—Gilthanas dijo que fue gracias a la Joya Estrella, la que Alhana le entregó a Sturm en Tarsis.
—Alhana mencionó algo sobre eso. Sí, podría ser por la Joya Estrella. Son objetos mágicos muy poderosos. ¿Sturm todavía la tiene?
—Lo enterraron con ella —repuso Flint con brusquedad—. Sturm ha muerto. Lo mataron en la batalla de la Torre del Sumo Sacerdote.
—Lo siento —dijo Raistlin, sorprendiéndose de lo sinceras que eran sus palabras.
—Sturm murió como un héroe —prosiguió Flint—. Se enfrentó él solo a un Dragón Azul.
—Entonces murió como un idiota —comentó Raistlin.
El rostro de Flint volvió a enrojecer.
—¿Y Caramon? ¿Por qué no está aquí? ¡Él nunca te dejaría solo! ¡Antes moriría!
—Ahora mismo podría estar muerto —dijo Raistlin—. Quizá todos lo estén. No lo sé.
—¿Lo mataste? —preguntó Flint, cada vez más rojo.
«Sí, lo maté —pensó Raistlin—. Estaba envuelto en llamas...»
—La puerta está detrás de ti —dijo en voz alta, en lugar de lo que estaba pensando—. Por favor, ciérrala al salir.
Flint intentó decir algo, pero la rabia sólo le dejaba balbucear.
—¡No sé por qué he venido! —logró exclamar por fin—. «Adiós y muy buenas», fueron mis palabras cuando oí que eras tú quien estaba muriéndose. ¡Y ahora lo repito: Adiós y muy buenas!
Se dio media vuelta y se dirigió a la puerta con pasos airados. Llegó junto a ella y la abrió con brusquedad. Estaba a punto de decir algo, pero se le adelantó Raistlin.
—Estás teniendo problemas de corazón —dijo Raistlin, hablando a la espalda del enano—. No te encuentras bien. Sufres dolores, mareos, te quedas sin aliento. Te cansas enseguida. ¿Me equivoco?
Flint estaba inmóvil en el umbral de la puerta de la pequeña celda, con la mano quieta en el pomo.
—Si no te tomas las cosas con más calma, el corazón te va a estallar —continuó Raistlin.
Flint giró la cabeza y se lo quedó mirando.
—¿Cuánto me queda?
—La muerte podría llegar en cualquier momento —repuso Raistlin—. Tienes que descansar...
—¡Descansar! ¡Estamos en guerra! —lo interrumpió Flint, levantando la voz. Después tosió, resolló y se llevó la mano al pecho. Al ver que Raistlin lo observaba, murmuró:— No todos estamos llamados a morir como héroes. —Tras decir esto, salió ruidosamente, olvidando cerrar la puerta.
Raistlin lanzó un suspiro y se levantó para cerrarla él mismo.
Caramon chilló e intentó apagar las llamas, pero era imposible escapar de la magia. Su cuerpo se retorcía, se encogía en el fuego, hasta convertirse en el cuerpo marchito de un viejo; un viejo que vestía una túnica negra y cuyos cabellos y barba eran volutas de fuego ensortijado.
Fistandantilus, con la mano extendida, caminaba a su encuentro.
—Si tu armadura está rota —dijo el viejo con voz suave—, yo encontraré sus grietas.
Yo no podía moverme, no podía defenderme. La magia se había cobrado mis últimas fuerzas.
Fistandantilus estaba delante de mí. La túnica negra del viejo eran jirones de noche; su cuerpo estaba cubierto de carne putrefacta; los huesos se le veían bajo la piel. Las uñas eran largas y afiladas, como las de los cadáveres. En sus ojos brillaba el calor abrasador que había albergado mi alma, el ardor que había devuelto la vida a los muertos. Del descarnado cuello pendía un colgante con un heliotropo engastado.
La mano del viejo me tocó el pecho, acarició mi carne, de forma burlona y martirizante. Fistandantilus hundió la mano en mi pecho y se aferró a mi corazón.
Cuando el soldado agonizante cerró la mano alrededor del astil de la lanza que le había desgarrado la carne, yo agarré al hombre por la muñeca y mis dedos lo aprisionaron con tanta fuerza que ni siquiera la muerte podría soltarlo.
Atrapado, aprisionado, Fistandantilus trató de zafarse de mi mano, pero no podía liberarse y al mismo tiempo seguir asiendo mi corazón.
La luz blanca de Solinari, la luz roja de Lunitari y la luz negra y vacía de Nuitari —luz que yo podía ver— se unieron en mi visión borrosa y formaron un ojo inmóvil que me clavó la mirada desde las alturas.
—Puedes tomar mi vida —dije, aprisionando la muñeca del hombre, mientras Fistandantilus asía mi corazón—. Pero a cambio tendrás que servirme.
El ojo parpadeó y desapareció.
Raistlin cogió una bolsa de piel que colgaba de su cinturón. Metió la mano y sacó algo que parecía una bola pequeña de cristal coloreado, muy parecida a la canica de un niño. Dio vueltas a la bola de cristal sobre la palma de la mano, contemplando cómo giraban y se descomponían sus colores.
—Has acabado siendo un incordio, viejo —dijo Raistlin en voz baja, y no le importaba lo más mínimo si Fistandantilus lo oía o no.
Tenía un plan, y el hechicero muerto no podría hacer nada por detenerlo.
4
La torre maldita. El Orbe de los Dragones. El silencio
La nueva túnica negra todavía estaba un poco húmeda por las costuras y desprendía un ligero olor a almendras. El olor se debía al índigo, según le explicó el tintorero. Raistlin estaba convencido de que también se distinguía el olor a orina, la cual se utilizaba para fijar el tinte, a pesar de que el tintorero le aseguró que la tela se había aclarado muchas veces y que ese olor sólo estaba en su cabeza. Le ofreció quedarse con la túnica para volver a lavarla, pero Raistlin no disponía de tanto tiempo.
Su peor temor era que la Reina Oscura ganase la guerra antes de que él tuviera la oportunidad de unirse a ella, impresionarla con sus dotes y conseguir su apoyo para proseguir su carrera. Se veía a sí mismo convertido en un líder de los Túnicas Negras de la Torre de la Alta Hechicería de Neraka, la capital de la reina. Se imaginó la torre... debía de ser magnífica. Suponía que la hechicera Ladonna viviría allí, si seguía siendo la jefa de la Orden de los Túnicas Negras. Hizo una mueca al pensar que tendría que humillarse ante esa vieja arpía, tratarla como a su superior. Tendría que justificar por qué había tomado la túnica negra sin solicitar su permiso.
Bueno, en fin, su servidumbre no duraría demasiado. Con la ayuda de la Reina Oscura, Raistlin se alzaría sobre todos. No volvería a necesitarlos jamás. Sus ambiciosos sueños se verían hechos realidad.
—¿Tus sueños? —gruñó Fistandantilus. Su voz resonaba en los oídos de Raistlin como los latidos de su corazón—. ¡Tus sueños no son más que mis sueños! Dediqué toda una vida, más de una vida, a alcanzar mi objetivo, ¡convertirme en el Maestro del Pasado y el Presente! ¡No me lo va a arrebatar un advenedizo llorón y enfermizo!
Raistlin controló sus pensamientos, pues no quería que lo arrastraran al campo de batalla antes de estar preparado. Se dirigía a su destino, con pasos rápidos y decididos a través de la noche. El Bastón de Mago iluminaba su camino, el globo sujeto en la garra del dragón brillaba con luz tenue e iluminaba las calles que, en aquella parte de la ciudad, estaban desiertas y envueltas en sombras. No se veía ninguna luz en las ventanas, que en su mayor parte estaban rotas. No se oía ninguna risa en los edificios en ruinas. Las calles estaban vacías. Nadie, ni siquiera los osados kenders, se atrevía a aventurarse en las sombras de la Torre de la Alta Hechicería; ni de día ni, especialmente, de noche.
Había habido un tiempo en que la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas había sido la más bella de todas las Torres de la Alta Hechicería. Conocida como Lorespire, estaba consagrada a la búsqueda de la sabiduría y el conocimiento. La torre ayudó a Palanthas en la Tercera Guerra de los Dragones, cuando los hechiceros se unieron a los caballeros para luchar contra la reina Takhisis. Los hechiceros de las tres órdenes se habían aliado para crear los legendarios Orbes de los Dragones, con los que habían atraído a los dragones malignos hacia su trampa. Takhisis fue arrastrada al Abismo y la torre blanca de los hechiceros y la Torre del Sumo Sacerdote de los caballeros se alzaron como orgullosos guardianes de Solamnia.