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Estaba sentada en la cama. Cuando levantó la cabeza, Raistlin vio que tenía el rostro magullado e hinchado. Los dos ojos amoratados, uno ni lo podía abrir. El labio partido. Su lujosa ropa desgarrada. Marcas violáceas en el cuello.

—Gracias por salvarme la vida esta noche, querido —dijo en un murmullo—. Siento mucho no poder devolverte el favor.

Giró la cabeza hacia el hombre que estaba de pie junto a la ventana, mirando fijamente las tres lunas, que acaban de unirse para formar el ojo imperturbable. Fue sólo un vistazo. Su rostro estaba sombrío, carente de expresión.

Raistlin no sentía nada. Iba a morir en pocos minutos y se sentía demasiado cansado, demasiado exhausto, como para que le importase. Supuso que debería intentar defenderse, conjurar algún tipo de hechizo mortal. Unas palabras cargadas de magia revolotearon por su cabeza y se alejaron antes de que pudiera atraparlas.

—Si vas a matarme, hazlo ya —dijo con un hilo de voz—. Al menos así podré descansar.

Iolanthe intentó sonreír, pero ese mero gesto le provocó una punzada de dolor. Hizo una mueca y se llevó los dedos a los labios.

—Mi señor quiere el Orbe de los Dragones —dijo la hechicera.

Raistlin se arrancó la bolsa del cinturón y la tiró al suelo. La bolsa se abrió. Las canicas y el Orbe de los Dragones rodaron por el suelo hasta detenerse, relucientes bajo la luz de la luna. Las tres lunas empezaban a alejarse, pero siempre se mantenían unidas.

Los rayos de luna, plateados y rojos, se reflejaron en el orbe y, como si quisiera empaparse de su magia, el orbe pareció crecer. Sus luces de colores se agitaron.

Ariakas miraba fijamente el orbe, como si hubiera entrado en trance. Se separó de la ventana y se acuclilló para observarlo. Las manos del orbe se extendieron hacia él. Ariakas movió los dedos con nerviosismo. Debía de ansiar tocarlo, comprobar si podía dominarlo. Empezó a alargar la mano hacia el objeto. Con una sonrisa lúgubre, retiró la mano.

—Buen intento, Majere —dijo Ariakas, levantándose—. Pero yo no soy tan estúpido como el rey Lorac...

—Oh, sí que lo eres, querido —dijo Iolanthe.

Una ráfaga de aire helado, tan gélido como las ruinas congeladas del Muro de Hielo, golpeó a Ariakas por detrás. Ese frío mágico le tiñó de azul la carne y le robó el aliento. La escarcha se colgó de su pelo, de su barba y su armadura. Se le congeló la sangre. Una expresión de furia y sorpresa se heló en su rostro. Sin capacidad para moverse, cayó al suelo con un golpe seco, como el de un bloque de hielo.

—Nunca des la espalda a un hechicero —le advirtió Iolanthe—. Sobre todo a uno al que acabas de propinar una paliza.

Raistlin lo observaba todo con una expresión estúpida provocada por el cansancio. Iolanthe se acercó a Ariakas. Se arrodilló, apoyó la mano en su cuello y empezó a maldecir.

—¡Maldito sea el Abismo una y mil veces! ¡Este cabrón sigue vivo! Creía que lo había matado. Takhisis debe quererlo mucho.

Iolanthe se guardó en el escote un pequeño cono de cristal y tendió la mano a Raistlin.

—Sé que estás cansado. Yo te llevaré. ¡De prisa! Tenemos que salir de aquí antes de que los guardias vengan a ver qué le ha pasado.

Raistlin la miraba fijamente. Estaba demasiado cansado para pensar. Tenía que convencer a su cerebro para que volviera a ponerse en marcha. Sacudió la cabeza, sin hacer caso a la mano que se tendía hacia él, y recogió el reluciente Orbe de los Dragones. Éste se encogió al entrar en contacto con sus dedos.

—Vete tú —dijo Raistlin.

—¡No puedes quedarte en Neraka! Ariakas no está muerto. Mandará al Espectro Negro a por ti...

—Eso fue lo que intentó hacer esta noche, ¿verdad? —repuso Raistlin, mirando a Iolanthe fijamente.

La hechicera se sonrojó. Era hermosa y seductora. No era raro que los Túnicas Negras se confiaran a ella y a sus palabras cautivadoras susurradas en mitad de la noche.

—¿Cómo lo has sabido? —preguntó Iolanthe.

—Cuento los escalones, recuerda. ¿Hace cuánto que trabajas para La Luz Oculta?

—Desde que... —Iolanthe se interrumpió y sacudió la cabeza—. Es una larga historia, perfecta para contar una noche de invierno, sentados alrededor del fuego. Ahora no tenemos tiempo. Mis amigos y yo abandonamos Neraka. Ven con nosotros.

Raistlin miraba el orbe, contemplando sus colores. Negro y verde, rojo y blanco y azul se entrelazaban, giraban y se agitaban.

—Tengo que cambiar la oscuridad —dijo el hechicero.

Iolanthe lo miró, sin comprender. Después le apretó la mano y le besó dulcemente en la mejilla.

—Gracias, Raistlin Majere. Has salvado a las personas que más quiero.

Lanzó su arcilla mágica contra la pared. La puerta se abrió, creció e Iolanthe la atravesó.

»Que vayas con los dioses —le dijo al despedirse.

El portal se cerró tras ella.

—Ese es mi plan —dijo Raistlin.

Levantó el Orbe de los Dragones entre sus manos y miró a las tres lunas.

»Me lo debéis —dijo, dirigiéndose a la ventana.

Las manos del Orbe de los Dragones se alargaron hacia él, lo asieron y se lo llevaron consigo.

29

La Morada de los Dioses. Viejos amigos.

Día vigesimoquinto, mes de Mishamont, año 352 DC

Raistlin se despertó sobre la dura piedra, fría y pulida, como si estuviera descansando sobre la superficie de un lago helado de aguas negras y relucientes. Lo rodeaba un círculo formado por veintiuna columnas de piedra, informes y sin tallar. Las columnas se alzaban tan juntas entre sí que Raistlin no podía ver lo que había al otro lado.

No tenía la menor idea de cuánto tiempo llevaba dormido. Recordó momentos de una semiinconsciencia somnolienta, en los que pensaba que debería despertarse, que los granos de su reloj de arena estaban cayendo muy rápido y que él no estaba allí para darles forma. Varias veces intentó aferrarse a las riberas de la conciencia y salir del profundo pozo del sueño, pero siempre descubría que le fallaban las fuerzas.

Ya despierto, le costaba hacerse a la idea de moverse, como quien se resiste a abandonar el abrigo de la cama en una mañana gris en la que las gotas de lluvia golpean suavemente la ventana. El aire era puro y calmo, y llevaba hasta él el aroma de la primavera. Pero era un aroma lejano, como si se tratara de una estación remota, distante; como si allí, en aquel valle, el transcurso del año no importase.

Raistlin levantó la vista hacia el cielo y vio que el alba estaba cercana. Sin embargo, no tenía la menor idea de qué día podía ser. Sobre su cabeza, el cielo estaba negro como la muerte. Una luz tenue, que se asomaba titubeante por el este, prometía un amanecer rosado. Las estrellas brillaban intensamente, pero ninguna superaba a la estrella roja, el fuego de la fragua de Reorx. Las constelaciones de los otros dioses también eran visibles, todas al mismo tiempo, algo imposible.

El otoño anterior, Raistlin había mirado hacia el cielo y había visto que faltaban dos constelaciones: la de Paladine y la de Takhisis. ¡Qué lejano le parecía aquel momento! Las hojas del otoño se habían consumido en el fuego y se habían convertido en humo. El invierno había honrado a los muertos con su nieve blanca y pura. La nieve se fundía y la nueva vida, nacida de la muerte y el sacrificio, luchaba con obstinación para abrirse camino a través de la tierra helada.

—La Morada de los Dioses —se dijo Raistlin a sí mismo, en voz baja.

Había dormido sobre la dura piedra sin ni siquiera una manta, pero no se sentía entumecido ni dolorido. Se puso de pie, se sacudió la túnica y se aseguró de que el Bastón de Mago seguía a su lado. Podía ver las constelaciones reflejadas en la superficie, negra y brillante.

Las estrellas estaban por encima y por debajo, como en un reloj de arena.

Las columnas que lo rodeaban podían parecerse a los barrotes de una prisión. No vio ningún hueco por el que pudiera pasar entre ellas.

«Para algunos, la fe es una prisión —reflexionó—. Para otros, la fe conlleva la libertad.»