Raistlin tomó una bocanada de aire y sus pulmones se llenaron de vida. El corazón le latía con ímpetu, vigoroso. Por un momento, se levantó la maldición que velaba sus pupilas en forma de reloj de arena. Ya no veía las cosas marchitas por el paso del tiempo. Se vio a sí mismo.
—Durante toda mi vida he tenido miedo. Me convertí en tu víctima por mi miedo.
Vio a su enemigo como una sombra de sí mismo, arrojado a través del espacio y el tiempo. Raistlin sujetó las manos con decisión y seguridad.
»Ya no tengo miedo. Nuestro pacto se ha roto. Yo lo rompo.
—¡Sólo la muerte puede romper nuestro pacto! —exclamó Fistandantilus.
—Atrápalo —ordenó Raistlin.
Las luces azules y rojas, negras y verdes, las luces blancas, giraron con violencia en el interior del orbe. Aturdían la mirada de Raistlin, explotaban en su mente. Los colores se mezclaron, y el verde se impuso sobre los demás. En el corazón del orbe empezó a formarse el dragón, Viper. Raistlin distinguió varias partes de la bestia mientras ésta se revolvía: un ojo fiero, un ala verde, una cola mortífera, un morro astado y unas fauces abiertas, unos colmillos que chorreaban y unas garras que despedazaban. El ojo miró con ferocidad a Raistlin y después se clavó en Fistandantilus.
Viper extendió las alas y, encerrado todavía en el orbe, se alzó sobre el tiempo y el espacio.
Fistandantilus vio el peligro. Miró en derredor desesperado, buscando algo que le permitiera escapar. Su refugio se había convertido en su jaula. No podía huir del plano de su delicada existencia.
—Para utilizar tu magia contra el dragón, has de tener las manos libres —dijo Raistlin—. Suéltame y yo te soltaré a ti.
Fistandantilus masculló un juramento y se aferró a Raistlin con más fuerza. Raistlin sentía que le ardían los músculos de los brazos y los hombros, y que las manos le temblaban por el esfuerzo. Entre las brumas del Orbe de los Dragones, veía al dragón Viper lanzándose en picado sobre el hechicero.
Fistandantilus gritó unas palabras mágicas. Salieron de su boca como una sarta de vocablos sin sentido. Con una mano atrapada en el puño de Raistlin y la otra aferrada a su corazón, no podía hacer los gestos necesarios para desatar el poder de su hechizo. No podía dibujar las runas en el aire, no podía lanzar bolas de fuego o dirigir lanzas de rayos desde la yema de los dedos.
El dragón abrió sus aterradoras fauces y extendió sus garras.
Raistlin apenas tenía fuerzas. Pero resistió. Si el esfuerzo lo mataba, la muerte aún apretaría más su puño.
Fistandantilus lo soltó. Raistlin cayó sobre la mesa, jadeando en busca de aire. Aunque tenía las manos temblorosas y sin fuerza, consiguió que no se separasen del Orbe de los Dragones.
—¡Deja que me vaya! —bramó Fistandantilus—. ¡Libérame! Ése era nuestro trato.
—Yo no estoy reteniéndote —contestó Raistlin.
Oyó un chillido de rabia y vio un torbellino verde; el dragón estaba volviendo al orbe de los Dragones. Raistlin clavó la mirada en el orbe, en sus brumas onduladas.
Vio el rostro de un hombre viejo, un rostro devastado y comido por el tiempo. Sus manos descarnadas golpeaban los muros de cristal de su prisión. Su boca vociferante aullaba amenazas.
Raistlin esperó, rígido, a escuchar la voz en su cabeza. La boca se abría y cerraba y farfullaba, mientras Raistlin sonreía.
No oía nada. Todo era silencio.
Pasó la mano sobre la superficie lisa y fría del Orbe de los Dragones, y el objeto empezó a menguar. Cuando no era más grande que una canica, Raistlin lo cogió y la dejó caer en su bolsa. Desmontó el tosco soporte y deslizó las piezas en un bolsillo de su túnica negra.
Se detuvo un momento antes de salir de la taberna, para contemplar las mesas y las sillas vacías. Podía ver a los hechiceros allí sentados, bebiendo vino elfo y cerveza de los enanos.
—Un día volveré —les dijo Raistlin—. Me sentaré con vosotros y beberemos juntos. Brindaremos por la magia. Un día, cuando sea Señor del Pasado y el Presente, viajaré a través del tiempo. Volveré. Y cuando vuelva, venceré donde él ha fracasado.
Raistlin se echó la capucha de la túnica negra sobre la cabeza y salió de El Sombrero del Hechicero.
5
Despedida
Esa mañana Raistlin se despertó de un sueño profundo, que ningún ataque de tos había interrumpido. Tomó una profunda bocanada del aire de la mañana y sintió como se le llenaban los pulmones. Respiraba sin problemas. Su corazón latía con fuerza y vitalidad. Estaba hambriento y desayunó con deleite los trozos de pan duro remojados en leche, que era lo que tomaban los monjes.
Estaba bien. Se sentía bien. A sus ojos asomaron unas lágrimas de júbilo. Se las secó y empaquetó sus escasas pertenencias: los ingredientes para hechizos, los libros de magia y el Bastón de Mago. Estaba listo para partir, pero antes tenía que hacer un recado.
Debía saldar su deuda con Astinus, quien, aunque de forma inconsciente, le había mostrado la clave: el conocimiento de uno mismo. Y también estaba en deuda con los Estetas, que se habían ocupado de él, lo habían vestido y alimentado.
Raistlin buscó a Bertrem, que solía merodear cerca de la habitación de Astinus, pues era el encargado de velar por su intimidad y siempre estaba dispuesto a acudir corriendo a su llamada.
Bertrem abrió los ojos como platos al ver la túnica negra de Raistlin. El Esteta tragó saliva varias veces. Sus manos revoloteaban con nerviosismo, pero le cerró la entrada a la habitación de Astinus.
—No me importa lo que pueda hacerme a mí, pero ¡a mi señor no le hará ningún daño! —exclamó Bertrem con valentía.
—Sólo he venido a despedirme de Astinus.
Bertrem lanzó una mirada temerosa a la puerta.
—No puede molestarse al señor.
—Creo que él querrá verme —repuso Raistlin con voz tranquila, y avanzó.
Bertrem retrocedió un paso, vacilante, y chocó contra la puerta.
—Estoy bastante seguro de que no...
La puerta se abrió de repente, Bertrem cayó hacia el interior de la estancia, y casi arrastró consigo a Astinus. Bertrem se apartó rápidamente y se pegó a la pared, tratando de mimetizarse con la superficie de mármol.
—¿Qué son todos estos golpes y gritos en mi puerta? —exigió saber Astinus—. ¡Es imposible trabajar con tanto alboroto!
—Me voy de Palanthas, señor —repuso Raistlin—. Quería agradecer...
—No tengo nada que decirte, Raistlin Majere —dijo Astinus, dispuesto a cerrar la puerta—. Bertrem, ya que no eres capaz de garantizarme la paz y tranquilidad que deseo, acompañarás a este caballero a la salida.
Bertrem enrojeció de vergüenza. Se deslizó por la puerta y, armándose de valor, tiró de la manga negra de Raistlin.
—Por aquí...
—¡Un momento, señor! —exclamó Raistlin, y sostuvo con su bastón la puerta abierta para que Astinus no pudiera cerrarla—. Te planteo la misma pregunta que me hiciste el día de mi llegada: «¿Qué ves cuando me miras?»
—Veo a Raistlin Majere —respondió Astinus, enojado.
—¿No ves a tu «viejo amigo»? —inquirió Raistlin.
—No sé de qué me hablas —dijo Astinus, antes de intentar cerrar la puerta otra vez.
Bertrem tironeó de la manga negra de Raistlin con insistencia.
—No debes molestar al maestro...
Raistlin no le prestó atención y siguió dirigiéndose a Astinus.
—Cuando yacía moribundo, me dijiste: «Así termina tu viaje, mi viejo amigo.» Fistandantilus, tu viejo amigo, el hechicero que creó la Esfera del Tiempo para ti. Mírame a los ojos. Mira mis pupilas en forma de reloj de arena que son mi constante tormento. ¿Ves a tu «viejo amigo»?
—No —contestó Astinus después de un momento. Entonces añadió, encogiéndose de hombros—: Así que has ganado tú.
—Yo he ganado —afirmó Raistlin con orgullo—. He venido a saldar mi deuda...
Astinus hizo un gesto, como si estuviera espantando una mosca.
—No me debes nada.
—Yo siempre saldo mis deudas —insistió Raistlin con aspereza. Metió la mano en un bolsillo de la túnica negra de terciopelo y sacó un pergamino atado con una cinta negra—. Pensé que esto podría gustarte. Es la crónica del combate que disputamos. Para tus archivos.
Le alargó el pergamino. Astinus vaciló un momento y después lo cogió. Raistlin quitó el bastón y Astinus cerró de un portazo.
—Conozco la salida —dijo Raistlin a Bertrem.
—El maestro ha dicho que lo acompañara —replicó Bertrem, y no sólo lo acompañó a la puerta, sino que bajó con él la escalera de mármol y salió con Raistlin a la calle.
—Lavé la túnica gris y la he dejado doblada sobre la cama —dijo Raistlin—. Gracias por prestármela.
—De nada —balbuceó Bertrem, aliviado de librarse por fin de aquel huésped tan extraño—. Para servirle.
De repente, Bertrem enrojeció.
»Es decir... No quería decir que esté para servirle.
Raistlin sonrió ante la incomodidad del Esteta. Metió la mano en la bolsa y apresó el Orbe de los Dragones, preparándose para lanzar su hechizo. Aquél iba a ser el primer hechizo importante que iba a realizar sin oír la eterna voz susurrante en su mente. Se había jactado de que el poder era suyo. Por fin sabría si era cierto o no.
Asiendo el Bastón de Mago con una mano y el Orbe de Dragones con la otra, Raistlin pronunció las palabras de magia.
—Berjalan cepat dalam berlua tanah.
Entre el espacio y el tiempo se abrió un portal. Miró a través de él y vio los chapiteles negros y retorcidos de un templo. Raistlin no había estado nunca en Neraka, pero había dedicado mucho tiempo a leer descripciones de la ciudad en la Gran Biblioteca. Reconoció el Templo de Takhisis.
Raistlin cruzó el portalón.
Volvió la vista para contemplar al pobre Bertrem, que tenía los ojos a punto de salírsele de las órbitas mientras manoteaba el aire.
—¡Señor! ¿Dónde ha ido? ¿Señor?
Al comprobar que su huésped se había esfumado, Bertrem tragó saliva y subió la escalera a la carrera, tan rápido como le permitían sus sandalias.. El portal se cerró tras Raistlin y se abrió a su nueva vida.