rayo de taquiones viajando por la galaxia. Krug respondería. Krug el rapaz. Krug el rico insensible. Krug el patán hambriento de dólares. Krug el simple industrial. Krug el campesino gordo. Krug el ignorante. Krug el palurdo. ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo! ¡Krug! ¡Krug!
—Fuera —espetó a las androides—. ¡Se acabó!
Las chicas salieron rápidamente. Krug se levantó, recogió con lentitud su ropa y cruzó la habitación para pasar las manos sobre el dibujo de luces amarillas.
—¿Mensajes?—preguntó—. ¿Visitas?
La cabeza y hombros de Leon Spaulding aparecieron en el aire, brillando sobre la red invisible de un proyector de vapor sódico.
—El doctor Vargas está aquí —dijo el ectógeno—. Espera en el planetario. ¿Le recibirá?
—Por supuesto. En seguida subo. ¿Y Quenelle?
—Ha ido a la casa del lago, en Uganda. Le esperará allí.
—¿Y mi hijo?
—Está inspeccionando la planta de Duluth. ¿Tiene instrucciones para él?
—No —respondió Krug—. Él sabe lo que hace. Me reuniré con Vargas ahora mismo.
La imagen de Spaulding parpadeó y desapareció. Krug entró en su cubículo elevador y subió rápidamente hasta la cúpula que era el planetario, en el nivel más alto del edificio. Bajo el techo cobrizo, la delgada figura de Niccolo Vargas paseaba con resolución. A su izquierda había una vitrina que contenía ocho kilogramos de proteoides de Alfa Centauro V; a su derecha, un crióstato regordete, en cuyas profundidades heladas se podían entrever veinte litros de fluido sacado del mar de metano de Plutón.
Vargas era un hombrecillo vehemente, de piel blanca, hacia el que Krug sentía un respeto rayano en la admiración; un hombre que había pasado cada día de su vida adulta buscando civilizaciones en las estrellas y que dominaba todos los aspectos de los problemas de la comunicación interestelar. La especialidad de Vargas había dejado huella en sus rasgos: quince años antes, en un momento de intolerable emoción, se expuso descuidadamente al rayo de un telescopio de neutrones, que le quemó el lado izquierdo del rostro hasta niveles que ni la reparación tectogenética podía salvar. Habían conseguido recomponer el ojo destrozado, pero no se pudo hacer nada con la descalcificación de la estructura ósea, excepto reforzarla con una red de fibra de berilio; por lo que ahora parte del cráneo y la mejilla de Vargas tenían un aspecto hundido, reseco. Deformidades de este tipo eran poco corrientes en una era de cirugía cosmética al alcance de cualquiera, pero al parecer Vargas no tenía la menor intención de someterse a otra reconstrucción facial.
Cuando Krug entró, Vargas esbozó su sonrisa sesgada.
—¡La torre es magnífica!—dijo.
—Lo será —le corrigió Krug.
—No. No. Ya es magnífica. ¡Un torso maravilloso! ¡La elegancia, Krug, la mole, el impulso hacia arriba! ¿Sabes qué estás construyendo, amigo mío? La primera catedral de la era galáctica. En los milenios venideros, mucho después de que tu torre haya dejado de ser un centro de comunicaciones, los hombres la visitarán, besarán su piel suave, y te bendecirán por haberla construido Y no sólo los hombres.
—Me gusta esa idea —asintió Krug—. Una catedral. No lo había mirado desde esa perspectiva.
Krug vio el cubo de datos en la mano derecha de Vargas.
—¿Qué tienes ahí?
—Un regalo para ti.
—Hemos rastreado las señales hasta su fuente —dijo Vargas—. Creí que te gustaría ver su estrella natal.
Krug se tambaleó hacia adelante.
—¿Por qué has esperado tanto para decírmelo? ¿Por qué no me comentaste nada mientras estábamos en la torre?
—La torre era tu espectáculo. Éste es el mío. ¿Quieres que conecte el cubo?
Krug señaló la ranura del receptor con impaciencia. Diestramente Vargas insertó el cubo y activó el sensor. Rayos azulados de luz interrogadora surcaron el pequeño objeto de cristal, escarbando en busca de fragmentos de información almacenada.
Las estrellas florecieron en el techo del planetario.
Krug se sentía como en casa en la galaxia. Sus ojos captaron los puntos más familiares: Sirio, Canope, Vega, Cabra, Arturo, Betelgeuse, Altair, Fomalhaut, Deneb, los faros más brillantes de los cielos, espectacularmente esparcidos por todo el domo que le rodeaba. Buscó las estrellas más cercanas, las situadas en el radio de una docena de años luz que las sondas estelares del hombre habían alcanzado durante la vida de Krug: Epsilón Indi, Ross 154, Lalande 21185, la Estrella de Barnard, Lobo 359, Proción, 61 Cisnes. Miró hacia Tauro y vio la roja Aldebarán brillando en la cara del Toro, con las Híades mucho más atrás y las Pléyades ardiendo en su brillante sudario. Una y otra vez cambió el dibujo del domo, mientras el foco se estrechaba a medida que aumentaban las distancias. Krug sintió un trueno en el pecho. Vargas no había dicho nada desde que el planetario cobraba vida.
—¿Y bien?—exigió Krug al final—. ¿Qué se supone que tengo que ver?
—Mira hacia Acuario —indicó Vargas.
Krug examinó el norte del cielo. Siguió el rastro familiar por Perseo, Casiopea, Andrómeda, Pegaso y Acuario. Sí, allí estaba el viejo Aguador, entre los Peces y la Cabra, Krug intentó recordar el nombre de alguna estrella importante en Acuario, pero no le vino ninguna a la mente.
—¿Y bien?—preguntó.
—Mira. Vamos a enfocar la imagen.
Krug se agarró mientras los cielos se precipitaban hacia el. Ya no distinguía los dibujos de las constelaciones. El cielo se tambaleaba, todo orden había desaparecido. Cuando cesó el movimiento, se vio enfrentado a un solo segmento de la esfera galáctica, ampliado hasta ocupar toda la bóveda. Exactamente encima de él estaba la imagen de un anillo llameante, oscuro en el centro, bordeado por un halo irregular de gas luminoso. Un punto de luz brillaba en el núcleo del anillo.
—Es la nebulosa planetaria NGC 7293, en Acuario —dijo Vargas.
—¿Y?
—De ahí vienen nuestras señales.
—¿Con qué seguridad?
—Absoluta —respondió el astrónomo—. Tenemos mediciones de paralaje, toda una serie de triangulaciones ópticas y espectrales, muchas ocultaciones de confirmación, y varias cosas más. Desde el principio sospechamos que NGC 7293 era la fuente, pero los datos definitivos no han sido procesados hasta esta mañana. Ahora, estamos seguros.
—¿A qué distancia se halla?—preguntó Krug con la garganta seca.
—A unos trescientos años luz.
—No está mal. No está mal. Más allá del alcance de nuestras sondas, más allá del alcance de un contacto eficaz por radio. Pero ningún problema para el rayo de taquiones. Mi torre está justificada.
—Y aún hay esperanza de comunicar con los que enviaron las señales —dijo Vargas—. Lo que todos temíamos, que las señales vinieran de algún lugar como Andrómeda, que el mensaje hubiera comenzado su viaje hacia nosotros hace un millón de años o más…
—Queda descartado.
—Por completo.
—Háblame de ese lugar —pidió Krug—. Una nebulosa planetaria…, ¿qué es eso? ¿Cómo puede una nebulosa ser un planeta?
—No es un planeta ni una nebulosa —respondió Vargas, reanudando su paseo—. Un cuerpo inusual. Un cuerpo extraordinario.
Palmeó la vitrina de proteoides centaurinos. Las criaturas semivivas, irritadas, empezaron a fluir y a retorcerse.
—Este anillo que ves es una concha —siguió Vargas—, una burbuja de gas que rodea una estrella tipo O. Las estrellas de esa clase espectral son gigantes azules, calientes, inestables, sólo permanecen en la secuencia principal unos pocos millones de años. En la última etapa de su ciclo vital, algunas sufren un solevantamiento catastrófico comparable a una nova; proyectan hacia afuera las capas exteriores de su estructura, formando una cáscara gaseosa de gran tamaño. El diámetro de la nébula planetaria que ves es más o menos de 1,3 años luz, y crece a una velocidad aproximada de quince kilómetros por segundo. El desacostumbrado brillo de la cáscara es el resultado de un efecto fluorescente: la estrella central produce gran cantidad de radiaciones ultravioleta en onda corta, que son absorbidas por la cáscara de hidrógeno, provocando…