Raistlin volvió a guardar el orbe en su bolsa. Recogió el bastón y recitó apresuradamente las palabras de un hechizo, con la esperanza de que la magia funcionase en un lugar sagrado como aquél.
—Cermin shirak dari mayat, kulit mas ente bentuk.
Raistlin había conjurado un hechizo para hacerse invisible. Miró hacia el arroyo y no vio su propio reflejo. Si él mismo no se veía, tampoco lo verían sus amigos. La magia había funcionado.
Fizban podría ser la única excepción. Raistlin no quería correr riesgos, así que se deslizó entre dos columnas de piedra y se escondió detrás, justo en el mismo momento en que un hombre aparecía gateando por la abertura en la roca.
Aquél era el hombre del rostro de anciano y los ojos jóvenes, el hombre que estaba a bordo del barco en Flotsam, el hombre que los había conducido a El Remolino. Cuando Berem se puso de pie, en su pecho relució una esmeralda, bañada por los primeros rayos del sol.
Berem, el Hombre Eterno. El Hombre de la Joya Verde. El hermano de Jasla. El hombre que liberaría a la reina Takhisis o la dejaría cautiva para siempre en el Abismo.
Berem miró alrededor, asustado. Su rostro tenía la expresión de un hombre acosado, como un zorro que huye de los perros. Cruzó corriendo la superficie de piedra del valle. Flint y los demás no debían de estar muy lejos pero, por el momento, Berem y Raistlin estaban solos en La Morada de los Dioses.
Unas sencillas palabras mágicas y Raistlin podría inmovilizar a Berem, hacerlo su prisionero. Podría utilizar el Orbe de los Dragones para que fueran ambos a Neraka. Podría presentar ante Takhisis una ofrenda de valor incalculable. La diosa se lo agradecería. Le concedería cualquier cosa que su corazón ansiara. Incluso podría negociar la liberación de Laurana. Pero jamás podría volver a dormir tranquilo...
Raistlin vio que Berem pasó corriendo a su lado. El Hombre Eterno había descubierto lo que parecía ser otro paso en una pared que había más lejos. Y allí llegaba Flint, persiguiéndolo. El enano tenía el rostro colorado por el esfuerzo y la excitación. Berem le sacaba una buena ventaja. No parecía demasiado probable que Flint ganara aquella carrera.
Raistlin oyó un grito detrás de él y, al darse la vuelta, descubrió a Tasslehoff, a gatas por el estrecho túnel. El kender salió al valle y empezó a expresar su asombro ante las columnas de piedra, el suelo de piedra y otras maravillas, mediante sonoras exclamaciones. Raistlin podía oír también las voces del resto de sus amigos al otro lado del túnel. Sin embargo, no distinguía lo que decían.
—¡Tanis, date prisa! —exclamó Tas.
—¿No hay otro camino? —La voz de Caramon sonaba desesperada a través del angosto paso.
Tasslehoff recorría el valle, intentando dar con Flint, pero entre el enano y el kender se alzaban las columnas, que les impedían verse. Tas volvió corriendo al túnel y se agachó para mirar hacia el interior.
Gritó algo por el hueco y otro grito le respondió. Por los sonidos que llegaban, todos habían intentado entrar gateando, y parecía que Caramon se había quedado atascado.
Flint estaba cada vez más cerca de Berem. Los primeros rayos de sol de la mañana proyectaban lentas sombras sobre las paredes de piedra, y Berem ya no encontraba el paso. Corría de un lado a otro, como un conejo que ha caído en la trampa y busca la salida frenéticamente. Por fin, encontró la abertura y se lanzó hacia ella.
Berem estaba a punto de desaparecer a gatas por el agujero. Raistlin reflexionaba sobre qué debería hacer, preguntándose si sería mejor detenerlo, cuando de repente Flint lanzó un chillido terrible. El enano se llevó las manos al pecho y, aullando de dolor, cayó de rodillas.
—Su corazón. Lo sabía —dijo Raistlin—. Lo había avisado.
El instinto le llevaba a ir a socorrer al enano, pero se detuvo. Ya no formaba parte de sus vidas. Ellos ya no formaban parte de la suya. Raistlin se quedó observando y esperando. De todos modos, no podía hacer nada.
Berem oyó el grito de Flint y se volvió, temeroso. Al ver que el viejo enano se desplomaba, el hombre vaciló. Miró la abertura en la pared, miró a Flint y echó a correr para ayudarlo. Berem se arrodilló junto al enano, que se había quedado pálido.
—¿Qué te pasa? ¿Qué puedo hacer? —preguntó Berem.
—No es nada. —Flint boqueaba en busca de aire. Se apretaba el pecho con las manos—. Tengo la digestión un poco pesada, eso es todo. Algo que he comido. Sólo... ayúdame a ponerme de pie. Me cuesta respirar. Si camino un poco...
Berem ayudó al enano a levantarse.
Desde el otro extremo del valle, Tasslehoff por fin los había visto. Pero, como no podía ser de otra manera, el kender interpretó mal toda la situación. Creyó que Berem estaba atacando a Flint.
—¡Allí está Berem! —gritó fuera de sí el kender—. ¡Y está haciéndole algo a Flint! ¡Corre, Tanis!
Flint dio un paso y se tambaleó. Se le pusieron los ojos en blanco. Le fallaron las piernas. Berem cogió al enano en brazos y lo tumbó delicadamente sobre las rocas. Se quedó inclinado sobre él, sin saber qué hacer.
Al oír las pisadas que corrían hacia él, Berem se incorporó. Parecía aliviado. Por fin llegaba ayuda.
—¿Qué has hecho? —aullaba Tanis enfurecido—. ¡Lo has matado!
Desenvainó la espada y hundió la hoja en el pecho de Berem.
El hombre se estremeció y dejó escapar un grito. Se tambaleó y, atravesado por la espada, cayó sobre Tanis. El peso de su cuerpo estuvo a punto de tirarlos a los dos al suelo.
Las manos de Tanis se cubrieron de sangre. El semielfo arrancó la espada de su víctima y se volvió, dispuesto a enfrentarse a Caramon, que intentaba apartarlo. Berem gemía en el suelo, mientras la sangre manaba de la herida mortal. Tika sollozaba.
Flint no había visto nada de lo sucedido. Estaba abandonando el mundo, su alma se disponía a emprender la próxima etapa del viaje. Tasslehoff cogió al enano de la mano e intentó que se incorporara.
—Déjame, cabeza de chorlito —protestó Flint con un hilo de voz—. ¿No ves que estoy muriéndome?
Tasslehoff gimió, sobrepasado por el dolor, y cayó de rodillas.
—¡No estás muriéndote, Flint! No digas eso.
—¡Sabré yo si estoy muriéndome o no! —repuso Flint iracundo, mirándolo ceñudo.
—Otras veces ya pensaste que te morías y sólo estabas mareado por las olas —dijo Tas, y sorbió por la nariz—. Quizá ahora estés..., estés... —Miró alrededor del valle de piedra—. Quizá ahora estés mareado por las rocas.
—¡Por las rocas! —bufó Flint. Pero al ver el dolor del kender, la expresión del enano se suavizó—. Vamos, vamos, amigo. No pierdas el tiempo lloriqueando como un enano gully. Corre a buscar a Tanis.
Tasslehoff resopló y fue a hacer lo que le decían.
A Berem le temblaban los párpados. Gimió de nuevo y se sentó. Se llevó la mano al pecho. La esmeralda, cubierta de sangre, lanzaba destellos bajo el sol.
Siempre hay esperanza. No importan los errores que cometamos, no importan nuestras faltas ni los malentendidos, no importan el dolor, la pena y las pérdidas, no importa lo impenetrable que sea la oscuridad, pues siempre hay esperanza.
Raistlin abandonó su escondite detrás de las columnas y se acercó, invisible, a Flint, que yacía en el suelo con los ojos cerrados. Por un momento, el enano estaba solo. Un poco más allá, Caramon intentaba que Tanis recuperara la razón. Tasslehoff tiraba de la manga de Fizban, intentando hacerse entender. Fizban lo entendía todo perfectamente.
Raistlin se arrodilló junto al enano. El rostro de Flint estaba muy pálido, deformado por el dolor. Apretaba los puños. El sudor le cubría la frente.
—Nunca te gusté —dijo Raistlin—. Nunca confiaste en mí. Y sin embargo, fuiste bueno conmigo, Flint. No puedo devolverte la vida. Pero puedo aliviar tu agonía y darte tiempo para que te despidas.
Raistlin metió la mano en una bolsa y sacó un frasco pequeño con zumo de semillas de adormidera. Vertió unas gotas en la boca del enano. La mueca de dolor desapareció. Flint abrió los ojos.