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Dos Señores de los Dragones, Lucien de Takar, el líder semiogro del Ejército de los Dragones Negro, y Salah-Kahn, líder del Verde, llevaban un mes enzarzados en su propia guerra. Los dos pretendían extender sus dominios con el territorio de su contrincante. Los humanos de Khur, bajo las órdenes de Salah-Kahn, siempre habían odiado a los ogros; éstos, por su parte, siempre habían odiado a los humanos. Las dos razas se habían aliado en la guerra sin mucho entusiasmo, pero cuando la guerra empezó a ir mal, cada Señor del Dragón se preocupó por sí mismo. Cuando estallaron las refriegas entre las tropas, los líderes se echaron la culpa entre sí pero ninguno hizo nada por poner paz.

El Ejército de los Dragones Blanco era el que estaba en peores condiciones, pues carecía de líder. El hobgoblin Toede, que era quien estaba al mando, no había aparecido y se rumoreaba que había muerto. Los oficiales draconianos y humanos empezaron a pelearse por el cargo y se esmeraban para caer en gracia al emperador, pero nadie se ocupaba de mantener la disciplina y el orden entre las filas.

Sólo uno de los Señores de los Dragones conseguía mantener a sus fuerzas bajo control, y se trataba de Kitiara, la Dama Azul. Sus oficiales y sus tropas le eran leales y mostraban gran disciplina. Se sentían orgullosos de su líder y de sí mismos, y aunque había alguna queja porque estaban perdiéndose la diversión, los soldados permanecían en su campamento.

Los soldados del Ejército de los Dragones Rojos ya estaban en la ciudad y habían recibido órdenes de mantener a los demás fuera hasta que llegara el emperador. Resultó una tarea complicada, porque los draconianos podían traspasar la muralla volando tranquilamente por encima y se amontonaban en El Broquel Partido y El Trol Peludo (ambas tabernas regentadas por nuevos dueños).

Cuando la guardia nerakiana, escoltada por los soldados del Ejército de los Dragones Rojo, intentó expulsar a los draconianos durante la noche, estallaron las peleas. El Señor de la Noche, al ver que la guardia estaba en desventaja al enfrentarse a aquella multitud amotinada, y temeroso de que los disturbios llegasen hasta el templo, envió en su ayuda a los guardias de ese recinto sagrado. Eso dejó el templo sin hombres de armas en un momento crítico, justo cuando el Señor de la Noche estaba preparando el consejo de guerra.

El Señor de la Noche estaba furioso y echaba toda la culpa a Ariakas, quien, según decían los rumores, había sido tan idiota como para casi dejarse liquidar por su propia furcia. El Señor de la Guerra ordenó a todos los peregrinos oscuros de la ciudad y de los alrededores que acudieran al templo para que colaboraran en la seguridad.

Raistlin se levantó antes del amanecer. Había pasado la noche en los túneles bajo la tienda de Lute. Esa mañana se quitó su túnica teñida de negro. Acarició el tejido con la mano. El tintorero no lo había engañado; el negro no se había descolorido ni se había tornado verdoso. La túnica le había hecho un buen servicio. La dobló y la dejó cuidadosamente en una silla.

Ató las bolsas de los ingredientes de hechizos y el Orbe de los Dragones en una tira de piel y se la colgó al cuello. Se colocó la daga de plata en la muñeca y se aseguró de que ésta le caería en la mano con un simple giro de muñeca. Por último, se vistió con la túnica de terciopelo negro de un Espiritual y se colgó el medallón de oro propio de un clérigo de alto rango de los dioses de la oscuridad. Kitiara era quien le había proporcionado el disfraz. Le contó que se había encontrado con el Espiritual cuando escapaba de la prisión de Ariakas.

La tela se deslizó por el cuello y los hombros de Raistlin. Colocó los amplios pliegues de forma que las bolsas quedaran debajo, ocultas a la vista. Los clérigos recibían su magia sagrada a través de sus oraciones a los dioses, no mediante pétalos de rosa y guano de murciélago.

Cuando estuvo listo, colocó el Orbe de los Dragones sobre la mesa y apoyó las manos sobre él.

—Muéstrame a mi hermano —ordenó.

Los colores del orbe empezaron a brillar y a girar en su interior. Aparecieron unas manos, pero no eran aquellas a las que ya estaba acostumbrado. Eran unas manos huesudas, con los dedos largos, descarnados, y las uñas horrendas de los cadáveres...

Raistlin ahogó un grito y rompió abruptamente el hechizo. Apartó las manos. Le llegó el eco de las carcajadas y aquella voz odiada.

—Si tu armadura está hecha de despojos, yo encontraré una grieta en ella.

—Los dos queremos lo mismo —dijo Raistlin a Fistandantilus—. Yo tengo los medios para conseguirlo. Si interfieres, los dos perderemos.

Raistlin esperó la respuesta en tensión. Al ver que no llegaba, vaciló. Después, como no aparecía ninguna mano, cogió el orbe y lo metió en la bolsa. No volvió a utilizar el orbe, sino que recorrió los pasadizos que lo llevaron al otro lado de la muralla, a Neraka.

Cuando llegó Raistlin, delante del templo ya estaba reunida una multitud de clérigos oscuros. La cola bajaba toda la calle y daba la vuelta al edificio.

Raistlin estaba a punto de ponerse el último, cuando se le ocurrió que un Espiritual, como se suponía que era él, no esperaría en la cola como los peregrinos más humildes. Eso podría resultar un poco sospechoso. Golpeó en la espinilla a las personas que tenía delante con el Bastón de Mago y les ordenó que se apartasen.

Varios se volvieron hacia él, enfadados, pero tuvieron que cerrar la boca y tragarse el enfado al ver los destellos dorados del medallón. Con expresión huraña, los peregrinos oscuros se apartaron para dejar paso a Raistlin, que llegó al principio de la cola a base de empellones.

Raistlin se tapaba el rostro con la capucha. Llevaba guantes negros de cuero para ocultar su piel dorada y también la daga. Caminaba cojeando, para poder explicar la presencia del bastón. Y a pesar de que el Bastón de Mago se ganó algunas miradas curiosas, tenía el aspecto anodino que las circunstancias requerían.

Al llegar a la entrada del templo, Raistlin presentó su salvoconducto, que también le había conseguido su hermana, y aguardó con impaciencia mal disimulada mientras el guardia draconiano lo estudiaba. Por fin, el draconiano le hizo un gesto con la garra.

—Tienes permiso para entrar, Espiritual.

Raistlin se disponía a cruzar la puerta de doble hoja ricamente decorada, en la que se veían representaciones de Takhisis en forma del dragón de las cinco cabezas, cuando lo detuvo otro guardia, esta vez humano.

—Quiero verte la cara. Quítate la capucha.

—Tengo un motivo para cubrirme con la capucha —contestó Raistlin.

—Y tendrás un motivo para quitártela —contestó el guardia, y alargó la mano hacia él.

—Está bien —aceptó Raistlin—. Pero estás advertido. Soy seguidor de Morgion.

Echó la capucha hacia atrás.

El guardia puso una mueca de miedo y asco. Se frotó la mano en el uniforme para eliminar cualquier posibilidad de contagio. Varios clérigos que esperaban su turno detrás de Raistlin se empujaron para alejarse lo máximo posible de él. De todos los dioses oscuros, Morgion, el dios de la enfermedad y la putrefacción, era el más abominado.

—¿Querrías ver también mis manos? —preguntó Raistlin, y empezó a quitarse los guantes negros.

El guardia murmuró algo inteligible y señaló la puerta con el pulgar. Raistlin volvió a echarse la capucha sobre la cabeza y nadie más lo detuvo. Mientras entraba en el templo, oyó comentarios sorprendidos a sus espaldas.