– ¡Se cantarán canciones sobre nosotros por las tabernas! -dijo petulante Kayleigh-. ¿Qué digo? ¡Y hasta por los castillos!
– Vamos. -Asse dio un palmetazo en la mesa con la mano-. Vayamos y matemos al canalla.
– Y luego -Giselher se mostró pensativo- recapacitaremos sobre la tal amnistía… Sobre el gremio… ¿Por qué tuerces los morros, Kayleigh, como si te anduviera picando una chinche? Nos pisan los talones y el invierno se acerca. Pienso así, Ratillas míos: invernaremos, nos calentaremos el culo en la chimenea, la amnistía nos protegerá del frío, beberemos cerveza caliente amnistiada. Aguantaremos en la amnistía corteses y obedientes… así como hasta la primavera. Y en la primavera… cuando la yerba salga de por bajo la nieve…
Los Ratas se rieron a coro, bajito, con malignidad. Los ojos les ardían como a las ratas de verdad cuando por las noches, en algún oscuro callejón, se acercan a un hombre herido e incapaz de defenderse.
– Bebamos -dijo Giselher-. ¡Por que le den por saco a Bonhart! Comamos la sopa y luego a dormir. Descansad porque al alba nos iremos.
– Cierto -bufó Chispas-. Tomad ejemplo de Mistle y Falka, que ya llevan una hora en la cama.
Ciri alzó la cabeza, durante un largo rato guardó silencio, contemplando la llamita apenas existente del candil en el que se estaban quemando ya los restos del aceite de ballena.
– Me deslicé entonces de la estación como una ladrona -siguió con la narración-. De madrugada, en completa oscuridad… Pero no conseguí huir sin ser advertida. Mistle debía de haberse despertado cuando salí de la cama. Me alcanzó en el establo cuando me estaba subiendo al caballo. Pero no se mostró sorprendida. Y no intentó detenerme… Ya comenzaba a amanecer…
– Ahora también falta poco para el alba. -Vysogota bostezó-. Es hora de ir a dormir, Ciri. Mañana seguirás con el relato.
– Puede que tengas razón. -Bostezó también, se levantó, respiró con fuerza-. Porque también a mí se me cierran los ojos. Pero a este paso, ermitaño, no voy a terminar nunca. ¿Cuántas noches llevamos ya? Por lo menos diez. Me temo que toda la historia nos puede llevar mil y una noches.
– Tenemos tiempo, Ciri. Tenemos tiempo.
– ¿De quién huyes, Halconcillo? ¿De mí? ¿O de ti misma?
– Ya he terminado de huir. Ahora quiero perseguir algo. Por eso tengo que volver… allá, donde todo comenzó. Tengo que hacerlo. Compréndelo, Mistle.
– Por eso… por eso has sido tan tierna conmigo hoy. Por vez primera en tantos días… ¿La última vez, la despedida? ¿Y luego el olvido?
– Yo no te olvidaré nunca, Mistle.
– Me olvidarás.
– Nunca. Te lo prometo. Y no fue la última vez. Te encontraré. Vendré a por ti… Vendré en una carroza de oro. Con un cortejo palaciego. Ya lo verás. Dentro de poco voy a tener… posibilidades. Muchas posibilidades. Haré que cambie tu suerte… Ya lo verás. Te convencerás de todo lo que voy a poder hacer. De todo lo que voy a poder cambiar.
– Mucho poder hará falta para ello -suspiró Mistle-.Y magia poderosa…
– Y también esto será posible. -Ciri se pasó la lengua por los labios-. Y la magia también… la puedo recuperar… Todo lo que perdí puede volver… y de nuevo ser mío. Te lo prometo, te asombrarás cuando nos volvamos a ver.
Mistle volvió su cabeza rapada, se quedó contemplando las estelas de color azul y rosa que el alba había pintado ya sobre el confín oriental del mundo.
– Cierto -dijo en voz baja-. Me asombraré mucho si alguna vez nos volvemos a encontrar. Si alguna vez te vuelvo a ver, pequeña. Vete ya. No alarguemos esto.
– Espérame. -Ciri aspiró con fuerza por la nariz-. Y no te dejes matar. Piensa en la amnistía de la que habló Hotsporn. Incluso si Giselher y los otros no quisieran… piensa tú en ella, Mistle. Puede ser una forma de sobrevivir… Porque yo volveré a por ti. Te lo juro.
– Bésame.
Amanecía. Crecía la claridad, hacía más frío.
– Te quiero, Azor mío.
– Te quiero, Halconcillo. Vete ya.
– Por supuesto que no me creía. Estaba convencida de que me había entrado miedo, de que corría detrás de Hotsporn para buscar salvación, suplicar la amnistía que tanto nos había tentado. Cómo iba a saber los sentimientos que se habían apoderado de mí al escuchar lo que Hotsporn había dicho de Cintra, de mi abuela Calanthe… Y de que la tal «Cirilla» se iba a convertir en la mujer del emperador de Nilfgaard. El mismo emperador que había asesinado a mi abuela Calanthe. Y que había mandado tras de mí al caballero negro de la pluma en el yelmo. Te hablé de ello, ¿recuerdas? ¡En la isla de Thanedd, cuando alargó la mano hacia mí, lo ahogué en sangre! Debiera haberlo matado entonces… Pero no pude… ¡Seré tonta! Qué más da, puede que al final se desangrara allí en Thanedd y se muriera… ¿Por qué me miras así?
– Cuéntame. Cuenta cómo te fuiste detrás de Hotsporn para recuperar tu herencia. Para recuperar lo que te pertenecía.
– No es necesario que hables con retintín, no es necesario que te burles. Sí, ya sé que fue una tontería, ahora lo sé, entonces también… Yo era más lista cuando estaba en Kaer Morhen y en el santuario de Melitele, allí sabía que lo que había pasado no podía volver más, que no soy ya la princesa de Cintra, sino alguien completamente distinta, que no tengo ya ninguna herencia, que todo esto se ha perdido y que tengo que conformarme. Se me explicó eso de forma serena e inteligente y yo lo acepté. También con serenidad. Y de pronto comenzó a volver. Primero cuando intentaron cegarme los ojos con los títulos de la baronesa Casadei… Nunca me afectaron tales asuntos y entonces, de pronto, me enfurecí, alcé las narices y le grité que estoy todavía más titulada y soy mejor nacida que ella. Y desde entonces comencé a pensar en ello. Sentía cómo crecía la rabia dentro de mí. ¿Lo entiendes, Vysogota?
– Lo entiendo.
– Y el relato de Hotsporn fue la gota que colmó el vaso. Por poco no estallo de rabia… Tanto me habían hablado antes de la predestinación… Y resulta que de ese destino se va a aprovechar otra, gracias a un simple engaño. Alguien se ha hecho pasar por mí, por Ciri de Cintra y va a tener todo, va a nadar en lujo… No, no podía pensar en ninguna otra cosa… De pronto fui consciente de que no comía hasta saciarme, de que pasaba frío y dormía a cielo descubierto, que tenía que lavar mis partes íntimas en corrientes heladas… ¡Yo! ¡Yo, que tendría que tener una bañera de chapas de oro! ¡Agua que oliera a nardos y a rosas! ¡Toallas calientes! ¡Ropa de cama limpia! ¿Lo entiendes, Vysogota?
– Lo entiendo.
– De pronto estaba dispuesta a ir a la prefectura más cercana, al fuerte más próximo, a esos nilfgaardianos negros de los que tanto miedo tenía y a los que odiaba tanto… Estaba dispuesta a decir: «Yo soy Ciri, necio nilfgaardiano, a mí es a quien me tiene que tomar como esposa vuestro tonto emperador, le han montado a vuestro emperador una gran estafa y ese idiota no se ha dado cuenta de nada». Estaba tan rabiosa que lo hubiera hecho de haber tenido ocasión. Sin pensarlo. ¿Entiendes, Vysogota?
– Lo entiendo.
– Por suerte, me enfrié.
– Para tu gran suerte. -El ermitaño asintió con la cabeza en un gesto muy serio-. El asunto de ese casorio imperial tiene toda la pinta de un asunto de estado, de una lucha de partidos o facciones. Si te hubieras revelado, haciéndole perder el juego a alguna fuerza influyente, no hubieras escapado del estilete o el veneno.
– También me di cuenta. Y me acordé. Me acordé bien. Desvelar quién soy significa la muerte. Tuve ocasión de asegurarme de ello. Pero no adelantemos hechos.
Guardaron silencio durante un rato, mientras trabajaban con las pieles. Durante unos cuantos días la caza se había dado inesperadamente bien, en las trampas y lazos habían caído muchos visones y nutrias, dos ratas almizcleras y un castor. Así que tenían mucho trabajo.