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Kitiara se acercó más. Caminaba con aire arrogante, la mano apoyada en la empuñadura de la espada con un gesto descuidado.

Una mano de Raistlin, oculta entre los pliegues de la túnica, se deslizó hasta una de las bolsas.

—No tengo ni idea de lo que estás hablando —contestó—. Hice lo que prometí que haría.

—Ahora mismo se suponía que debías estar en la Torre de Wayreth, traicionando a tus amigos los hechiceros y ayudando a lord Soth.

Raistlin esbozó una sonrisa sombría.

—Y también se suponía que tú debías estar dormida.

Kitiara se echó a reír.

—Menuda pareja formamos, ¿verdad, hermanito? Takhisis te concedió el don de su magia y tú lo utilizas para traicionarla. Ariakas me entregó un puesto de mando y yo planeo hacer lo mismo con él. —Suspiró y añadió:— Tú dejaste morir al pobre Caramon. Y ahora yo tengo que matarte.

Desvió los ojos hacia el reloj de arena y, al ver las tres lunas agonizantes reflejadas en sus pupilas negras, Raistlin comprendió la verdad. No estaba dormida porque el hechizo que había conjurado no había funcionado. Y no había funcionado porque no había magia. Lo habían engañado. Observó cómo se deslizaba el grano de arena por el estrecho cuello del reloj, acercándose cada vez más a la oscuridad.

—Nunca hubo unos dioses del gris, ¿verdad? —dijo Raistlin.

Kitiara negó con la cabeza.

—Takhisis tenía que encontrar la forma de atraer a Nuitari y a sus primos hacia su trampa. Sabía que la idea de que unos dioses nuevos iban a suplantarlos sería más de lo que podrían resistir.

Pasó la mano por la superficie límpida y suave del cristal.

»Tus dioses han caído en El Remolino y no pueden escapar de él.

Raistlin miró fijamente el cristal.

—¿Cómo sabías que advertiría a los dioses? ¿Por qué sabías que los traería aquí?

—Si no lo hacías tú, lo habría hecho Iolanthe. Así que realmente no importaba mucho. —Kitiara deslizó su mano hacia un costado. Se oyó el sonido susurrante de la espada al salir de la vaina.

Kitiara sostenía la espada con gesto experto, agarraba la empuñadura con facilidad y destreza. Era implacable, despiadada. Quizá sintiera el escozor del remordimiento por tener que matar a Raistlin. Pero lo superaría, a él no le cabía ninguna duda, porque eso sería lo que le habría pasado de estar en su caso.

Raistlin no se movió. No intentó huir. ¿Qué sentido tendría? Se imaginó a sí mismo corriendo por los pasillos, presa del pánico, con los faldones de su túnica aleteando. Correría hasta que le fallasen las piernas y se quedase sin aliento, caería al suelo y su hermana le hundiría la espada entre los hombros...

—Recuerdo el día que nacisteis tú y Caramon —dijo Kitiara de repente—. Caramon era fuerte y vigoroso. Tú eras débil, a duras penas estabas vivo. Habrías muerto de no ser por mí. Te di la vida. Supongo que eso me concede el derecho a quitártela. Pero sigues siendo mi hermanito. No te resistas y te daré una muerte rápida y limpia. Será sólo un instante. Lo único que tienes que hacer es entregarme el Orbe de los Dragones.

Raistlin metió la mano izquierda en la bolsa. Sus dedos se cerraron alrededor del orbe y lo atraparon en su puño. Tenía los ojos clavados en Kit, le sostenía la mirada.

—¿Para qué sirve ya el Orbe de los Dragones? —preguntó—. Está muerto. La magia nos ha abandonado.

—Quizá te haya abandonado a ti —repuso Kitiara—, pero no el Orbe de los Dragones. Iolanthe me contó cómo funciona el orbe. Una vez que un objeto está encantado, seguirá encantado para siempre.

—¿Quieres decir, así? —Raistlin pronunció una palabra:— Shirak.

El Bastón de Mago se iluminó con una luz cegadora.

Por un momento, Kit no pudo ver nada. Intentó protegerse los ojos del repentino destello y levantó la espada, hundiéndola en las sombras con estocadas frenéticas. Raistlin rechazó el ataque sin mucho esfuerzo y sacó un puñado de canicas para lanzarlas a los pies de Kit.

Kitiara todavía no veía bien y pisó las canicas. Resbaló y perdió el equilibrio. Cayó pesadamente al suelo y se golpeó la cabeza.

Raistlin alcanzó su bastón y se acercó a su hermana, listo para darle en la cabeza en cuanto moviera un solo párpado. Sin embargo, Kitiara yacía inmóvil, con los ojos cerrados. Pensó que tal vez estuviera muerta y se agachó para tomarle el pulso en el cuello. Sintió sus latidos fuertes. Se despertaría con un dolor de cabeza insoportable y la visión un poco borrosa, pero se despertaría.

Seguramente debería matarla, pero como ella misma había dicho, le había dado la vida. Raistlin se dio media vuelta. Otra deuda que quedaba saldada.

Se concentró en el Reloj de Arena de las Estrellas. Las tres lunas titilaban tras el cristal como luciérnagas atrapadas en un frasco. Oyó el grito de Fistandantilus.

—¡Rómpelo!

Raistlin levantó el reloj de arena. Esperaba que fuese muy pesado. Pero se encontró con que era decepcionantemente ligero. Estaba a punto de estrellarlo contra el suelo, como el viejo le apremiaba que hiciera. Entonces se detuvo. ¿Por qué Fistandantilus querría ayudarlo a él?

La idea de Raistlin era romperlo y liberar a los dioses. Pero ¿y si no sucedía eso? ¿Qué pasaría si, al romper el reloj de arena, los encerraba en la oscuridad para siempre?

Raistlin miró fijamente el reloj. El reluciente grano de arena temblaba, a punto de caer. Y entonces se alzó el pavoroso canto de las banshees, un lamento aterrador con el que daban la bienvenida más pavorosa que pueda imaginarse a su señor.

Lord Soth había regresado al Alcázar de Dargaard.

Raistlin oía, por debajo del cántico, las pisadas del Caballero de la Muerte bajando la escalera a la carrera. Se le pasó por la cabeza intentar esconderse, y estaba a punto de colocar el reloj de arena sobre el pedestal cuando el grano de arena empezó a deslizarse...

Raistlin se quedó mirándolo y, de pronto, un fogonazo estalló en su mente, como la luz que se había encendido en el bastón. Con la esperanza de que no fuera demasiado tarde, rápidamente dio la vuelta al Reloj de Arena de las Estrellas.

El grano de arena volvió a caer en la parte superior del reloj, que había pasado a ser la inferior.

Las tres lunas desaparecieron.

Raistlin ya no veía la luz bendita de las lunas. No sabía si su acto desesperado había funcionado o había fracasado. Extendió las manos, con las palmas hacia arriba.

—¡Kair tangas miopair! —exclamó con voz temblorosa.

Por un momento sólo sintió que el corazón le dejaba de latir, aterrorizado. Después, aquella calidez tan familiar, apaciguadora y a la vez enervante, le ardió en la sangre y de sus manos nacieron llamas. Vio como el fuego lamía las palmas de sus manos y lo invadió un alivio inmenso. Los dioses eran libres.

Raistlin lanzó el Reloj de Arena de las Estrellas contra una pared. El cristal estalló en una cascada de esquirlas punzantes. La arena relució en el aire como una constelación de estrellas diminutas.

Raistlin recogió el Orbe de los Dragones de entre las canicas. La puerta ya se abría, empujada por la mano del Caballero de la Muerte. Apenas le quedaban fuerzas para pronunciar las palabras del hechizo...

... apenas.

28

No hay descanso para el hechicero. La venganza.

Día vigésimo quinto, mes de Mishamont, año 352 DC

Raistlin salió de los corredores de la magia y apareció en su habitación de El Broquel Partido. Estaba agotado y sólo podía pensar en su cama, donde caería redondo al instante. Para su sorpresa, su cama ya estaba ocupada.

—Bienvenido a casa —lo saludó Iolanthe.