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—… junto a nuestros hermanos de carne.

—. … junto a nuestros hermanos de carne.

—Krug, Hacedor nuestro, Krug, Preservador nuestro, Krug, Señor nuestro, recíbeme de vuelta a la Cuba.

—Krug, Hacedor nuestro, Krug, Preservador nuestro, Krug, Señor nuestro, recíbeme de vuelta a la Cuba.

—Y redime a los que vienen detrás de mi…

—Y redime a los que vienen detrás de mi…

—… en el día en que Vientre y Cuba, y Cuba y Vientre, sean uno.

—… en el día en que Vientre y Cuba, y Cuba y Vientre, sean uno.

—Alabado-sea-Krug.

—Alabado-sea-Krug.

—Gloria a Krug.

—Gloria a Krug.

—AAA AAG AAC AAU sea Krug.

—AAA AAG AAC AAU sea Krug.

—AGA AGG AGC AGU sea Krug.

—AGA AGG AGC…—Calibán Taladrador vacilo—. Tengo el frío en el pecho. No puedo…, no puedo…

—Termina la secuencia, Krug te aguarda.

—… AGU sea Krug.

—ACA ACG ACC ACU sea Krug.

Los dedos del beta se hundieron en la carne temblorosa del altar. El color de su piel se había oscurecido en los últimos minutos, pasando del escarlata a algo muy cercano al violeta. Tenia los ojos vueltos y los labios retorcidos.

—Krug te aguarda —repitió con ardor Vigilante—. ¡Haz la secuencia!

—No puedo… hablar…, no puedo… respirar…

—Entonces, escucha. Limítate a escuchar. Repite mentalmente la secuencia mientras yo la recito. “AUA AUG AUC AUU sea Krug. GAA GAG GAC GAU sea Krug. GGA GGG…”

Desesperadamente, Vigilante desgranó las letras del ritual genético, de rodillas junto al altar. Con cada grupo de letras, giraba el cuerpo para formar la doble hélice prescrita, el movimiento apropiado para los últimos ritos. La vida de Calibán Taladrador se consumía con rapidez. Hacia el final, Vigilante se sacó un cable de enlace de la túnica, conectó la clavija hembra de su antebrazo con la de Taladrador, y bombeó energía hacia el destrozado beta para mantenerlo vivo hasta nombrar todos los tercetos de ARN. Entonces, sólo entonces, cuando estuvo seguro de haber enviado el alma de Calibán Taladrador a Krug Vigilante se desconectó, se levantó, musitó una breve plegaria por si mismo y ordenó a un equipo de gammas que se llevaran el cadáver.

Tenso, agotado, pero alegre por la redención de Calibán Taladrador, salió de la capilla y se dirigió hacia el centro de control. Cuando estaba a medio camino, le cortó el paso una figura de su misma altura: otro alfa. Aquello parecía extraño. El turno de Vigilante no terminaría hasta algunas horas más tarde. Y cuando acabara, estaba previsto que llegase Euclides Proyectista para relevarle. Pero este alfa no era Proyectista. Vigilante no lo conocía de nada.

—¿Puedo hablar contigo, Vigilante?—dijo el desconocido—. Soy Sigfrido Archivista, del Partido para la Igualdad de los Androides. Por supuesto, ya conoces la enmienda constitucional que proponemos y que nuestros amigos presentarán en el próximo Congreso. Se ha sugerido que, vista tu relación con Simeon Krug, podrías ayudarnos a conseguir acceso a él con el objetivo de conseguir su apoyo para este…

Vigilante le interrumpió.

—Debes de estar al corriente de mi postura con respecto a la implicación en asuntos políticos.

—Si, pero, en estos momentos, la causa de la igualdad androide…

—Puede ser apoyada de muchas maneras. No me interesa explotar mi conexión con Krug para objetivos políticos.

—La enmienda constitucional…

—Es inútil. Inútil. ¿Ves aquel edificio de allí, amigo Archivista? Es nuestra capilla. Te recomiendo que la visites para limpiar tu alma de valores falsos.

—No creo en vuestra iglesia —respondió Sigfrido Archivista.

—Y yo no soy miembro de vuestro partido político —replicó Thor Vigilante—. Discúlpame. Tengo responsabilidades en el centro de control.

—Quizá podría hablar contigo cuando termine tu tumo.

—Entonces estarias interfiriendo con mi tiempo de descanso —dijo Vigilante.

Se alejó con paso vivo. Necesitaba uno de sus rituales neurales de tranquilidad para librarse de la ira y la irritación que hervian en su interior.

“Partido para la Igualdad de los Androides —pensó desdeñoso—. ¡Estúpidos! ¡Chapuceros! ¡Idiotas!”

7

Manuel Krug había tenido un día muy ajetreado. 08.00, California. Despertar en su casa de la costa Mendocino. El turbulento Pacifico casi en su puerta delantera. Un bosque de secoyas de mil hectáreas como jardín. Clissa junto a él, en la cama, suave y tímida como una gata. Tenia la mente empañada por la fiesta del Grupo Espectro, la noche anterior, en Taiwan, donde se había permitido a si mismo beber demasiado licor de jengibre y mijo de Nick Ssu-ma. La imagen de su criado beta en la pantalla flotante, que susurraba apremiante: “Señor, señor, por favor, levántese. Su padre le espera en la torre”. Clissa acurrucándose más junto a él. Manuel parpadeando, luchando por atravesar la niebla que envolvía su cerebro. “¿Señor? ¡Disculpe, pero dejó instrucciones irrevocables para que le despertara!” Una nota de cuarenta ciclos subiendo del suelo. Un cono de sonido de quince megaciclos bajando del techo. Él, empalado entre ambos, incapaz de escapar para volver al sueño. Crescendo. Despierto, reluctante, refunfuñando. Entonces, una sorpresa: Clissa se estremece, tiembla, toma su mano y la guía hacia uno de sus pequeños pechos fríos. Los dedos de él cerrándose sobre el pezón, descubriéndolo todavía suave. Como era de esperar. Una osadía por parte de la niña-mujer, pero de carne aún débil, aunque el espíritu fuera voluntarioso. Llevaban dos años casados, y pese a todos sus intentos y su habilidad, aún no había conseguido despertar plenamente los sentidos de su esposa.

—Manuel…—susurró ella—. Manuel…, ¡tócame!

Se sintió muy cruel al rechazarla.

—Luego —dijo, mientras las terribles púas de sonido se le clavaban en el cerebro—. Ahora tenemos que levantarnos; el patriarca nos espera. Hoy vamos a la torre.

Clissa hizo un puchero. Se tambalearon fuera de la cama y, al momento, el condenado ruido cesó. Se ducharon, desayunaron y se vistieron.

—¿Estás seguro de que quieres que vaya?—preguntó ella. Y añadió—: ¿De verdad?

—Mi padre insistió mucho. Cree que ya va siendo hora de que veas la torre. ¿No quieres ir?

—Tengo miedo de hacer alguna tontería, de decir algo ingenuo. Cuando estoy cerca de él, me siento horriblemente joven.

—Eres horriblemente joven. De todos modos, te quiere mucho. Sólo tienes que fingir que su torre te fascina hasta lo indecible, y te perdonará cualquier tontería que puedas decir.

—Y los demás…, el senador Fearon, y el cientifico, y no sé quién más…, ¡ya estoy avergonzada, Manuel!

—Clissa…

—Vale, vale.

—Y recuerda: la torre te va a parecer la empresa más maravillosa que haya intentado la humanidad desde el Taj Mahal. Cuando la veas, díselo. No con tantas palabras, sino a tu manera.

—Se toma muy en serio lo de la torre, ¿no?—preguntó—. Pretende de verdad hablar con la gente de las estrellas.

—¿Cuánto costará?

—Miles de millones —respondió Manuel.

—Está despilfarrando nuestra herencia en construir esa cosa. Lo está gastando todo.

—No todo. Nunca nos moriremos de hambre. Además, él ganó el dinero. Déjale que se lo gaste.

—Pero es una obsesión…, es una fantasía.

—Ya basta, Clissa. No es asunto nuestro.

—Al menos, dime una cosa. Supón que tu padre muriera mañana, y tú te hicieses cargo de todo. ¿Qué sucedería con la torre?

Manuel fijó las coordenadas para el salto en transmat hasta Nueva York.

—Al día siguiente, detendría los trabajos —concluyó—. Pero si se lo dices a él, te mato. Venga, sube. Nos vamos.