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Bien, eso era cierto.

Y no podía echarse la culpa más que a sí mismo. Siempre había fomentado la rivalidad entre sus Señores de los Dragones. La certidumbre de que cada Señor del Dragón estaba permanentemente amenazado por los demás, que podían arrebatarle su puesto, los mantenía alerta. La parte negativa era que cualquiera de ellos podía decidir dar una puñalada por la espalda a otro de los Señores de los Dragones, y esa espalda también podía ser la de Ariakas.

Ariakas desconfiaba de todos los Señores de los Dragones, pero recelaba de ella especialmente. Kitiara era muy popular entre sus tropas, mucho más que Ariakas entre las suyas. Ella se preocupaba de que sus soldados recibieran su paga. Y más importante aún eta que Kitiara gozaba del favor de la Reina Oscura, que últimamente no miraba a Ariakas con muy buenos ojos. Había cometido demasiados errores.

Debería haber ganado la guerra con un par de golpes certeros y brutales, haber acabado con todo antes de que los Dragones del Bien se unieran al bando de la luz. Debería haber tomado la Torre del Sumo Sacerdote antes de que los caballeros recibieran refuerzos. Debería haber confiado en los dragones, que podía atacar desde el aire, lo que les daba una gran ventaja, y apoyarse menos en las tropas de tierra. Y no debería haber permitido que Kitiara se aliara con el poderoso lord Soth.

No cabía duda de que Takhisis se arrepentía de haber elegido a Ariakas para liderar sus ejércitos de los Dragones. Kitiara creía sentir la mano de Su Oscura Majestad sobre su hombro, empujándola hacia el trono, apremiándola para que se apoderara de la Corona del Poder.

Qué raro... Kitiara realmente sintió una mano sobre el hombro.

—¿En nombre de...?

Kitiara se levantó de un salto y desenvainó la espada al mismo tiempo. Estaba a punto de atacar cuando descubrió de quién se trataba.

»¡Tú!

—El tonto de campeonato —dijo Raistlin.

Kitiara sostenía la espada en alto y lo observó con los ojos entrecerrados.

—¿Por qué estás aquí? ¿Por qué has venido?

—No porque vaya a matarte, hermana, si eso es lo que temes. Tú ibas a matarme, eso es verdad, pero quisiera que nuestros problemas se limitasen a una pelea entre hermanos.

Kitiara sonrió, aunque no dejó de apuntarlo con la espada.

—Tendré el arma a mano, por si acaso la pelea entre hermanos sube de tono. Así que dime, ¿por qué estás aquí, hermanito? Te has ganado a los peores enemigos. El emperador quiere verte muerto. ¡Incluso una diosa quiere verte muerto! —Kit meneó la cabeza—. Si esperas que yo te proteja, no puedo hacer nada por ti.

—No espero absolutamente nada de ti, hermana. He venido para ofrecerte algo.

Raistlin estaba con las manos escondidas en las mangas de la túnica y la capucha echada hacia atrás. La llama del farol se reflejaba en sus inquietantes pupilas con forma de reloj de arena.

»Quieres la Corona del Poder —le dijo a su hermana—. Yo puedo ayudarte a conseguirla.

—Te equivocas —repuso Kitiara con gran seriedad—. Ariakas es mi emperador. Soy su seguidora más leal.

—Y yo soy el rey de los elfos —contestó Raistlin, resoplando.

Kitiara torció la boca.

—En serio, estoy preocupada por la salud del emperador.

Con el dedo índice, recorrió la ranura de la espada por la que se canalizaba la sangre.

—Ariakas está agotado de ocuparse de los asuntos del gobierno. Debería tomarse un descanso..., un descanso bien largo. Así que ¿cuál es tu idea? ¿Cómo puedes ayudarme?

—Tengo más de una flecha en el carcaj —repuso Raistlin fríamente—. La que decida utilizar dependerá de las circunstancias en que tenga que utilizarla.

—Dices las mismas tonterías que el rey de los elfos —dijo Kitiara, molesta—. No me lo dices porque no confías en mí.

—Menos mal que no lo hago, hermana, porque, si no, a estas alturas ya estaría muerto —respondió Raistlin con aspereza.

Kitiara lo miró un momento, después envainó la espada y volvió a sentarse.

—Digamos que acepto tu oferta. Me ayudas a deshacerme del emperador. ¿Qué esperas recibir a cambio?

—La Torre de la Alta Hechicería de Palanthas.

Kitiara se quedó perpleja.

—¿Esa monstruosidad? ¡Está maldita! ¿Por qué ibas a querer eso?

Raistlin sonrió.

—Que eso lo diga la mujer que vive en el Alcázar de Dargaard.

—No por mucho tiempo. Puedes quedarte con la maldita torre. No creo que haya nadie más que la quiera. —Apoyó los codos sobre la mesa y se quedó mirándolo, expectante—. ¿Cuál es tu plan?

—Tienes que meterme en el templo mañana, cuando se reúna el consejo.

Kitiara lo miró fijamente.

—¡Sí que eres un tonto de campeonato! Sería como si tú sólito te metieras en el calabozo y echaras la llave. Todos tus enemigos van a estar allí, ¡incluida la reina Takhisis! Si ella o alguno de ellos te descubre, no vivirás ni siquiera el tiempo suficiente para exhalar tu último suspiro.

—Tengo la habilidad de esconderme de mis enemigos mortales. En cuanto a los inmortales, tienes que convencer a Takhisis de que soy más útil vivo que muerto.

Su hermana resopló.

—Estropeaste su plan para destruir a los dioses. Traicionaste su confianza en más de una ocasión. ¿Qué podría decirle yo a Takhisis para que te mantenga con vida?

—Sé dónde está Berem, el Hombre Eterno.

Kitiara contuvo el aliento. Lo miró con incredulidad. Se puso de pie de un salto y lo cogió por los brazos. Era hueso y pellejo, ni rastro de músculos, y se acordó de cuando era el niño enfermizo y débil que ella ayudó a criar. Y, como si fuera ese niño pequeño, lo sacudió con impaciencia.

—¿Sabes dónde está Berem? ¡Dímelo!

—¿Aceptas mi trato? —insistió Raistlin.

—¡Sí, sí, acepto tu trato, maldito seas! Encontraré la forma de meterte en el templo y hablaré con la reina. Pero ahora tienes que decírmelo: ¿dónde está ese Hombre Eterno?

—Nuestra madre sólo dio a luz a un hijo tonto, hermanita, y ése fue Caramon. Si te lo digo ahora, ¿qué iba a impedir que me matases? Para encontrar a Berem tienes que mantenerme con vida.

Kitiara le dio un empujón que por poco lo tira.

—¡Estás mintiendo! ¡No tienes ni idea de dónde está Berem! No hay trato.

Raistlin se encogió de hombros y se dio media vuelta para irse.

—¡Espera! ¡Quieto! —Kitiara se mordió el labio y lo miró fijamente.

—¿Por qué iba yo a unirme a ti? —preguntó por fin.

—Porque quieres la Corona del Poder. Y Ariakas es quien la lleva. He leído sobre esa corona y sé cómo funciona su magia. Aquel que la lleva es invencible ante...

—¡Todo eso ya lo sé! —Kitiara lo interrumpió, perdiendo la paciencia—. No necesito que un libro me lo cuente.

—Lo que iba a decir es que la corona es «invencible ante los ataques físicos y la mayoría de las agresiones mágicas comunes» —terminó Raistlin fríamente.

Kitiara frunció el entrecejo.

—No lo entiendo.

—Yo nunca he sido «común» —dijo Raistlin.

Los ojos de Kitiara centellearon bajo sus largas pestañas negras.

—Acepto tu trato, hermanito. Mañana será un día que siempre se recordará en la historia de Krynn.

31

El Espiritual. El Templo de la reina Oscura.

Día vigesimosexto, mes de Mishamont, año 352 DC

Amaneció el sol, parecía tener los ojos rojos y llorosos, la expresión huraña después de una noche caótica regada de alcohol. Las alcantarillas de las calles de Neraka eran arroyos de color carmesí que corrían hacia el comienzo de aquel día único y, sin embargo, el enemigo ni siquiera estaba a la vista. Las fuerzas de los Señores de los Dragones combatían entre ellas.

Como el emperador había llegado tarde, las tropas de los demás Señores de los Dragones tenían prohibida la entrada a la ciudad de Neraka, lo que significaba que les quedaba prohibido disfrutar de la cerveza, del aguardiente enano y de otros placeres que ofrecía la ciudad. Los soldados, que en muchos casos habían tenido que avanzar a marchas forzadas para llegar a Neraka a tiempo, habían soportado la marcha, los latigazos, el agua putrefacta y la mala comida porque les habían prometido unas buenas vacaciones en Neraka. Cuando les dijeron que no podían entrar en la ciudad y que tenían que seguir comiendo aquella bazofia y bebiendo únicamente agua, se amotinaron.