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– No sabes siquiera quién soy…

– Eres una muchacha herida -le cortó-. Que huye de alguien que no vacila en herir a muchachas. ¿Quieres que lleve alguna noticia?

– No hay a quién -respondió al cabo, y Vysogota percibió un cambio en el tono de voz-. Mis amigos están muertos. Los mataron a todos.

Él no contestó.

– Yo soy la muerte -continuó, con una voz extraña-. Todo el que me conoce muere.

– No todos -negó él mirándola con atención-. No el Bonhart ése cuyo nombre gritabas en sueños, ése ante el que ahora quieres huir. Vuestro encuentro te ha perjudicado más a ti que a él. ¿Fue él… quien te hirió el rostro?

– No. -Ella apretó los labios para ahogar algo que podía ser un gemido o una maldición-. Fue Antillo el que me hirió en la cara. Stefan Skellen. Y Bonhart… Bonhart me hirió mucho más hondo. Más profundamente. ¿Hablé de ello durante la fiebre?

– Tranquilízate. Estás débil, deberías evitar todo movimiento brusco.

– Me llamo Ciri.

– Te pondré una compresa con árnica, Ciri.

– Espera… un momento. Dame un espejo.

– Te he dicho…

– ¡Por favor!

Él obedeció, llegó a la conclusión de que era necesario, que no se podía esperar más. Incluso trajo una lamparilla. Para que ella pudiera ver mejor lo que le habían hecho a su rostro.

– Vaya, sí -dijo con la voz quebrada, distinta-. Sí. Tal y como me lo imaginaba. Casi como me lo imaginaba.

Él salió, y corrió tras de sí el improvisado biombo de mantas.

Ella intentó sollozar bajito, para que no se la oyera. Lo intentó con todas sus fuerzas.

Al día siguiente Vysogota le quitó la mitad de los puntos. Ciri se masajeó la mejilla, silbó como una serpiente, quejándose de un fuerte dolor en el oído y resintiéndose en el cuello cerca de la mandíbula. Pese a ello se levantó, se vistió y salió al exterior. Vysogota no protestó. La acompañó. No necesitó ayudarla ni sujetarla. La muchacha estaba sana y era mucho más fuerte de lo que parecía.

Sólo se detuvo cuando llegó afuera, se sujetó al marco de la puerta y a las bisagras.

– Pero… -espiró bruscamente-. ¡Pero qué frío! ¿Una helada? ¿Ya es invierno? ¿Cuánto tiempo he estado en la cama? ¿Semanas?

– Exactamente seis días. Hoy es el quinto día de octubre. Pero se anuncia un octubre muy, muy frío.

– ¿El cinco de octubre? -frunció el ceño, silbó sintiendo dolor al hacerlo-. ¿Cómo puede ser? ¿Dos semanas?

– ¿Qué? ¿Qué dos semanas?

– No importa. -Se encogió de hombros-. Puede que yo me equivoque… O puede que no. Dime, ¿qué es lo que apesta tanto aquí?

– Pieles. Cazo ratas almizcleras, castores, visones y nutrias, curto sus pieles. Hasta un ermitaño tiene que vivir de algo.

– ¿Dónde está mi caballo?

– En el establo.

La yegua negra les saludó con un sonoro relincho y la cabra de Vysogota la secundó con un balido en el que se percibía un gran disgusto por la necesidad de tener que compartir su habitáculo con otro inquilino. Ciri abrazó el cuello del caballo, le palmeteó, le acarició la crin.

– ¿Dónde está mi silla? ¿El telliz? ¿Los arreos?

– Aquí.

Él no protestó, no le hizo observación alguna, no expresó su opinión. Guardó silencio, apoyado en su bastón. No se movió cuando ella jadeó al intentar levantar la silla, no se inmutó cuando ella se tambaleó por el peso y cayó torpemente sobre el suelo cubierto de paja, lanzando un sonoro gemido. No se acercó a ella, no la ayudó a levantarse. La observaba con atención.

– Bueno, vale -dijo Ciri con los dientes apretados, mientras empujaba a la yegua, que estaba intentando meter la nariz por el cuello de su camisa-. Está todo claro. ¡Pero yo tengo que irme de aquí, joder! ¡Tengo que irme!

– ¿Adonde? -preguntó él con voz fría.

Ella se masajeó el rostro, todavía seguía sentada sobre la paja, junto a la silla.

– Lo más lejos posible.

Vysogota asintió con la cabeza, como si la respuesta le satisficiera, lo aclarara todo y no dejara lugar a duda. Ciri se levantó con esfuerzo. Ni siquiera intentó inclinarse a por la silla y los arreos. Sólo comprobó si la yegua tenía avena y heno en el pesebre, comenzó a limpiar las pajas de la crin y los costados del caballo. Vysogota esperó en silencio hasta que sucedió. La muchacha se afirmó en el poste que sujetaba el techo, se quedó pálida como la pared. Él le ofreció el báculo sin decir palabra.

– No me pasa nada, es sólo que…

– Sólo que la cabeza te da vueltas porque estás enferma y tienes menos fuerzas que un recién nacido. Volvamos. Tienes que tumbarte.

A la puesta del sol, habiendo dormido sus buenas horas, Ciri salió de nuevo. Vysogota, que volvía del río, se tropezó con ella junto a un seto natural de zarzas.

– No salgas demasiado lejos de la varga -dijo en tono acre-. En primer lugar, estás demasiado débil…

– Me siento mejor.

– En segundo, es peligroso. Alrededor hay un enorme pantano, un cañaveral sin fin. No conoces los senderos, puedes perderte o ahogarte en los lodazales.

– Y tú -señaló el saco que el ermitaño iba arrastrando- conoces los senderos, por supuesto. E incluso vas por ellos no demasiado lejos, por lo que el pantano no debe de ser tan grande. Curtes pieles para vivir, está claro. Kelpa, mi yegua, tiene avena y yo no veo aquí sembrados. Hemos comido pollo y gachas de cebada. Y pan. Pan de verdad, no chuscos. No creo que el pan te lo haya dado un trampero. Así que eso significa que hay un pueblo por los alrededores.

– Una deducción sin fallo -confirmó él con serenidad-, Ciertamente, me traen las provisiones de la aldea más cercana. La más cercana, pero que no está para nada cerca, se halla en los límites de la ciénaga. El pantano linda con el río. Cambio mis pieles por víveres que me traen en una canoa. Pan, cebada, harina, sal, queso, a veces un conejo o un pollo. A veces noticias.

No hubo preguntas, así que continuó.

– Una horda de gente a caballo estuvo dos veces en el poblado buscando a alguien. La primera vez advirtieron a los aldeanos de que no te escondieran, amenazaron con hierro y fuego si llegaras a ser capturada en el pueblo. La segunda vez prometieron una recompensa. Por encontrar el cadáver. Tus perseguidores están convencidos de que yaces muerta en los bosques, en alguna hoya o barranco.

– Y no descansarán -murmuró- hasta que no encuentren el cuerpo. Lo sé bien. Tienen que tener alguna prueba de que no estoy viva. Sin esa prueba no renunciarán. Buscarán por todos lados. Y al final llegarán hasta aquí…

– Les interesas mucho -advirtió él-. Aun diría más, les interesas de un modo extraordinario…

Ella apretó los labios.

– No tengas miedo. Me iré antes de que me encuentren. No te expondré a peligro… No tengas miedo.

– ¿Por qué supones que tengo miedo? -Se encogió de hombros-. ¿Qué motivo hay para estar atemorizado? Aquí no llegará nadie, nadie será capaz de encontrarte aquí. Pero si sacas las napias fuera de las cañas, te toparás de frente con tus perseguidores.

– En otras palabras -ella echó hacia atrás la cabeza en un gesto de desafío-, que tengo que quedarme aquí. ¿Eso es lo que querías decir?

– No eres una prisionera. Puedes irte cuando gustes. Mejor dicho: cuando seas capaz. Pero puedes también quedarte aquí y esperar. Llegará el día en que tus perseguidores se cansen. Siempre se cansan, antes o después. Siempre. Puedes creerme. Lo conozco bien.

Los ojos verdes de la muchacha brillaron al mirarlo.

– Al fin y al cabo -dijo deprisa el ermitaño, al tiempo que se encogía de hombros y rehuía su mirada-, harás lo que quieras. Repito, no te retendré aquí.

– Sin embargo, hoy no me iré -resopló-. Me siento débil… y el sol se va a poner… y no conozco las sendas. Así que vamos a la choza. Me he quedado helada.