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Pero la realidad era que estaba solo en la oscuridad, con un espectro maligno por toda compañía.

Raistlin dejó el Bastón de Mago sobre la mesa para que derramara su luz blanca y pura sobre la superficie. Cuando se sentó, se elevó una nube de polvo, y Raistlin estornudó y tosió. Cuando el ataque de tos por fin hubo pasado, sacó el orbe de su bolsa y lo colocó sobre la mesa.

Fistandantilus se había quedado callado. Raistlin ya no podía seguir ocultando sus pensamientos al viejo, pues debía concentrarse con todas sus fuerzas en dominar el Orbe de los Dragones. Fistandantilus había reconocido el peligro en que se hallaba y estaba buscando el modo de salvarse.

Raistlin acomodó el Orbe de los Dragones en la mesa, de forma que no rodara hasta caer al suelo. De otra bolsa, sacó un soporte de madera toscamente tallado que él mismo había hecho en aquella época en que viajaba por todo Ansalon en carro, con Caramon y los demás.

Por aquel entonces, Raistlin había sido feliz, más feliz de lo que había sido en mucho tiempo. Él y su hermano habían redescubierto algo de su antigua camaradería y habían recordado sus días de mercenarios, cuando sólo eran ellos dos, con el acero y la magia para sobrevivir.

Limpió el polvo de la mesa en la que descansaba el orbe y limpió de su mente cualquier rastro de Caramon. Colocó el artefacto en el centro del soporte de madera. El orbe estaba frío al tacto. Bajo la luz del bastón, distinguía las tonalidades verdosas que se arremolinaban lentamente en su interior. Sabía qué venía a continuación, pues ya había utilizado el orbe antes, y aguardó haciendo acopio de paciencia y luchando contra el miedo.

Recordó los escritos de un hechicero elfo llamado Feal-Thas, que había tenido un Orbe de los Dragones en su poder. Raistlin pensó en una frase en concreto:

«Cada vez que tratas de dominar un Orbe de los Dragones, el dragón que hay en su interior trata de dominarte a ti.»

El Orbe de los Dragones empezó a crecer hasta alcanzar su tamaño real, aproximadamente de un palmo grande.

Alargó la mano hacia el orbe.

—Te arrepentirás de esto —lo amenazó Fistandantilus.

—Lo añadiré a mi lista de arrepentimientos —repuso Raistlin, y apoyó las manos sobre el frío cristal del Orbe de los Dragones.

»Ast bilak moiparalan. Suh tantangusar.

Pronunció las palabras que había aprendido de Fistandantilus. Las dijo una vez, a continuación una segunda.

La tonalidad verde que abarcaba el orbe se deshizo en una miríada de colores que giraban tan rápido que casi lo marearon. Cerró los ojos. El cristal estaba frío y su mero contacto era doloroso. Lo sujetó con firmeza. El dolor remitiría, pero sólo para ser sustituido por una agonía más atroz.

Pronunció las palabras una tercera vez y abrió los ojos.

Una luz brillaba en el orbe. Era una luz extraña, formada por todos los colores del espectro. La comparó a un arco iris oscuro. En el orbe aparecieron dos manos que se alargaron hacia las suyas. Raistlin tomó una profunda bocanada de aire y asió aquellas manos. Tenía seguridad en sí mismo y no sentía temor. En el pasado, aquellas manos lo habían sostenido, lo habían apaciguado como una madre calma a su pequeño. Y se sobresaltó al sentir que esas manos se cerraban sobre las suyas con violencia.

La mesa, la silla, el bastón, la posada, la calle, la torre, Palanthas... todo desapareció. La oscuridad lo encerraba; no la oscuridad viva de la noche, sino la abrumadora oscuridad de la nada eterna.

Las manos tiraban de las suyas, intentando arrastrarlo al vacío. Raistlin empleó toda su voluntad, toda su energía. No era suficiente. Las manos eran más fuertes. Iban a arrastrarlo.

Miró hacia las manos y vio, consternado, que no eran las manos del orbe. La carne estaba putrefacta y se desprendía del hueso. Las uñas eran largas y amarillentas, como las de un cadáver. El colgante de heliotropo, cuya superficie verde estaba manchada de la sangre del sinfín de jóvenes magos a los que el viejo había arrebatado la vida, se balanceaba en el escuálido cuello.

El combate consumía las escasas fuerzas de Raistlin. Tosió y escupió sangre. Como no estaba dispuesto a soltar aquellas manos, tuvo que limpiarse la boca en la manga de su túnica negra nueva. Habló a Viper, el dragón cuya esencia estaba prisionera en el interior del orbe.

—¡Viper, tú me has reconocido como tu señor! Me has servido en el pasado. ¿Por qué me abandonas ahora?

»Porque eres orgulloso y débil. Al igual que el rey Lorac, caíste en mi trampa» —respondió el dragón.

Lorac era el desdichado rey que había tenido la arrogancia de creer que podía controlar el Orbe de los Dragones. Este lo había subyugado y lo había embaucado para que destruyera Silvanesti, la arcaica patria de los elfos.

—Él destruyó lo que más amaba. Yo destruí a Caramon —dijo Raistlin febril, sin pensar siquiera qué estaba diciendo—. El dragón me ha engañado...

Las manos lo asieron con más fuerza y tiraron de él, inexorablemente, hacia el vacío infinito. Raistlin se resistía con una fortaleza que se alimentaba de su desesperación. No sabía qué estaba pasando, por qué el orbe se había vuelto contra él. Sus brazos temblaban por el esfuerzo. Sudaba bajo la túnica negra. Se debilitaba por momentos.

—Tú flotas sobre las aguas del río del Tiempo —dijo Raistlin con voz entrecortada, esforzándose por tomar aire pues sentía que se le cerraba la garganta—. El futuro, el pasado, el presente fluyen a tu alrededor. Tú tocas todos los planos de la existencia.

«Eso es cierto.»

—Tengo un enemigo en uno de esos planos.

«Lo sé.»

Raistlin miró el interior del orbe, miró más allá de sus manos. Podía ver, en la otra ribera del Río del Tiempo, el rostro de Fistandantilus. Raistlin había visto a las ratas correr sobre los cadáveres en el campo de batalla. Las había observado mientras devoraban la carne muerta, mientras la arrancaban de los huesos. Lo que quedaba tras el paso de las ratas era todo lo que quedaba del viejo.

Allí seguían sus ojos, iluminados por una determinación despiadada. Las cadavéricas manos atrapaban a Raistlin, una agarraba su propia mano, la otra su corazón. Fistandantilus se enfrentaba a Raistlin para hacerse con el dominio del Orbe de los Dragones. Y estaba absorbiendo la energía de Raistlin.

—Ya veo que no se te escapa la ironía —dijo Fistandantilus. Su voz se suavizó y adquirió un tono casi dulce—. Deja de resistirte, joven mago. No es necesario que sigas soportando la lucha, el dolor y el miedo de tu miserable vida. Ante mí estás desnudo, vulnerable y solo. Todos aquellos que una vez te quisieron ahora te detestan y te desprecian. Ni siquiera cuentas con la magia. Tus dotes, tu talento y tu poder provienen de mí. Y, en el fondo, lo sabes.

«Dice la verdad —pensó Raistlin con consternación—. Yo no tengo ningún don. Él me dictó las palabras de los hechizos. Su sabiduría me dio el poder. Él me cuidó, él me protegió como Caramon me cuidaba. Y ahora que Caramon no está, no tengo a nadie ni nada.»

«No es cierto. Tienes la magia.»

La voz que le hablaba era su propia voz. Venía de su alma y ahogaba la subyugante voz de Fistandantilus.

—Tengo la magia —dijo Raistlin en voz alta, y supo que era verdad. Para él, ésa era la única verdad. Se hizo más fuerte a medida que hablaba—. Las palabras podían ser tus palabras, pero mía era la voz. Míos los ojos que leyeron las runas. Mías las manos que esparcieron los pétalos de la rosa del sueño y que ardieron con el fuego mágico de la muerte. Yo sostuve la llave. Me conozco. Conozco mi flaqueza y conozco mi valor. Conozco la oscuridad y la luz. Fue mi fortaleza, mi poder y mi sabiduría las que subyugaron a este Orbe de los Dragones.