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—El Señor de la Noche y los demás dignatarios se reunirán aquí una hora antes del comienzo del consejo. Deberíais estar aquí si queréis uniros a ellos.

Raistlin repuso que nada podría hacerle más feliz y prometió estar de vuelta dos horas antes de lo necesario. Su guía lo dejó solo y Raistlin encontró el camino para bajar del nivel superior del templo al inferior. Contó los peldaños mientras bajaba y mentalmente fue haciendo un mapa.

Raistlin encontró a sus amigos en una celda. No se acercó, si no que los observó desde cierta distancia. Los pasadizos de las mazmorras eran angostos y oscuros. En las paredes había unas estructuras de hierro de las que colgaban las antorchas, que proyectaban unos charcos de luz sobre el suelo. El olor era insoportable, una mezcla de sangre, carne putrefacta (normalmente los cadáveres se quedaban varios días encadenados a las paredes antes de que se los llevasen) y desperdicios.

El carcelero era un hobgoblin aburrido repantigado en una silla que se entretenía lanzando su cuchillo a las ratas. Sujetaba el puñal en la mano y, en cuanto una rata asomaba entre las sombras, se lo lanzaba. Si acertaba, marcaba una rayita en la pared de piedra. Si fallaba, fruncía el entrecejo, gruñía y hacía una marca en otra parte de la pared. No tenía muy buena puntería y, a juzgar por el número de marcas, las ratas iban ganando.

Absorto en su competición, el hobgoblin no prestaba atención a sus prisioneros. Tampoco había razones para que lo hiciera. Era evidente que no iban a ir a ningún sitio, e incluso si lograban escapar, se perderían en el laberinto de túneles que se movían entre diferentes planos, o caerían en un charco de ácido o en cualquier otra trampa de las que estaban repartidas por los pasadizos.

Bajo la luz tenue, Raistlin distinguió a Caramon desplomado sobre un banco, en el extremo más alejado de la celda. Fingía que estaba dormido, pero los resultados demostraban que no era un buen actor. Tika, que estaba sentada enfrente, sostenía la cabeza de Tas en su regazo. El kender seguía inconsciente pero, por sus gemidos, al menos seguía vivo. Berem estaba sentado en otro banco, con sus ojos inexpresivos clavados en la oscuridad. Tenía la cabeza ladeada, como si estuviera escuchando la voz de alguien muy querido. Respondía en voz baja.

—Ya voy, Jasla. No me dejes.

Raistlin sopesó la idea de liberar a Berem. La descartó casi de inmediato. Aquél no era el momento. Takhisis estaba observando. Sería mejor esperar al anochecer, cuando estuviera concentrada en la lucha por el poder que se desataría entre sus Señores de los Dragones.

El único problema con ese plan radicaba en que era probable que Berem fuera descubierto mucho antes de que llegara la noche. La barba falsa, hecha con lana, estaba empezando a caérsele. Llevaba un jubón cerrado con cordones que se le abría un poco, y Raistlin vio el leve resplandor verde de la esmeralda de su pecho. Si Raistlin podía verlo, también lo vería el carcelero hobgoblin. Lo único que tenía que hacer era dejar de preocuparse por las ratas...

«Estás en peligro, Caramon —le advirtió Raistlin en silencio—. ¡Abre los ojos!»

En ese mismo momento, como si hubiese oído la voz de su hermano, Caramon abrió los ojos y vio el brillo verde. Bostezó y se puso de pie pesadamente, estirando los brazos como si los tuviera entumecidos por estar tanto tiempo sentado.

Echó un vistazo al carcelero. El hobgoblin observaba una rata que se debatía entre si era seguro salir de su agujero o no. Caramon se acercó a Berem con aire despreocupado y, sin dejar de mirar al hobgoblin, le cerró los cordones de la pechera del jubón. El brillo esmeralda desapareció. Caramon iba a pegar bien la barba falsa cuando el hobgoblin lanzó el cuchillo, falló y soltó un juramento. El puñal chocó contra la pared con un sonido metálico. La rata, haciendo un ruidito de alegría, se fue. Caramon se sentó rápidamente, cruzó los brazos sobre el pecho y fingió que dormía de nuevo.

Raistlin concentró su mirada y sus pensamientos en Caramon. «Puedes hacerlo, hermano. Te he llamado tonto muchas veces, pero no lo eres. Eres más listo de lo que crees. Tú solo puedes ponerte en pie. No me necesitas a mí. No necesitas a Tanis. Yo me ocuparé de distraerlos y tú actuarás.»

Caramon pegó un respingo en el banco.

—¿Raist? —llamó en voz alta—. ¿Raist? ¿Dónde estás?

Tika estaba dando golpecitos a Tas en las mejillas para despertarlo. El grito de Caramon la sobresaltó. Lo miró con expresión reprobadora.

—¡Déjalo ya, Caramon! —dijo con voz cansada, los ojos anegados en lágrimas—. Raistlin se ha ido. Métetelo en la cabeza.

Caramon se sonrojó.

—Debía de estar soñando —balbuceó.

Tika suspiró con aire sombrío y volvió a intentar despertar a Tas. Caramon se tiró sobre el banco, pero no cerró los ojos.

—Supongo que todo depende de mí —dijo con un suspiro.

—Jasla está llamándome —dijo Berem.

—Sí —contestó Caramon—. Ya lo sé. Pero ahora no puedes ir con ella. Tenemos que esperar. —Apoyó la mano en el brazo de Berem, en un gesto tranquilizador y protector.

Raistlin pensó en todas las veces que le había molestado esa mano reconfortante. Dio media vuelta, desanduvo sus pasos por el pasillo y, alejándose, se adentró en la oscuridad. No estaba seguro de adonde iría a parar, pero tenía cierta idea. Cuando llegó al lugar donde el pasadizo se dividía en dos, eligió el corredor que bajaba, el que estaba más oscuro. El aire estaba frío y apestaba. Las paredes rezumaban humedad y una capa de limo cubría el suelo.

Unas antorchas trataban de iluminar el camino, pero su luz era muy débil, como si a ellas también les costase sobrevivir en aquella oscuridad opresiva. Raistlin pronunció la palabra que encendía su bastón y el brillo del globo de cristal se iluminó tan vacilante que apenas le servía para ver. Avanzó sigilosamente, pisando con sumo cuidado, atento a cualquier sonido. Al llegar a una escalera, se detuvo para escuchar. Desde abajo subían las voces guturales y sibilantes de los guardias draconianos.

Oculto entre las sombras, Raistlin se quitó el medallón dorado que llevaba al cuello y lo metió en su bolsillo. Cogió las bolsitas que llevaba colgadas de un cordel y se las ató en el cinturón de la túnica negra. Después, apagó la luz de su bastón y bajó la escalera sin hacer ruido.

Al girar un recodo, encontró la sala de los guardias. Allí había varios draconianos baaz sentados a la mesa con un oficial bozak, jugando a los huesos bajo la luz de una única antorcha.

Dos baaz más hacían guardia delante de un arco de piedra lleno de telarañas. Detrás del arco se abría una oscuridad más vasta y profunda que las sombras de la muerte.

Raistlin se quedó donde estaba, escuchando la conversación de los draconianos. Lo que oyó confirmaba su teoría. Anunció su presencia con un «ejem» bien alto y bajó los últimos escalones haciendo mucho ruido, con sus pisadas resonando sobre la piedra.

Los draconianos se pusieron de pie de un salto, con las espadas desenvainadas. Raistlin apareció ante ellos, y los guardias, cuando vieron la túnica de hechicero, se relajaron. De todos modos, no soltaron sus espadas.

—¿Qué quieres, Túnica Negra? —preguntó el bozak.

—Me han ordenado que renueve las trampas mágicas que protegen la Piedra Fundamental —contestó Raistlin.

Estaba corriendo un riesgo enorme con sólo nombrar la Piedra Angular. Si su hipótesis era falsa y aquellos draconianos estaban vigilando cualquier otra cosa, tendría que luchar por su vida de un momento a otro.

El oficial estudió a Raistlin con recelo.

—Tú no eres el hechicero que suele venir —respondió—. ¿Dónde está él esta noche?