Bonhart le dio una patada en la barriga. Con otra patada, asestada con dolorosa precisión en el codo, le hizo soltar la espada. Ciri se agarró la cabeza, sentía un dolor sordo, pero bajo los dedos no halló heridas ni sangre. Me ha dado un puñetazo, pensó con horror. Simplemente me ha dado un puñetazo. O un golpe con el pomo de la espada. No me ha matado. Me ha dado un golpe, como a una mocosa.
Abrió los ojos.
El cazador estaba de pie ante ella, horrible, delgado como un esqueleto, dominando sobre ella como un árbol enfermo y desprovisto de hojas. Apestaba a sudor y sangre.
La agarró por los cabellos de la nuca, la alzó con violencia, la obligó a ponerse en pie, pero al momento la arrastró con brusquedad, levantando la tierra por debajo de sus pies y se acercó, gritando como un condenado, a Mistle, que yacía junto a la pared.
– No tienes miedo a la muerte, ¿eh? -aulló, al tiempo que la obligaba a bajar la cabeza-. Pues entonces mira, Ratilla. Esto es la muerte. Así se muere. Mira, esto son tripas. Esto sangre. Y esto mierda. Esto es lo que el ser humano tiene en su interior.
Ciri se tensó, se retorció, aferrada por la mano de él, explotó en vómitos secos. Mistle todavía estaba viva, pero tenía los ojos nublados, descoloridos, como de pez. Su mano, como las garras de un halcón, se abría y se cerraba, envuelta en barro y boñigas. Ciri percibió un fuerte y penetrante hedor a orina. Bonhart estalló en carcajadas.
– Así se muere, Ratilla. En los propios meados.
Soltó los cabellos de Ciri. Ella se incorporó a cuatro patas, sacudiéndose en sollozos secos y entrecortados. Mistle estaba allí, a su lado. La mano de Mistle, la delgada, delicada, suave, sabia mano de Mistle.
Ya no se movía.
– No me mató. Me prendió las dos manos al atadero de caballos.
Vysogota estaba sentado, inmóvil. Llevaba mucho tiempo así. Retuvo el aliento. Ciri continuó la historia y su voz se hizo cada vez más sorda, cada vez más innatural, cada vez más desagradable.
– Les ordenó a los que se acercaban que le trajeran un saco de sal y un tonelete de vinagre. Y un hacha. No sabía… no podía comprender lo que quería hacer… Todavía entonces no sabía de lo que era capaz. Yo estaba atada… al atadero de caballos… Llamó a unos sirvientes, les ordenó que me sujetaran por los cabellos… y los párpados. Les enseñó cómo… de tal modo que no pudiera volver la cabeza ni cerrar los ojos… para que tuviera que mirar a lo que hacía. Hay que cuidar de que la mercancía no se estropee, dijo. De que no se pudra…
La voz de Ciri se quebró, la garganta se le quedó seca. Vysogota, sabiendo de pronto lo que estaba a punto de escuchar, sintió cómo se le arremolinaba la saliva en la boca como si fuera la ola de una inundación.
– Les arrancó la cabeza-dijo Ciri sordamente-. Con el hacha. Giselher, Kayleigh, Asse, Reef, Chispas… y Mistle. Les cortó la cabeza… Uno tras otro. Delante de mis ojos.
Si aquella noche alguien hubiera conseguido deslizarse hasta aquella choza perdida entre los pantanos, con su tejado de bálago cubierto de musgo, si hubiera mirado entre las rendijas de los postigos, habría visto en el escasamente iluminado interior a un viejecillo de barba gris vestido con una zamarra y a una muchacha de cabellos cenicientos con el rostro deformado por una cicatriz en la mejilla. Habría visto cómo la muchacha temblaba a causa del llanto, cómo ahogaba el llanto entre los brazos del viejecillo y cómo aquél intentaba tranquilizarla, acariciándola maquinalmente y sin gracia y palmoteando los hombros que se sacudían espasmódicamente.
Pero aquello no era posible. Nadie pudo ver aquello. La choza estaba bien escondida entre los cañaverales del pantano. En un despoblado eternamente cubierto por la niebla, en el que nadie se atrevía a aventurarse.
Capítulo tercero
A menudo me preguntan por qué me decidí a escribir mis reminiscencias. Mucha gente parece interesarse por el momento en que mis memorias comenzaran a surgir, cuál fuera el acaecimiento que acompañara al principio de la escritura o diera pábulo a ello. Anteriormente solía dar diversas explicaciones y no pocas veces mentí, mas ahora hago honor a la verdad puesto que hoy, cuando los cabellos se me han encanecido y se han hecho más ralos, sé que la verdad es un grano precioso, la mentira, en cambio, no es más que salvado huero. Y la verdad es ésta: el acaecimiento que a todo oliera pábulo, al que le debo las primeras anotaciones, con las que se empezó a conformar la obra de mi vida, fue el hallar casualmente papel y pluma entre las cosas que yo y mis compañeros robamos en los acantonamientos militares lyrios. Esto sucedió…
Jaskier, Medio siglo de poesía
… sucedió el quinto día después de la luna nueva de septiembre, precisamente el trigésimo día de nuestros lances, contando desde que salimos de Brokilón, y seis días después de la Batalla del Puente.
Ahora, querido futuro lector, retrocederé algo en el tiempo y describiré los acontecimientos que tuvieron lugar inmediatamente después de la batalla famosa y preñada de consecuencias llamada del Puente. Empero iluminaré primero a la extensa suma de lectores que nada saben de la Batalla del Puente, bien sea a causa de otros intereses, bien a causa de general ignorancia. Me explico: la tal batalla se lidió el último día del mes de agosto el año de la Gran Guerra en Angren, en el puente que unía las dos orillas del Yaruga en las cercanías de una estanitza llamada el Embarcadero Rojo. Partes en este conflicto armado fueron: el ejército de Nilfgaard, el corpus lyrio dirigido por la reina Meve, así como nosotros, nuestra maravillosa pandilla, yo, o sea, el abajo firmante, y también el brujo Geralt, el vampiro Emiel Regis Rohellec Terzieff-Godefroy, la arquera María Barring llamada Milva y Cahir Mawr Dyffryn aep Ceaílach, el nilfgaardiano al que le gustaba demostrar con obstinación digna de mejor causa que no era nilfgaardiano.
Pudiera ser que tampoco estuviera muy claro para ti, lector, cómo había ido a parar a Angren la reina Meve, de la que a la sazón se pensaba que había muerto junto con su ejército durante la incursión nilfgaardiana de julio contra Lyria, Rivia y Aedirn, finalizada con la completa conquista de aquellos países y su ocupación por los ejércitos imperiales. Mas Meve no había muerto en la lid, como se juzgaba, ni había caído en cautiverio nilfgaardiano. Agrupando bajo su estandarte a la noble mesnada salvada del ejército de Lyria y enrolando a quien se podía, incluyendo a mercenarios y bandidos comunes, la esforzada Meve acometió una guerra de guerrillas contra Nilfgaard. Y para tales estratagemas el fragoso Angren era ideal, ya fuera para atacar en emboscadas, ya fuera para esconderse en alguna espesura, porque en Angren hay espesuras de sobra; la verdad sea dicha, aparte de espesuras no hay más en aquel país que sea digno de ser mencionado.
El destacamento de Meve -a quien su ejército llamaba ya la Reina Blanca- creció vertiginoso en fuerza y cobró tanta entereza que era capaz de cruzar sin miedo a la orilla siniestra del Yaruga para allá, en la profunda retaguardia del enemigo, llevar a cabo zalagardas y escaramuzas a placer.
Y volvamos en este punto a nuestro grano, esto es, a la Batalla del Puente. La situación táctica era como sigue: los partisanos de la reina Meve, que habían andado algareando por la orilla izquierda del Yaruga, quisieron escapar a la orilla derecha del Yaruga, pero se toparon con los nilfgaardianos, que andaban algareando por la orilla derecha del Yaruga y precisamente querían escapar a la orilla izquierda del Yaruga. Con los arriba mencionados nos topamos nosotros, en una posición céntrica, es decir, en el medio del río Yaruga, rodeados por gentes armadas a cada lado, ya fuera diestro o siniestro. No teniendo entonces adonde huir, nos convertimos en héroes y nos cubrimos de gloria eterna. La lucha, dicho sea de paso, la ganaron los lyrios, dado que consiguieron lo que se proponían, es decir, huir a la orilla derecha. Los nilfgaardianos huyeron en dirección ignota y por ello mismo perdieron la lucha. Me hago cargo de que todo esto presenta un aspecto ciertamente confuso y, antes de publicarlo, no dejaré de dar a corregir mi texto a algún teórico de la guerra. De momento me apoyo en la autoridad de Cahir aep Ceallach, el único soldado de nuestra compaña, y Cahir confirmó que ganar una liza por el método de huir a toda velocidad del campo de batalla es permitido por la mayoría de las doctrinas militares.