—¡Que te digo que vi a Raistlin! —repetía el kender. Señalaba hacia la Gran Biblioteca—. Estaba tumbado en esa misma escalera. Todos los monjes estaban rodeándolo. Ese bastón suyo... el Bastón de Miga...
—De Mago —murmuró el enano.
—... estaba en la escalera, a su lado.
—¿Y qué si era Raistlin? —replicó el enano.
—Creo que estaba muriéndose, Flint —contestó el kender con mucha solemnidad.
Raistlin cerró los ojos. Ya no había ninguna duda. Tasslehoff Burrfoot y Flint Fireforge. Sus viejos amigos. Ambos le habían visto crecer, a él y a Caramon. Más de una vez, Raistlin se había preguntado si Flint, Tas y Sturm seguirían vivos. Se habían separado en el ataque a Tarsis. Ahora se preguntaba, atónito, cómo habrían ido a parar a Palanthas. ¿Qué peripecias los habrían llevado hasta aquel lugar? Sentía curiosidad y, para su sorpresa, se alegraba de verlos.
Se echó la capucha hacia atrás y se levantó del banco con la intención de dirigirse a ellos. Les preguntaría sobre Sturm y sobre Laurana. Laurana la de los cabellos de oro...
—Si ese ladino está muerto, adiós y muy buenas —dijo Flint con crudeza—. Me ponía la piel de gallina.
Raistlin volvió a sentarse y se echó la capucha sobre la cara.
—En realidad no piensas eso... —empezó a contradecirle Tas.
—¡Claro que lo pienso! —bramó Flint—. ¿Cómo vas a saber tú lo que yo pienso o dejo de pensar? Lo dije ayer y lo repito hoy. Raistlin siempre nos miraba por encima del hombro. Y había convertido a Caramon en su esclavo. «Caramon, ¡hazme un té!» «Caramon, ¡lleva mi petate!» «Caramon, ¡límpiame las botas!» Menos mal que Raistlin nunca le dijo a su hermano que se tirara por un precipicio. Ahora mismo Caramon estaría en el fondo de un barranco.
—Vaya, pues a mí medio me gustaba Raistlin —intervino Tas—. Una vez me convirtió en un estanque de patos. Ya sé que a veces no era demasiado agradable, Flint, pero es que no se sentía bien con esos ataques de tos que tenía y además te ayudó cuando tuviste reúma...
—¡Yo no he tenido reúma ni un solo día en toda mi vida! El reúma es de viejos —se enfadó Flint—. ¿Y ahora dónde crees que vas? —añadió, sujetando a Tasslehoff, que ya estaba a punto de cruzar la calle.
—Pues pensaba subir a la biblioteca, llamar a la puerta y preguntar muy educadamente a los monjes si Raistlin está allí.
—Donde quiera que esté Raistlin, ten por seguro que no anda metido en nada bueno. Ya puedes estar sacándote de esa cabezota tuya la idea de llamar a la puerta de la biblioteca. Ya oíste lo que dijeron ayer: no se admiten kenders.
—Supongo que también podría preguntarles sobre eso —dijo Tas—. ¿Por qué no admiten kenders en la biblioteca?
—Porque si los admitieran, no iba a quedar ni un solo libro en los estantes, por eso. Robaríais hasta la última hoja.
—¡Nosotros no robamos a la gente! —se defendió Tasslehoff, muy ofendido—. Los kenders son muy honrados. Y me parece una auténtica vergüenza que ahí no admitan kenders. Voy a ir a cantarles las cuarenta...
Se zafó de Flint y echó a correr hacia el otro lado de la calle. Flint lo fulminó con la mirada.
—Vete si quieres, pero quizá te gustaría oír lo que he venido a decirte. Me envía Laurana. Mencionó algo sobre ti a lomos de un dragón... —le gritó un segundo después, con un brillo nuevo en los ojos.
Tasslehoff dio media vuelta tan rápido que se enredó con sus propios pies, tropezó y cayó al suelo cual largo era, con lo que se desparramó por la calle el contenido de la mitad de sus bolsas.
—¿Yo? ¿Tasslehoff Burrfoot? ¿A lomos de un dragón? ¡Oh, Flint! —Tasslehoff se levantó y recogió sus sacos—. ¿No es maravilloso?
—No —contestó Flint con frialdad.
—¡De prisa! —lo instó Tasslehoff, tirando de la camisa de Flint—. No querrás perderte la batalla.
—No está pasando en este mismo momento —repuso Flint, dando manotazos a las manos del kender—. Vete tú. Yo voy ahora.
Tas no necesitaba que se lo dijeran dos veces. Salió disparado calle abajo, parándose para decirle a todo el mundo que se encontraba que él, Tasslehoff Burrfoot, iba a montar un dragón con el Áureo General.
Flint se quedó quieto un buen rato después de que el kender se hubiera marchado, mirando fijamente la Gran Biblioteca. La expresión del viejo enano se puso muy grave y severa. Se dispuso a cruzar la calle, pero después se detuvo. Sus tupidas cejas grises se unieron en una sola línea. Hundió las manos en los bolsillos y sacudió la cabeza.
—Adiós y muy buenas —murmuró, y se dio la vuelta para seguir a Tas.
Raistlin permaneció sentado en el banco bastante tiempo después de que se hubieran ido. Estuvo allí sentado hasta que el sol desapareció por detrás de los edificios de Palanthas y sopló el aire frío de aquella noche de los albores de la primavera.
Por fin se levantó. No se dirigió a la biblioteca, sino que recorrió las calles de Palanthas. A pesar de que era de noche, las calles estaban atestadas de gente. El Señor de Palanthas había hecho una aparición pública para dar confianza a su pueblo. Los Dragones Plateados estaban de su parte. El señor había asegurado que los dragones habían prometido protegerles y por ello anunció grandes celebraciones. La gente encendía hogueras y bailaba por las calles. A Raistlin todo aquel ruido y alegría lo enervaban. Se abrió camino entre los borrachos, en dirección a una parte de la ciudad donde las calles estaban desiertas y los edificios, oscuros y abandonados.
Ni un alma habitaba aquella zona de la grandiosa ciudad. Nadie la visitaba. Raistlin nunca había estado allí, pero conocía bien el camino. Giró en una esquina. Al final de la calle desierta, rodeada por un bosque espectral de muerte, se levantaba una torre de negra silueta sobre el cielo en llamas.
La Torre de la Ata Hechicería de Palanthas. La torre maldita. Tiznado de negro y en ruinas, el edificio llevaba siglos vacío.
Nadie podrá entrar excepto el Señor del Pasado y el Presente. Raistlin dio un paso hacia la torre y se detuvo.
—Todavía no —murmuró—. Todavía no.
Sintió que una mano fría y cadavérica le acariciaba la mejilla y se estremeció.
—Sólo uno de nosotros, joven mago —dijo Fistandantilus—. Sólo uno puede ser el Señor.
2
La última botella de vino
Los dioses de la magia, Solinari, Lunitari y Nuitari, eran primos. Sus padres conformaban el triunvirato de dioses que gobernaba Krynn. Solinari era hijo de Paladine y Mishakal, dioses de la luz. Lunitari era la hija de Gilean, dios del Libro. Nuitari descendía de Takhisis, Reina Oscura. Desde el mismo día de su nacimiento, los tres primos habían forjado una alianza, unidos por su dedicación a la magia.
Hacía varios eones, los Tres Primos habían concedido a los mortales la capacidad de controlar y manipular la energía arcana. Fieles a su naturaleza, los mortales habían abusado de ese don que se les concedió. La magia actuaba fuera de control por el mundo y fue la causante de males inenarrables y de la pérdida de muchas vidas. Los primos se dieron cuenta de que debían establecer unas leyes que regulasen la práctica de ese poder y así se crearon las Órdenes de la Alta Hechicería. Dirigida por el Cónclave de hechiceros, la orden determinaba unas leyes sobre el uso de la magia, mediante las cuales se ejercía un estricto control sobre aquellos que practicaban tan poderoso arte.
La Torre de la Alta Hechicería de Wayreth era el último de los cinco centros de magia originales que había habido en Ansalon. Tres de esas torres, que se encontraban en las ciudades de Daltigoth, Losarcum e Istar, habían sido destruidas. La Torre de Palanthas seguía en pie, pero estaba maldita. Únicamente la Torre de Wayreth, que se alzaba en el misterioso y enigmático bosque de Wayreth, albergaba gran actividad.