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—Un momento —le interrumpió Krug—. ¿Me estás diciendo que el sol de este sistema estelar se convirtió en algo parecido a una nova, que esa explosión tuvo lugar tan recientemente que la cáscara mide sólo 1,3 años luz de diámetro, pese a que crece a razón de quince kilómetros por segundo, y que el sol central proyecta radiaciones tan fuertes que la cáscara exterior es fluorescente?

—Sí.

—¿Y pretendes que crea que hay una raza inteligente dentro de ese horno, enviándonos mensajes?

—No hay duda de que las señales provienen de NGC 7293 —respondió Vargas.

—¡Imposible!—rugió Krug—. ¡Imposible!—Se golpeó las caderas con los puños—. Para empezar, una gigante azul… de sólo un par de millones de años. ¿Cómo va a evolucionar vida ahí, por no hablar de una raza inteligente? Luego una especie de estallido solar…, ¿cómo va a sobrevivir nada a eso? ¿Y las radiaciones? Dímelo. Dímelo. ¡Si me pidieras que diseñase un sistema en el que no pudiera haber vida, me saldría esa maldita nebulosa planetaria! ¿Cómo demonios iban a enviar las señales?

—Hemos considerado esos factores —dijo suavemente Vargas.

Krug temblaba.

—Entonces, después de todo, ¿las señales son un fenómeno natural? —preguntó—. ¿Impulsos irradiados por los átomos de tu repugnante nebulosa?

—Seguimos pensando que las señales tienen un origen inteligente.

La paradoja desconcertaba a Krug. Se retiró, sudoroso y confuso. Sólo era un astrónomo aficionado. Había leído mucho, se había empapado con toda clase de grabaciones técnicas y drogas incrementadoras del conocimiento, sabía distinguir una gigante roja de una enana blanca, era capaz de dibujar el diagrama Hertzsprung-Russell, podía mirar al cielo y señalar Alfa Cruz y Espiga, pero todo eran datos externos que decoraban las paredes exteriores de su alma. Era el campo de Vargas, no el suyo. Le faltaba asimilar los hechos. Le resultaba difícil moverse más allá de los datos. De ahí su admiración hacia Vargas. De ahí su actual incomodidad.

—Sigue —murmuró Krug—. Dime cómo.

—Hay muchas posibilidades —dijo Vargas—. Todo especulaciones, todo suposiciones, ¿comprendes? La primera y más obvia, es que los que enviaron las señales desde NGC 7293 llegaron allí después de la explosión, cuando las cosas ya se habían calmado. Digamos en los últimos 10.000 años. Colonos de lo más profundo de la galaxia, exploradores, refugiados, exiliados…; en cualquier caso, exiliados recientes.

—¿Y las radiaciones duras?—quiso saber Krug—. Incluso después de que las cosas se calmaran, seguiría existiendo la radiación de ese sol azul asesino.

—Obviamente, podrían vivir de ellas. Nosotros necesitamos la luz del sol para nuestros procesos vitales. ¿Por qué no imaginar una raza que beba una energía situada un poco más arriba en el espectro?

Krug sacudió la cabeza.

—De acuerdo, tú inventas razas y yo hago de advocatis diaboli. Tú dices que comen radiación. ¿Y los efectos genéticos? ¿Qué clase de civilización pueden construir con una tasa de mutaciones tan alta?

—Una raza adaptada a unos niveles de radiación tan altos tendrá probablemente una estructura genética menos vulnerable que la nuestra a los bombardeos. Puede que absorban todo tipo de partículas duras sin mutar.

—Quizá. Aunque quizá no. —Krug meditó un instante—. Muy bien, así que vinieron de otro lugar y se asentaron en tu nébula planetaria cuando la consideraron segura. ¿Por qué no hemos recibido señales también de ese otro lugar? ¿Dónde está su sistema natal? Exiliados, colonos…, ¿de dónde?

—Quizá su sistema natal está tan lejos que las señales no nos llegarán hasta dentro de miles de años —sugirió Vargas—. O quizá el sistema natal no envía señales. O…

—Tienes demasiadas respuestas —murmuró Krug—. No me gusta la idea.

—Eso nos lleva a la otra posibilidad —apuntó Vargas—. Que la especie que envió la señal sea nativa de NGC 7293.

—¿Cómo? La explosión…

—Quizá la explosión no les molestó. Esa raza podría vivir de radiación dura. La mutación puede ser su forma de vida. Estamos hablando de alienígenas, amigo mío. Si en realidad son alienígenas, no podemos concebir ninguno de sus parámetros. Así que mira, especula conmigo. Tenemos un planeta con una estrella azul, un planeta suficientemente alejado de ese sol, pero que, aun así, recibe una radiación muy fuerte. El mar es un caldo de productos químicos que hierve constantemente. Un caldo de mutaciones. Un millón de años después de que se enfriara la superficie, brota la vida. En un mundo así, las cosas van de prisa. Otro millón de años, y hay vida multicelular compleja. Un millón más para el equivalente de los mamíferos. Otro millón para la civilización a nivel galáctico. Cambios. Cambios ardientes, interminables.

—Quiero creerte —replicó Krug, sombrío—. Me gustaría. Pero no puedo.

—Comedores de radiación —siguió Vargas—. Inteligentes, adaptables, aceptando la necesidad, incluso la deseabilidad, de un cambio genético constante y violento. Su estrella se expande; muy bien, se adaptan al incremento de radiación, encuentran una manera de protegerse. Ahora viven dentro de una nebulosa planetaria, con un cielo fluorescente a su alrededor. De alguna manera, detectan la existencia del resto de la galaxia. Nos envían mensajes. ¿De acuerdo?

Krug, angustiado, alzó las manos con las palmas hacia Vargas.

—¡Quiero creerlo!

—Pues créelo. Créelo.

—Sólo es teoría. Una teoría imposible.

—Los datos que tenemos encajan en ella —señaló Vargas—. ¿Conoces el proverbio italiano? Se non è vero, è ben trovato. “Aunque no sea cierto, está bien inventado.” La hipótesis nos servirá hasta que tengamos otra mejor. Es más adecuada a los hechos que la teoría de una causa natural para una señal compleja y reiterativa que nos ha llegado por muchos medios.

Krug se dio la vuelta y golpeó el activador, como si ya no pudiera soportar más tiempo la imagen en el domo, como si notara la furiosa radiación de aquel sol alienígena levantando ampollas mortíferas en su propia piel. En sus prolongados sueños, había visto algo completamente diferente. Había imaginado un planeta con un sol amarillo, a ochenta o noventa años luz, un suave sol amarillo muy parecido a aquél bajo el que había nacido. Había soñado con un mundo de lagos y ríos y campos de hierba, de aire dulce, quizá con un cierto olor a ozono, de árboles con hojas purpúreas y brillantes insectos verdes, de esbeltos seres cimbreantes con hombros inclinados y manos de múltiples dedos, que charlaban tranquilamente mientras paseaban entre las arboledas y valles de su paraíso, que investigaban los misterios del cosmos, especulando sobre la existencia de otras civilizaciones, y que enviaban por fin su mensaje al universo. Los había visto recibiendo con los brazos abiertos a los primeros visitantes de la Tierra, diciendo: “Bienvenidos, hermanos, bienvenidos, sabíamos que teníais que estar allí”. Ahora todo eso había sido destruido. Con la imaginación, Krug veía ahora un infernal sol azul lanzando fuegos demoníacos al vacío; vio un planeta ennegrecido y ardiente, en el que monstruosidades de escamas blindadas se deslizaban por pozos de mercurio bajo un cielo de llamas blancas; vio una horda de horrores reuniéndose en torno a una máquina de pesadilla para enviar un mensaje incomprensible a través de los golfos espaciales. ¿Y ésos son nuestros hermanos? “Todo se ha perdido”, pensó Krug amargamente.