El cadáver era el cuerpo de un muchacho de menos de veinte años de edad. Estaba tendido con el rostro hacia la tierra, con una mano bajo el cuerpo y la otra extendida hacia un lado y con los dedos clavados en la tierra. El muchacho llevaba puesto un juboncillo de ante, unos ceñidos pantalones de cuero y unas botas élficas con hebillas que le llegaban hasta las rodillas.
Vysogota se inclinó y en aquel preciso momento el cadáver lanzó un fuerte gemido. La yegua mora dio un relincho agudo y golpeteó con los cascos en la tierra.
El ermitaño se arrodilló, le dio la vuelta con cuidado al herido. Echó la cabeza para atrás en un movimiento automático y silbó al ver la terrible máscara de sangre coagulada y suciedad que el muchacho tenía en lugar de rostro. Apartó con delicadeza el musgo, las hojas y la arena de los labios cubiertos de mocos y babas, intentó arrancar la maraña de cabellos pegados con sangre a la mejilla. El herido gimió sordamente, se tensó. Y comenzó a tiritar. Vysogota le retiró los cabellos del rostro.
– Una muchacha -dijo en voz alta, sin poder creer lo que tenía delante-. Es una muchacha.
Si aquel día después de caer la noche alguien se hubiera arrastrado furtivamente hasta aquella cabaña perdida entre los cenagales, con su hundido tejado de bálago cubierto de musgo, si alguien hubiera mirado a través de las rendijas de los postigos, habría visto en su interior, a la escasa luz de unas lamparillas de aceite, a una muchacha con la cabeza cubierta por gruesos vendajes que estaba descansando en una inmovilidad casi de cadáver sobre un camastro cubierto de pieles. Habría visto también a un viejecillo de barba gris en forma de cuña y largos cabellos blancos que le caían sobre los hombros y las espaldas desde los bordes de una gran calva que le alargaba la frente hasta más allá de la coronilla. Hubiera distinguido cómo el viejecillo encendía otra vez una vela de sebo, cómo colocaba sobre la mesa un reloj de arena, cómo afilaba la pluma, cómo se inclinaba sobre un pliego de pergamino. Y cómo se quedaba ensimismado y hablaba algo consigo mismo, meditabundo, sin levantar ojo de la muchacha que yacía sobre el camastro.
Pero aquello no era posible. Nadie podía verlo. La choza del ermitaño Vysogota estaba bien escondida entre las ciénagas. En un despoblado cubierto eternamente por la niebla, donde nadie se atrevía a penetrar.
– Escribamos -Vysogota sumergió la pluma en la tinta- lo que sucede. Hace tres horas del suceso. Reconocimiento: vulnus incisivum, herida de corte, realizada con mucha fuerza con una herramienta afilada desconocida, seguramente de hoja curva. Abarca la parte izquierda del rostro, comienza bajo la región malar, corre a través de la mejilla y alcanza hasta la región temporomasticular. La parte más profunda de la herida, que llega hasta el periostio, es al principio, bajo la órbita ocular, sobre el hueso malar. Tiempo estimado que transcurrió desde que las heridas fueron producidas hasta el momento de la primera cura: diez horas.
La pluma chirriaba en el pergamino, pero el chirrido no duró más que unos instantes. Y unas líneas. Vysogota no consideraba digno de anotar todo lo que se decía a sí mismo.
– Volviendo al tratamiento de las heridas -continuó al cabo el anciano con los ojos fijos en la palpitante y crepitante llama de la vela de sebo-, escribiremos lo siguiente. No seccioné los bordes de la lesión, me limité tan sólo a retirar unos cuantos desgarros que no estaban ensangrentados y por supuesto los coágulos. Limpié las heridas con un extracto de corteza de sauce. Retiré la suciedad y los cuerpos extraños. La cosí. Con hilo de cáñamo. Otro tipo de hilo, escribámoslo, no estaba a mi disposición. Dispuse una compresa de árnica de montaña y coloqué una muselina formando un vendaje.
Un ratón correteó por el centro del cuarto. Vysogota le echó un pedacito de pan. La muchacha en el jergón respiró intranquila, gimió en sueños.
– Ocho horas después del incidente. El estado de la enferma: sin cambios. El estado del médico… o sea, el mío, mejoró, puesto que me reparé con un tanto de sueño… Puedo continuar con las notas. Conviene pues transcribir en estas hojas algo de información acerca de mi paciente. Para las generaciones futuras. Si acaso alguna generación futura fuera capaz de llegar hasta estos pantanos antes de que todo esto se pudra y se deshaga en cenizas.
Vysogota suspiró con fuerza, mojó la pluma y la limpió con el borde del tintero.
– En lo tocante a la paciente -murmuró-, que quede anotado lo que sigue. La edad, por lo que aparenta, unos dieciséis años, alta, la constitución es más bien delgada, pero al menos no es débil, no muestra señales de desnutrición. Musculatura y constitución física son más bien típicas de las elfas jóvenes, pero no se advierte característica alguna de mestizaje… hasta cuarterona inclusive. Un porcentaje más bajo de sangre élfica puede, como es sabido, no dejar huella.
Sólo entonces se dio cuenta Vysogota de que no había escrito en la página ni una sola runa, ni una sola palabra. Apoyó la pluma en el papel pero la tinta se había secado. El viejecillo no se inmutó.
– Que quede anotado también -continuó- que la muchacha nunca ha parido. Y también que en el cuerpo no tiene señal antigua alguna, cicatriz, alforza, rastro ninguno de los que depositan el trabajo duro, los accidentes, la vida arriesgada. Lo acentúo: hablo aquí de señales antiguas. Señales recientes no le faltan en todo el cuerpo. A la muchacha la golpearon. Una verdadera paliza y de ningún modo a manos de su padre. Seguramente le dieron de patadas también.
«Encontré también en su cuerpo una señal bastante extraña… Humm, que quede esto escrito para bien de la ciencia… En la ingle, junto al monte de Venus, la muchacha tiene tatuada una rosa roja.
Vysogota contempló absorto la punta afilada de la pluma, después de lo cual la sumergió en el tintero. Esta vez, sin embargo, no olvidó el objetivo con el que había hecho esto: comenzó a cubrir el papel con líneas regulares de escritura inclinada. Siguió escribiendo hasta que se secó la pluma.
– Medio inconsciente, gritaba y hablaba -continuó-. Su acento y la forma de expresión, si descontamos las continuas expresiones intercaladas en el argot obsceno de los delincuentes, producen bastante confusión, son difíciles de ubicar, pero me arriesgaría a afirmar que proceden más bien del norte que del sur. Algunas palabras…
De nuevo rasgó el pergamino con la pluma, no demasiado tiempo, mucho menos de lo necesario para poder escribir todo lo que había dicho un instante antes. Después de lo cual siguió con su monólogo, exactamente allí donde lo había interrumpido.
– Algunas palabras, nombres y apelativos que la muchacha balbuceó en su fiebre son dignos de ser recordados. E investigados. Todo apunta a que una persona muy, pero que muy poco corriente ha encontrado el camino hasta la varga del viejo Vysogota…
Guardó silencio durante un rato, escuchando.
– Ojalá -murmuró- que la varga del viejo Vysogota no se convierta en el final de su camino.
Vysogota se inclinó sobre el pergamino e incluso apoyó en él la pluma, pero no escribió nada, ni una sola runa. Arrojó la pluma sobre la mesa. Jadeó por un instante, murmuró con furia, se sonó los mocos. Miró al lecho, prestó atención a los sonidos que le llegaban desde allí.
– Hay que advertir y apuntar -dijo con voz cansada- que está muy mal. Todos mis esfuerzos y tratamientos puedan resultar insuficientes y el celo puede resultar baldío. Mis temores eran bien fundados. La herida está infectada. La muchacha tiene una fiebre muy alta. Se han presentado ya tres de los cuatros síntomas principales de un fuerte estado inflamatorio. Rubor, calor y tumor son fáciles de advertir en este momento a ojo y tacto. Cuando pase el shock postaccidental aparecerá el cuarto: dolor. Que quede escrito que ha pasado ya cerca de medio siglo desde que me dedicara a la práctica de la medicina, percibo cómo estos años pesan sobre mi memoria y la agilidad de mis dedos. No sé hacer mucho, todavía menos puedo hacer. Apenas tengo remedios y medicamentos. Toda mi esperanza yace en los mecanismos de defensa de un organismo joven…