Pocos hubo, sin embargo, que fueran capaces de relacionar estos fenómenos con un hecho concreto y real. Y con una persona real. El azar hizo que tres de aquellas personas pasaran la noche del equinoccio de otoño bajo el mismo techo. En el santuario de la diosa Melitele en Ellander.
– Chotacabras… -gimió el escribanillo Jarre, al tiempo que contemplaba las tinieblas que anegaban el parque del santuario-. Creo que hay miles de ellos, toda una bandada… Gritan por la muerte de alguien… Por la muerte de ella… Está mulléndose…
– ¡No digas tonterías! -Triss Merigold se volvió con brusquedad, alzó el puño apretado, durante un instante pareció que iba a empujar o a golpear al muchacho en el pecho-. ¿Es que crees en supersticiones estúpidas? Se acaba septiembre, los pájaros se agrupan para emigrar. ¡Es algo totalmente natural!
– Ella está muñéndose…
– ¡Nadie se muere! -gritó la hechicera, palideciendo de rabia-. Nadie, ¿lo entiendes? ¡Deja de desbarrar!
En el pasillo de la biblioteca aparecieron algunas adeptas a las que les había despertado la alarma nocturna. Sus rostros estaban serios y pálidos.
– Jarre. -Triss se tranquilizó, le puso la mano al muchacho en el hombro, apretó con fuerza-. Eres el único hombre en el santuario. Todos te estamos mirando, buscamos en ti apoyo y ayuda. No te está permitido tener miedo, no te está permitido dejarte llevar por el pánico. No nos defraudes.
Jarre aspiró profundamente, intentó controlar los temblores de sus manos y labios.
– No es el miedo… -susurró, evitando la mirada de la hechicera-. ¡Yo no tengo miedo, solamente me preocupo! Por ella. La vi en mi sueño…
– Yo también la vi. -Triss apretó los labios-. Hemos tenido el mismo sueño, tú, yo y Nenneke. Pero ni una palabra acerca de ello.
– La sangre en su rostro… Tanta sangre…
– Te he pedido que te callaras. Viene Nenneke.
La suma sacerdotisa se acercó a ellos. Tenía el rostro cansado. A la muda pregunta de Triss contestó negando con la cabeza. Al advertir que Jarre abría la boca, se apresuró a hablar:
– Por desgracia, nada. La Persecución Salvaje revoloteó sobre el santuario, despertó a casi todas, pero ninguna ha tenido visiones. Ni siquiera tan nebulosa como la nuestra. Ve a dormir, muchacho, nada hay aquí para ti. ¡Chicas, volved al dormitorio!
Se restregó el rostro y los ojos con las dos manos.
– Eh… ¡Equinoccio! Maldita noche… Acuéstate, Triss. No podemos hacer nada.
– Esta impotencia me vuelve loca. -La hechicera apretó los puños-. Sólo de pensar que ella está sufriendo, que sangra, que la amenaza un… ¡Maldita sea, si supiera qué hacer!
Nenneke, la suma sacerdotisa del santuario de Melitele, se dio la vuelta.
– ¿Y no has probado a rezar?
Al sur, allá al otro lado de los Montes de Amell, en Ebbing, en el país llamado Pereplut, en los extensos cenagales formados por la intersección de los ríos Velda, Lete y Arete, en un lugar a unas ochocientas millas a vuelo de cuervo de la ciudad de Ellander y del santuario de Melitele, al alba, una pesadilla despertó con brusquedad al anciano eremita llamado Vysogota. Una vez despierto, Vysogota no pudo recordar de ninguna manera el contenido de lo soñado, pero una extraña desazón le impidió conciliar de nuevo el sueño.
– Frío, frío, brrr -dijo para sí Vysogota, mientras caminaba por un sendero entre los arbustos-. Frío, frío, brrr.
La trampa siguiente estaba vacía. Ni una sola rata almizclera. Un día de caza sin suerte. Vysogota limpió el barro y las escamas de helechos que cubrían la trampa, mientras mascullaba una maldición y sorbía los mocos por su helada nariz.
– Frío, brrr, ay, ay -dijo, andando en dirección al pantano-. ¡Y todavía no es más que septiembre! ¡Si no han pasado más que cuatro días después del equinoccio! Ja, no recuerdo unos fríos así en todo el tiempo de mi vida. ¡Y llevo vivo mucho tiempo!
La siguiente trampa, la penúltima, también estaba vacía. Vysogota ya no tenía ganas ni de blasfemar.
– Es a todas luces cierto -chocheaba mientras iba caminando- que el clima se enfría de año en año. Y ahora parece que el efecto del enfriamiento comienza a acelerarse como una avalancha. Ja, los elfos lo habían previsto hace ya mucho, pero, ¿quién creía en las predicciones de los elfos?
Unas alitas se agitaron de nuevo por encima de la cabeza del anciano, cruzaron unas siluetas grises e increíblemente rápidas. La niebla sobre los cenagales resonó de nuevo con el chillido repentino y salvaje de los chotacabras, con el rápido palmoteo de las alas. Vysogota no prestó atención a los pájaros. No era supersticioso y siempre había muchos chotacabras en el pantano, sobre todo al amanecer, cuando volaban en grupos tan cerrados que daba hasta miedo de que se chocaran con la cabeza de uno. Bueno, puede que no siempre hubiera tantos como aquel día, puede que no siempre gritaran de forma tan tétrica… Pero en fin, en los últimos tiempos la naturaleza hacía extravagantes travesuras y los fenómenos extraños se sucedían unos a otros, cada uno aún más extraño que el anterior.
Estaba sacando del agua la última trampa, también vacía, cuando escuchó el relincho de un caballo. Los chotacabras quebraron su canto de inmediato, como a una orden.
En los cenagales de Pereplut había sotos secos, situados en lugares más altos, cubiertos de abedules negros, de alisos, de sangüeños, de cornejos y endrinos. La mayor parte de los sotos estaban rodeados de tal modo por los tremedales que era completamente imposible que caballo alguno o jinete que no conociera las sendas consiguiera llegar hasta ellos. Y sin embargo los relinchos -Vysogota los escuchó de nuevo- llegaban precisamente desde uno de aquellos sotos.
La curiosidad venció a la prudencia.
Vysogota no entendía mucho de caballos y sus razas, pero era un esteta y sabía reconocer y apreciar la belleza. Y el caballo moro de pelaje brillante como la antracita que contempló perfilándose contra los troncos de abedules era extraordinariamente hermoso. Era la verdadera quintaesencia de la belleza. Era tan hermoso que parecía irreal.
Pero era real. Y también era real la forma en que estaba atrapado en una trampa, enredado con las cinchas y la cabezada en el abrazo rojo sangre de las ramas de sangüeño. Cuando Vysogota se acercó más, el caballo alzó las orejas, pateó de tal modo que el suelo tembló, meneó la graciosa cabeza, se dio la vuelta. Ahora se veía que era una yegua. También se veía otra cosa. Una cosa que hizo que el corazón de Vysogota comenzara a latir como si se hubiera vuelto loco y que unas invisibles pinzas de adrenalina le apretaran la garganta.
Detrás del caballo, en un agujero poco profundo, yacía un cadáver.
Vysogota tiró su saco al suelo. Y se avergonzó de su primer pensamiento, que había sido darse la vuelta y salir huyendo. Se acercó más, manteniendo la prudencia, porque la yegua negra pateaba el suelo, había bajado las orejas, regañaba los dientes por encima de la embocadura y sólo esperaba la ocasión adecuada para morderle o darle una coz.