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– Has dicho que llevo aquí seis jornadas. ¿Es eso cierto?

– ¿Por qué iba a mentir?

– No te alteres. Estoy intentando calcular los días… Yo me escapé… me hirieron… en el día del Equilibrio. El veintitrés de septiembre. Si prefieres contar como los elfos, el último día de Lammas.

– Eso no es posible.

– ¿Por qué iba a mentir? -gritó y gimió, al tiempo que se tocaba el rostro. Vysogota la miró con serenidad.

– No sé por qué -dijo con la voz gélida-. Pero yo he sido médico, Ciri. Hace mucho, pero todavía sé distinguir una herida hecha diez horas antes de una hecha cuatro días antes. Te encontré el veintisiete de septiembre. Así que te hirieron el veintiséis. El tercer día de Velen, si prefieres contar como los elfos. Tres días después del equinoccio.

– Me hirieron en el mismo equinoccio.

– Eso no es posible, Ciri. Debes de haber equivocado la fecha.

– De eso nada. Tú eres el que tiene algún calendario de ermitaño pasado de moda.

– Como quieras. ¿Tanta importancia tiene?

– No. No tiene ninguna.

Tres días después Vysogota le retiró los últimos puntos. Tenía todos los motivos para estar satisfecho y orgulloso de su obra: la línea de costura era recta y limpia, no había que temer al tatuaje de la suciedad entremetida en la herida. Sin embargo, al cirujano le echó a perder la satisfacción el ver a Ciri en lúgubre silencio contemplando la cicatriz desde diversos ángulos con un espejo e intentando esconderla -sin resultado- arrojando sus cabellos sobre la mejilla. La sutura la afeaba. Un hecho es un hecho. No había nada que hacer. Nada le ayudaba el fingir que no era así. Todavía roja, tumefacta como una soga, punteada con las huellas del aguijón de la aguja y marcada con las señales de los hilos, la cicatriz tenía un aspecto

verdaderamente macabro. Cabía la posibilidad de que ese estado sufriera una mejora lenta o incluso rápida. Sin embargo, Vysogota sabía que no había posibilidad de que la cicatriz desapareciera y dejara de afearla.

Ciri se sentía mucho mejor, pero para asombro y satisfacción de Vysogota ya no hablaba de partir. Sacó del establo a su yegua negra Kelpa. Vysogota sabía que en el norte se llamaba kelpa a unas algas, un peligroso monstruo marino que según la superstición podía adoptar la forma de un hermoso caballo, un delfín o incluso una bella mujer, pero que en realidad siempre tenía el aspecto de un montón de hierbas. Ciri ensilló a la yegua y cabalgó alrededor del corral y la choza, después de lo cual Kelpa volvió al establo para hacerle compañía a la cabra, mientras que Ciri regresó a la choza para hacerle compañía a Vysogota. Hasta, seguramente por aburrimiento, lo ayudó en su trabajo. Mientras él separaba las pieles de nutria por su tamaño y su tono, ella dividía las ratas almizcleras en dorsos y vientres, y extendía las pieles a lo largo de una mesita que habían metido en la casa. Por lo que se veía, tenía los dedos hábiles.

Precisamente durante esta tarea tuvo lugar una conversación bastante extraña entre ellos.

– No sabes quién soy. Ni siquiera te puedes imaginar quién soy.

Ella repitió varias veces esta afirmación banal y eso le incomodó a él un tanto. Por supuesto no dejó que ella se diera cuenta de su fastidio, le hubiera rebajado el traicionar sus sentimientos ante una mocosa como ésa. No, no podía dejar que pasara esto, pero tampoco podía traicionar la curiosidad que lo devoraba.

Una curiosidad que en suma carecía de motivos, porque se podía imaginar sin esfuerzo quién era. En los tiempos de Vysogota las bandas juveniles tampoco eran una rareza. Los años que habían transcurrido no habían conseguido eliminar tampoco la fuerza magnética con que estas cuadrillas atraían a la muchachada ávida de aventuras y fuertes emociones. Muy a menudo para su perdición. Los mocosos que salían de ello con una cicatriz en el rostro podían decir que habían tenido suerte. A los menos felices les esperaban torturas, el patíbulo, el hacha o el palo…

Bah, desde tiempos de Vysogota sólo había cambiado una cosa: la progresiva emancipación. Las bandas atraían no sólo a los jovenzuelos sino también a las pipiolas alocadas, que cambiaban la sillita, la rueca y la espera del casorio por el caballo, la espada y las aventuras.

Vysogota no le dijo aquello directamente. Lo comentó dando rodeos. Pero de tal modo que ella pudiera saber que él lo sabía. Para hacerla consciente de que si aquí había algún enigma, con toda seguridad no era ella: una muchacha que andaba por los caminos con una banda de bandoleros adolescentes y que había escapado por milagro de una trampa. Una mocosa desfigurada que intentaba a toda costa rodearse de una aura enigmática…

– No sabes quién soy. Pero no tengas miedo. Me iré pronto. No te expondré a peligro.

Vysogota estaba ya harto.

– No me amenaza peligro alguno -dijo él con aspereza-. ¿Cuál podría ser? Incluso si tus perseguidores aparecen por aquí, lo que dudo, ¿qué mal me pueden hacer? Otorgar ayuda a un delincuente huido es merecedor de castigo, pero no en el caso de un ermitaño, puesto que el ermitaño no es consciente de las cosas del mundo. Mi privilegio es albergar a todo aquél que llegue hasta mi rincón. Bien has dicho: no sé quién eres. ¿Cómo iba a saber yo, un ermitaño, quién eres, el delito que has cometido y por qué te persigue la ley? ¿Y qué ley? Si yo ni siquiera sé qué ley es la que rige en estos alrededores ni de quién es la jurisdicción. Ni me interesa. Soy un ermitaño.

Se dio cuenta de que había hablado demasiado sobre su eremitismo. Pero no cedió. Los verdes ojos de ella llenos de furia le atravesaban como si fueran cuchillas.

– Soy un pobre eremita. Muerto para el mundo y sus trabajos. Soy un hombre sencillo y sin instrucción, ignorante de los asuntos mundanos…

Había exagerado.

– ¡Seguro! -gritó ella, arrojando la piel y el cuchillo al suelo-. ¿Me tomas por tonta o qué? Pues no te pienses que soy tonta. ¡Ermitaño, pobre eremita! Cuando no estabas eché un vistazo por aquí. Miré allí, en el rincón, en aquel quicio no demasiado limpio. ¿De dónde han salido tantos libros de ciencias que hay sobre las estanterías, eh, hombre sencillo y sin instrucción?

Vysogota echó una piel de nutria sobre el jergón.

– Antes vivía aquí un cobrador de impuestos -dijo inmutable-. Ésos ton catastros y libros de contabilidad.

– Mientes. -Ciri frunció el rostro, se masajeó la cicatriz-. ¡Mientes a todas luces!

El no respondió, haciendo como que evaluaba el tono de otra piel.

– Te piensas -siguió la muchacha al cabo- que porque tienes barba, arrugas y cien años a cuestas vas a engañar sin esfuerzo a una moza inocente, ¿eh? Pues te diré: a la primera pardilla que pasara por aquí puede que la engañaras. Pero yo no soy una pardilla.

Él alzó las cejas en una interrogación muda y retadora. Ella no le hizo esperar mucho.

– Yo, mi señor ermitaño, he estudiado en lugares donde había muchos libros, y también algunos con los mismos títulos que hay en tus estanterías. Conozco muchos de esos títulos.

Vysogota alzó todavía más las cejas. Ella le miró directamente a los

– Cosas raras -otorgó Ciri- parlotea esta cerdita toda sucia, esta huérfana harapienta, ha de ser una ladrona o una bandolera, que la encontraron en el arroyo con la jeta hecha polvo. Y sin embargo has de saber, ermitaño, que yo he leído la Historia de Roderick de Novembre. Repasé, y más de una vez, la obra que lleva el título de Materiae medicae. Conozco el Herbarius, el mismo que tienes en tu estantería. También sé lo que significa la cruz de armiño sobre escudo rojo que aparece en los lomos de los libros. Es la señal de que los editó la Universidad de Oxenfurt.

Se detuvo, seguía observándolo con atención. Vysogota guardó silencio, hacía esfuerzos para que su rostro no delatara nada.