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Raistlin caminó con paso resuelto hacia las columnas y, sin saber cómo había ido a parar allí, se encontró en el otro lado.

—Interesante —murmuró.

Sentía sed y hambre. Ni en sus mejores tiempos había comido mucho, pero en los últimos días había soportado tanta tensión y una confusión interna tan profunda, que se había olvidado por completo de comer. Como si hubiera aparecido allí por sólo pensarlo, encontró un arroyo de aguas cristalinas que bajaba de las montañas. Raistlin bebió hasta hartarse y, mojando un pañuelo, se lavó la cara y el cuerpo. El agua tenía propiedades reconstituyentes, o eso parecía, pues se sintió más fuerte y vigoroso. Ya no sentía hambre.

Raistlin había leído algo sobre La Morada de los Dioses, pero no mucho, pues no se había escrito gran cosa. El Esteta que había viajado a Neraka había intentado encontrar aquel lugar, que estaba muy cerca de la temida ciudad, pero no lo había conseguido. La Morada de los Dioses era el lugar más sagrado del mundo. Se desconocía quién lo había creado y por qué. El Esteta planteaba varias teorías. Había quien decía que cuando los dioses habían terminado de crear el mundo se habían reunido en aquel lugar para regocijarse con su obra. Otra teoría sostenía que La Morada de los Dioses era obra de los hombres, un santuario en honor a los dioses que había erigido alguna civilización perdida y olvidada mucho tiempo atrás. Lo que sí se sabía con certeza era que sólo los elegidos por los dioses tenían permitida la entrada.

A Raistlin lo invadió una sensación de premura... el aliento de los dioses sobre su nuca.

«Todo sucede por alguna razón. Necesito asegurarme de que la razón es mía.»

Raistlin se sentó en el suelo de piedra, cerca del arroyo, y sacó el Orbe de los Dragones de su bolsa. Dejó el orbe delante de él y, recitando las palabras, tendió las manos hacia las manos que se alargaban hacia las suyas. No tenía ni idea de si su plan iba a funcionar, pues todavía estaba descubriendo la capacidad del orbe. Por lo que había leído, los hechiceros que crearon el orbe lo utilizaban para ver el futuro. Si los ojos del orbe podían ver el futuro, ¿por qué no el presente? Parecía mucho más fácil.

—Estoy buscando a alguien —le dijo al orbe—. Quiero saber qué está haciendo esa persona, oír lo que está diciendo y ver lo que está viendo en este mismo momento. ¿Es eso posible, Viper?

Lo es. Piensa únicamente en esa persona. Concéntrate en esa persona y destierra todos los demás pensamientos. Di su nombre tres veces.

—Caramon —dijo Raistlin, y pensó en su gemelo. Mejor dicho, sencillamente dejó de esforzarse por apartarlo de su mente.

»Caramon —repitió Raistlin y miró fijamente el orbe, en el que empezaban a arremolinarse los colores.

»¡Caramon! —pronunció Raistlin por tercera vez, alzando la voz, como cuando eran más jóvenes y quería despertarle. A Caramon siempre le había gustado dormir.

Los colores del orbe se desvanecieron como las brumas de la mañana. Raistlin vio la lluvia caer con fuerza y la superficie mojada de una pared de piedra. Empapados, sus amigos formaban un círculo: Tanis, Tika Waylan, Tasslehoff Burrfoot, Flint Fireforge y su hermano gemelo, Caramon. Con ellos estaba un hombre vestido con una túnica parda y un sombrero que había conocido tiempos mejores.

—Fizban —dijo Raistlin en voz baja—. Por supuesto.

Tanis y Caramon llevaban la armadura negra y el emblema de los oficiales del ejército de los Dragones. Tanis se cubría la cabeza con un yelmo demasiado grande para él, no tanto para protegerse como para esconder las orejas puntiagudas que delataban su sangre elfa. Caramon no llevaba yelmo. Seguramente no había encontrado ninguno lo suficientemente grande. El peto le quedaba muy apretado; las cinchas que lo sujetaban se estiraban al máximo sobre su torso enorme.

Mientras Raistlin los observaba, Tanis, con el rostro deformado por la ira, miraba agitadamente en derredor del pequeño grupo. Sus ojos se clavaron en Caramon.

—¿Dónde está Berem? —preguntó con voz alterada.

Raistlin se puso tenso al oír ese nombre.

Su hermano enrojeció.

—Yo... no lo sé, Tanis. Es que yo... pensaba que estaba junto a mí.

Tanis estaba furioso.

—Es nuestra única forma de entrar en Neraka y es la única razón por la que mantienen a Laurana con vida. Si lo cogen...

—No te preocupes, compañero. —Ésa era la voz de Flint, siempre consolando a Tanis—. Lo encontraremos.

—Lo siento, Tanis —murmuraba Caramon—. Estaba pensando en..., en Raist. Ya..., ya sé que no debería...

—¿Cómo es posible que ese condenado hermano tuyo estropee las cosas incluso sin estar presente?

—Sí, ¿cómo lo hago? —preguntó Raistlin, con una sonrisa y un suspiro.

Así que Tanis había capturado a Berem y, por lo que parecía, su idea era intercambiarlo por Laurana. El único inconveniente era que Caramon lo había perdido. Raistlin se preguntó si Tanis sabría el motivo por el que la Reina Oscura quería a Tanis con tal desesperación. Si lo supiera, ¿estaría tan ansioso por entregarlo? Raistlin no se atrevía a suponer nada. No conocía a esa gente. Habían cambiado; la guerra y las penalidades los habían cambiado.

Caramon, siempre con su buen carácter, alegre y sociable, estaba perdido y solo, buscando esa parte de sí mismo que había desaparecido. Tika Waylan estaba junto a él, intentando apoyarle, pero sin lograr comprenderlo.

También estaba la coqueta y guapa de Tika, con sus indomables rizos pelirrojos y su risa franca. Tal vez sus rizos de color carmesí estuvieran mojados y alicaídos, pero su brillo de fuego seguía ardiendo bajo la tormenta primaveral. Llevaba una espada, no las jarras de cerveza, y se cubría con partes de diferentes armaduras. Raistlin se había sentido molesto por el amor que Tika profesaba a su hermano. O quizá estuviera celoso de ese amor. No se debía a que Raistlin estuviera enamorado de Tika, sino a que Caramon había encontrado a alguien a quien amar, aparte de su gemelo.

—Te hice un favor yéndome, hermano —dijo Raistlin a Caramon—. Ha llegado el momento de que me dejes ir.

Después se fijó en Tanis, el líder del grupo. Antes era sereno y tranquilo, pero, bajo la atenta mirada de Raistlin, empezaba a desmoronarse. Le habían arrebatado a la mujer que amaba y estaba desesperado por salvarla, aunque eso significara destruir el mundo.

Fizban, el hechicero viejo y de mente confusa que se cubría con la túnica parda, se mantenía aparte, observando y esperando tranquila, pacientemente.

Raistlin recordó una pregunta que Tanis le había hecho en una ocasión, mucho tiempo atrás, cuando soplaban los vientos fríos del otoño: «¿Crees que hemos sido elegidos, Raistlin?... ¿Por qué? No somos el prototipo de héroes...»

Raistlin recordaba también su contestación: «Pero ¿elegidos por quién?¿Y con qué finalidad?»

Miró a Fizban y obtuvo la respuesta que buscaba. Al menos, parte.

Tasslehoff Burrfoot se veía imparable, irresponsable, irritante. Si Berem era el Hombre Eterno, Tas era el Niño Eterno. Pero el niño se había hecho mayor. Como Mari. Realmente triste.

Mientras Raistlin los observaba, Tanis, enfadado, ordenó al resto del grupo que buscase a Berem. Volvieron sobre sus pasos, cansados, estudiando el camino para encontrar el punto en el que Berem lo había abandonado. Fue Flint quien descubrió las huellas de Berem en el barro y echó a correr, mientras los demás se quedaban atrás.

—¡Flint! ¡Espera! —gritó Tanis.

Raistlin levantó la cabeza, sobresaltado. El grito no provenía del orbe. ¡Venía del otro lado de la pared de piedra! Raistlin miró hacia donde se oía la voz de Tanis y vio un paso estrecho en la piedra. Habría jurado que antes allí no había nada.

No tenía tiempo para muchas elucubraciones y, por lo que se veía, ya no necesitaba el Orbe de los Dragones. Kitiara tenía razón. Sus amigos habían estado buscando La Morada de los Dioses y parecía que habían dado con ella.