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Cuando huían de los ejércitos de los Dragones en Flotsam, él, su hermano y sus amigos habían intentado escapar comprando un pasaje a bordo de un barco pirata, el Perechon. Los perseguía un Señor del Dragón que resultó ser Kitiara, su medio hermana. El timonel, presa de la locura, gobernó el barco directamente al corazón del temido Remolino del Mar Sangriento. El navío se quebraba, los palos se caían y de las velas quedaban meros jirones. Las aguas enloquecidas saltaban por encima de la cubierta. Raistlin tenía que tomar una decisión. Podía morir junto a los demás o podía escapar. La elección estaba clara para cualquiera con dos dedos de frente, lo que excluía a su hermano. Raistlin tenía en su poder el Orbe de los Dragones, que había pertenecido al desgraciado rey Lorac, y utilizó su magia para escapar. Era cierto que podía haber llevado consigo a sus amigos. Podría haberlos salvado a todos. Al menos, podría haber salvado a su hermano.

Pero Raistlin apenas conocía los poderes del Orbe de los Dragones. No estaba seguro de que el orbe pudiera salvar a los demás, así que se salvó a sí mismo. Y al otro. Ese otro que siempre estaba con él, que seguía con él mientras se abría camino por las calles de Palanthas. Antes, aquel «otro» era un susurro en la cabeza de Raistlin, una voz desconocida, misteriosa y capaz de volver loco a cualquiera. Pero el misterio ya estaba resuelto. Raistlin ya podía poner una cara horrenda a aquella voz carente de cuerpo, dar un nombre a aquel que le hablaba.

—Tu decisión fue la más lógica, joven mago —dijo Fistandantilus, y añadió con desprecio—: Tu gemelo está muerto. ¡Ya era hora! Caramon te hacía más débil, te hacía de menos. Ahora que te has librado de él, llegarás lejos. Yo me encargaré de eso.

—¡Tú no te encargarás de nada! —le contradijo Raistlin.

—¿Perdón? —preguntó un hombre que pasaba por allí, deteniéndose—. ¿Decíais algo, señor?

Raistlin respondió algo entre dientes y, sin hacer caso a la mirada ofendida del desconocido, siguió caminando. Se había visto obligado a escuchar aquella voz fastidiosa durante toda la mañana. Incluso le pareció ver que aquel espectro chupa almas, con la túnica negra del archimago, le seguía los pasos. Raistlin se preguntó con amargura si el trato que había hecho con el maligno hechicero realmente había valido la pena.

—Sin mí, habrías muerto durante la Prueba en la Torre de Wayreth —dijo Fistandantilus—. Saliste muy bien parado con nuestro trato. Un poco de tu vida a cambio de mi sabiduría y mi poder.

A Raistlin no le asustaba la idea de morir. Pero sí lo atormentaba la idea de fracasar. Ésa era la verdadera razón por la que había hecho el trato con el viejo. Raistlin no habría podido soportar el fracaso. No habría podido aguantar la compasión de su hermano o la certeza de que dependería de su gemelo más fuerte durante el resto de su vida.

Sólo pensar que un hechicero muerto le chupaba la vida como puede chuparse el jugo de un melocotón le provocó un ataque de tos. Raistlin siempre había sido enfermizo y delicado, pero el acuerdo al que había llegado con Fistandantilus —por el cual el espíritu del archimago seguía con vida en el plano oscuro de su atormentada existencia a cambio de la huida de Raistlin— se había cobrado su parte. Parecía que siempre tuviera los pulmones rellenos de lana. Se asfixiaba. Le sobrevenían unos ataques de tos que le doblaban por la mitad, justo como le estaba pasando en ese momento.

Tuvo que detenerse y apoyarse en un edificio. Luego, se limpió la sangre de los labios con la manga gris de la túnica robada. Se sentía más débil que de costumbre. La magia del Orbe de los Dragones que había utilizado para viajar de un continente a otro le había cansado más de lo que había previsto. Cuando había llegado a Palanthas cuatro días antes, estaba más muerto que vivo. Era tal su debilidad que se había desplomado en la escalera de la Gran Biblioteca. Los monjes se habían apiadado de él y lo habían llevado adentro. Más o menos se había recuperado, pero todavía no estaba bien. Nunca estaría bien..., hasta que rompiera aquel acuerdo.

Por lo visto Fistandantilus pensaba que el alma de Raistlin sería su recompensa. El archimago iba a sufrir una decepción. El alma de Raistlin era suya, no se la iba a entregar sin más a Fistandantilus.

Raistlin opinaba que el archimago había salido bien parado del trato que habían hecho en la torre. Al fin y al cabo, Fistandantilus estaba alimentándose de parte de la vitalidad de Raistlin para seguir aferrado a su miserable existencia. Raistlin consideraba que ambos estaban en paz. Había llegado el momento de poner fin a aquel acuerdo. El único inconveniente era que Raistlin no daba con la forma de hacerlo sin que Fistandantilus se enterara y lo detuviera. El viejo siempre andaba merodeando, escuchando a escondidas los pensamientos de Raistlin. Tenía que existir una manera de atrancar la puerta y cerrar las ventanas de su mente.

Al fin, Raistlin se recuperó y pudo reanudar su camino. Siguió recorriendo las calles, siguiendo las indicaciones que le daba la gente que se encontraba, y no tardó en dejar atrás el centro de la Ciudad Vieja y, con ella, la muchedumbre. Se adentró en los barrios obreros de la ciudad, donde las calles recibían el nombre de sus comercios. Pasó por la Avenida de los Ferreteros y la Ringlera de los Carniceros, por el mercado de Caballos y la callejuela de los Orfebres, de camino a la calle donde los mercaderes de lana ejercían su oficio. Estaba buscando un local en concreto, cuando miró callejón abajo y vio un letrero con los símbolos de las tres lunas: una luna roja, una plateada y una negra. Era una tienda de hechicería.

El comercio era pequeño, apenas un hueco en la pared. Raistlin se sorprendió de que hubiera una tienda así, ya fuera grande o pequeña. Le parecía inconcebible que alguien se hubiese molestado en abrir una tienda de objetos relacionados con la magia en una ciudad donde se despreciaba a aquellos que la practicaban. Sólo sabía de un hechicero que residiera en la ciudad y se trataba de Justarius, jefe de la misma orden a la que pertenecía Raistlin, los Túnicas Rojas. Raistlin suponía que habría alguno más. Nunca se había parado a pensarlo.

Sus pasos se fueron haciendo más lentos. Quizá la tienda de hechicería tuviera lo que estaba buscando. Sería caro. No podría permitírselo. No tenía más que una pequeña suma de piezas de acero, que durante meses había tenido que reunir y guardar celosamente. Necesitaba reservar ese dinero para pagar el alojamiento y la comida en Neraka, que era su destino, cuando ya se hubiera recuperado y hubiese terminado sus asuntos en Palanthas.

Por otra parte, el dueño de la tienda tendría que informar al Cónclave, el organismo que velaba por el cumplimiento de las leyes de la magia, de la compra de Raistlin. El Cónclave no lo detendría, pero lo convocarían en Wayreth y le instarían a que se explicase. Raistlin no tenía tiempo para todo eso. En esos momentos estaban pasando cosas cruciales que cambiarían el mundo. El final estaba a punto de llegar. No faltaba mucho para que la Reina Oscura celebrara su victoria. Y en los planes de Raistlin no estaba quedarse en la esquina de una calle vitoreándola, mientras ella desfilaba con paso triunfal. En sus planes, él mismo lideraba la comitiva.

Raistlin pasó de largo por delante de la tienda de hechicería y por fin llegó al lugar que estaba buscando. Pensó que habría podido encontrarlo guiándose únicamente por el hedor, mientras se tapaba la nariz y la boca con la manga. El negocio estaba en un patio grande, lleno de pilas de troncos para alimentar las hogueras. El humo se mezclaba con el vapor que salía de las calderas y de las enormes cubas, de las que emanaba una pestilencia provocada por los distintos ingredientes que allí se utilizaban, algunos de los cuales no eran precisamente muy agradables.

Agarrando su hatillo, Raistlin entró en un edificio pequeño que había cerca de donde hombres y mujeres cargaban aquellos troncos y removían el interior de aquellas cubas con unas palas grandes de madera. Un empleado escribía números en un libro voluminoso, sentado en una banqueta. Otro hombre, sentado en otra banqueta, repasaba unas listas interminables. Ninguno de los dos prestó atención a Raistlin.