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– Me imagino que no tuviste éxito -murmuró Vysogota.

– Entonces -dijo Ciri con voz sorda- pensaba que en Los Celos les esperaba un destacamento numeroso y armado hasta los dientes. Ni siquiera en el más loco de mis pensamientos hubiera podido imaginar que la trampa era un solo hombre…

Guardó silencio, contemplando la oscuridad.

– No tenía tampoco ni idea de qué tipo de hombre se trataba.

Birka era una aldea rica, bonita y situada en un lugar extraordinariamente pintoresco. El amarillo de sus tejados de paja y el rojo de las tejas se extendían por una hondonada de pendientes abruptas y boscosas, que cambiaban de color con las estaciones del año. Sobre todo en otoño, la vista de Birka alegraba el ojo del esteta y el corazón del sensible.

Así había sido hasta el momento en que la aldea había cambiado de nombre. Y esto había sucedido así:

Un joven labrador, elfo de la cercana colonia élfica, se enamoró como un loco de una molinera de Birka. La molinera coqueta se burló de las virtudes del elfo y siguió echándose en los brazos de vecinos, conocidos y hasta parientes. Éstos comenzaron a burlarse del elfo y de su amor ciego como un topo. El elfo, de forma poco típica para un elfo, tuvo una explosión de rabia y de venganza, una explosión terrible. Una noche, con ayuda de un fuerte viento, pegó fuego a la aldea y convirtió en humo toda Birka.

Las gentes arruinadas por el incendio se hundieron moralmente. Unos se lanzaron al camino, otros cayeron en la vagancia y la embriaguez. Los dineros recogidos para la reconstrucción eran defraudados regularmente y gastados en vino, y el pueblo presentaba ahora una imagen de pobreza y desesperación: era una reunión de chamizos repugnantes y mal colocados, situados bajo las laderas renegridas y desnudas de la hondonada. Antes del incendio Birka había tenido una forma oval alrededor de una plaza central, ahora las escasas casas bien reconstruidas, los graneros y las aguardenterías conformaban algo así como una larga calleja que estaba cerrada por la fachada de la posada La Cabeza de la Quimera, la cual había sido construida con el esfuerzo común y estaba dirigida por la viuda Goulue.

Y desde hacía siete años nadie usaba ya el nombre de Birka. Se decía El Fuego de los Celos, para acortar, simplemente Los Celos.

Por la calleja de Los Celos avanzaban los Ratas. Era una madrugada fría, nublada, siniestra.

Las gentes se apresuraban a las casas, se escondían en sus barracas y tabucos. El que disponía de postigos, los cerraba con un estampido, el que tenía puerta, la trababa con la tranca. Quien todavía tenía vodka, la bebía para darse coraje. Los Ratas iban al paso, con una lentitud arrogante, pegados estribo contra estribo. En sus rostros se dibujaba un desprecio indiferente, pero sus ojos fruncidos observaban con atención las ventanas, soportales y los rincones de los muros.

– ¡Una flecha en la ballesta! -advirtió Giselher, en voz muy alta por si acaso-. ¡Un chasquido de una cuerda y habrá una matanza!

– ¡Y otra vez se dejará suelto aquí al toro de fuego!-añadió Chispas con alta y sonora voz de soprano-. ¡No quedará más que tierra y agua!

Con toda seguridad, algunos de los habitantes tenían ballestas, pero no hubo nadie que quisiera comprobar si los Ratas no hablaban por hablar.

Los Ratas se bajaron de los caballos. El cuarto de legua que les separaba de la posada lo hicieron andando, costado a costado, con el rítmico tintineo y repique de sus espuelas, adornos y bisutería.

En las escaleras de la posada tres celositanos que se estaban curando la resaca del día anterior a base de cerveza desfallecieron al verlos.

– Ojalá esté aquí -murmuró Kayleigh-. Hemos perdido el tiempo. No teníamos que habernos detenido, deberíamos haber entrado aunque fuera de noche…

– ¡Gelipolleces! -Chispas le mostró los dientes-. Si queremos que los bardos cuadren romances de esto, no podemos hacerlo de noche y a la chita callando. ¡Ha de verlo la gente! El alba es lo mejor, porque todavía están todos sobrios, ¿no es verdad, Giselher?

Giselher no respondió. Levantó una piedra, tomó impulso y golpeó con ella la puerta de la taberna.

– ¡Sal, Bonhart!

– ¡Sal, Bonhart! -repitieron a coro los Ratas-. ¡Sal, Bonhart!

Desde el interior les llegó el sonido de unos pasos. Lentos y pesados. Mistle sintió un escalofrío que le recorría el cuello y los brazos.

Bonhart apareció en la puerta.

Los Ratas retrocedieron un paso en un movimiento reflejo, los tacones de sus altas botas se clavaron en la tierra, las manos se apoyaron en las empuñaduras de las espadas. El cazador de recompensas llevaba la suya bajo la axila. Así mantenía libres las manos. En una llevaba un huevo duro pelado, en la otra un mendrugo de pan.

Se acercó con lentitud a la baranda, los miró desde lo alto, desde muy alto. Estaba encima del porche y además era muy alto. Un gigante, aunque delgado como un gul.

Los miró, paseó sus ojos acuosos por cada uno de ellos, uno tras otro. Luego mordió primero un poco de huevo, luego un pedacito de pan.

– ¿Y dónde está Falka? -preguntó casi ininteligible. Unos pedazos de yema del huevo le cayeron de los bigotes y los labios.

– ¡Corre, Kelpa! ¡Corre, bonita! ¡Corre todo lo que puedas!

La yegua mora relinchó con fuerza, estirando el cuello en un galope desaforado. La grava salpicaba desde bajo los cascos aunque parecía que los cascos apenas tocaban la tierra.

Bonhart se estiró con pereza, haciendo crujir su jubón de cuero, tiró de sus guantes de ante con lentitud y se los colocó solícitamente.

– ¿Y cómo es eso? -Frunció el ceño-. ¿Queréis matarme? ¿Y puede saberse por qué?

– Pues por el Oronjas.

– Y para divertirnos -añadió Chispas.

– Y para estar tranquilos -completó Reef.

– Aaah -dijo Bonhart lentamente-. ¡Así que en ésas estamos! Y si prometo que os dejo tranquilos, ¿me dejaréis vivir?

– No, no te dejaremos, perro sarnoso. -Mistle adoptó una encantadora sonrisa-. Te conocemos. Sabemos que no nos perdonarás, que correrás tras nuestras huellas y esperarás a la ocasión para apuñalarnos por la espalda. ¡Sal!

– Poquito a poco, poquito a poco. -Bonhart sonrió, abrió la boca con expresión maligna por debajo de sus bigotes grises-. Para reñir siempre hay tiempo, no hay por qué excitarse. Primero os haré una propuesta, Ratas. Os voy a permitir escoger, luego vosotros haréis lo que queráis.

– ¿Qué es lo que mascullas, viejo zampón? -gritó Kayleigh, enderezándose-. ¡Habla más claro!

Bonhart meneó la cabeza y se rascó el muslo.

– Dinero se da por vosotros, Ratas. Y no poco. Y hay que ganarse la vida.

Chispas bufó como un gato montes y como gato montes abrió los ojos. Bonhart cruzó los brazos sobre el pecho, pasando la espada por la parte interior del codo.

– No poco dinero -repitió-, por llevaros muertos, mientras que por vivos poco más hay. Así que, hablando francamente, a mí me da igual. Nada personal tengo contra vosotros. Todavía ayer pensaba que me os iba a cargar por así decirlo como entretenimiento y placer, pero habéis venido solos, ahorrándome trabajos y fatigas, por lo cual me habéis llegado al corazón. De modo que os permitiré elegir. ¿Cómo queréis que os lleve, por las buenas o por las malas?

Los músculos en las mandíbulas de Kayleigh temblaron. Mistle se inclinó, lista para saltar. Giselher la agarró por el brazo.

– Quiere ponernos rabiosos -susurró-. Deja que hable el canalla.

Bonhart bufó.

– ¿Qué? -repitió-. ¿Por las buenas o por las malas? Yo os aconsejo lo primero. Sabed que por las buenas duele menos, pero que mucho menos.

Los Ratas tomaron las armas como a una orden. Giselher hizo una cruz con la hoja y se quedó quieto en una postura de esgrima. Mistle lanzó un grueso escupitajo al suelo.

– Ven aquí, engendro huesudo -dijo Mistle, aparentemente tranquila-. Ven, despojo. Te mataremos como a un viejo perro gris.