—Cúbrete —ordenó el Señor de la Noche, haciendo un gesto desdeñoso con la mano—. Mis disculpas a Morgion si le he ofendido en algo.
Raistlin se echó la capucha sobre la cabeza.
«Una vez más, te he salvado, jovencito.»
Raistlin se apretó una sien. Querría atravesarse el cráneo y arrancarse esa voz de la cabeza.
Fistandantilus se echó a reír. «Me debes una. Y siempre te enorgulleces de pagar tus deudas.»
Una mano apretó el corazón de Raistlin. Sintió un dolor intenso en el pecho. Le costaba respirar y le sobrevino un ataque de tos que lo dobló. Se llevó la mano a la boca y los dedos se le cubrieron de sangre. Raistlin maldijo para sí, invadido por la impotencia. Maldijo y tosió hasta que se sintió mareado y se dejó caer contra una pared.
Los Espirituales lo miraban asustados. Todos tenían la palabra «contagio» en los labios y estaban dispuestos a pegarse para poder apartarse de él lo antes posible. En ese momento, el sonido de una campanilla resonó en todo el templo. El nerviosismo hizo que los Espirituales se olvidaran de Raistlin.
—La campana nos está llamando, mi señor —anunció el asistente, y abrió la puerta de doble hoja que comunicaba la cámara con el salón del consejo.
Los Espirituales se arremolinaron alrededor de la puerta, ansiosos por presenciar la procesión del Señor de la Muerte y la llegada del emperador.
—¿Tenéis que quedaros ahí, embobados como paletos? —dijo el Señor de la Noche.
Los Espirituales, con expresión avergonzada, volvieron a la antecámara.
—Las tropas del emperador están reuniéndose alrededor de su trono —informó el asistente desde su posición junto a la puerta—. Están preparándose para recibir al emperador.
—Nosotros entramos después de Ariakas —anunció el Señor de la Noche—. En fila.
El asistente corría de un lado a otro, colocando a los Espirituales en dos hileras. El Señor de la Noche ocupó su puesto al final. Nadie prestaba atención a Raistlin, que seguía apoyado en su bastón, intentando recuperar el aliento y despejar su mente. El suelo temblaba bajo el estruendo de centenares de pies, marchando al mismo tiempo al ritmo de un tambor y de las órdenes que gritaban los oficiales.
—Primero saldrá el cortejo de peregrinos —explicó el Señor de la Noche a sus Espirituales—. Cuando os hayáis reunido todos en la plataforma, entraré yo y me situaré en el lugar de honor junto a Su Oscura Majestad.
Los soldados empezaron a vitorear en el salón.
—Vete a ver qué está pasando —ordenó el Señor de la Noche a su asistente.
—El emperador ha entrado en la sala —informó el ayudante.
—¿Lleva la Corona del Poder? —preguntó el Señor de la Noche, nervioso.
—Lleva la armadura propia de un Señor del Dragón —dijo su asistente—, una capa de color morado y la Corona del Poder.
El rostro del Señor de la Noche se contrajo en una mueca airada.
—La corona es un objeto sagrado. Cuando la reina Takhisis haya conquistado el mundo, ya veremos quién lleva la corona. —La furia hacía que su voz se elevase chillona sobre las ensordecedoras ovaciones.
Los Espirituales permanecían en fila, expectantes, nerviosos, aguardando la señal y la llegada de su reina. Raistlin se puso en último lugar. Empezó a toser. El clérigo que estaba delante de él se volvió para mirarlo con odio.
Las tropas de Ariakas lo vitoreaban una y otra vez. No parecía que Ariakas tuviera mucha prisa por hacerles callar, pues los vítores eran cada vez más altos y escandalosos. Los soldados golpeaban el suelo con las lanzas, entrechocaban las espadas y los escudos, y bramaban su nombre. Los Espirituales empezaban a cansarse de esperar. Murmuraban entre sí y pasaban el peso del cuerpo de un pie a otro, impacientes. El Señor de la Noche fruncía el ceño y quiso saber qué estaba pasando.
—Ariakas está haciendo reverencias al trono de la Reina Oscura —informó el asistente desde su puesto junto a la puerta. Tenía que gritar para que lo oyeran.
—¿Ya ha llegado Su Oscura Majestad? —preguntó el Señor de la Noche.
—No, mi señor. Su trono sigue vacío.
—Perfecto. Estaremos allí para darle la bienvenida.
Los Espirituales se movían nerviosamente. El Señor de la Noche daba golpecitos con el pie sobre el suelo. Por fin, los vítores empezaron a apagarse. El silencio empezó a extenderse entre las tropas. Se oyó el sonido de otra campanilla.
—Esa es nuestra señal —dijo el Señor de la Noche—. Preparaos.
Los Espirituales se colocaron bien las capuchas y se alisaron las túnicas. Se oyó una trompeta y volvieron a extenderse los vítores por toda la sala, tan ensordecedores o más aún que los dedicados al emperador. El Señor de la Noche se sentía satisfecho. Hizo un gesto y la hilera de Espirituales empezó a avanzar hacia la puerta. Saldrían al estrecho puente de piedra que llevaba desde la antecámara al trono de la Reina Oscura. Los dos primeros Espirituales ya estaban en la puerta cuando, de pronto, el asistente lanzó un grito para que se detuvieran.
—¿Por qué? ¿Qué pasa? —preguntó el Señor de la Noche, frunciendo el entrecejo otra vez por la contrariedad.
—¡La señal era para la Señora del Dragón Kitiara, mi señor! —contestó el asistente, tembloroso—. La Dama Azul y sus tropas están entrando en la sala ahora mismo.
El Señor de la Noche palideció de furia. Los Espirituales abandonaron la fila y se arremolinaron enfadados alrededor de su líder. Todos querían ser escuchados. La aparición de un draconiano que lucía el emblema de la guardia del emperador trajo consigo un silencio cortante y repentino.
—¿Qué quieres? —preguntó el Señor de la Noche, furibundo.
—Su Majestad Imperial Ariakas transmite sus respetos al Señor de la Noche de la reina Takhisis —dijo el draconiano—. El emperador me envía para informar a vuestra señoría de que ha habido un cambio de planes. Vuestra señoría y sus respetados clérigos entrarán en el salón detrás del Señor del Dragón del Ejército de los Dragones Blancos, lord Toede. El emperador...
—Me niego —repuso el Señor de la Noche con una tranquilidad que resultaba inquietante.
—Ruego que me perdonéis, vuestra señoría —dijo el draconiano.
—Ya me has oído. No voy a entrar el último. De hecho, no voy a entrar. Puedes decírselo a Ariakas.
—Se lo diré al emperador —repuso el draconiano, antes de retirarse con una reverencia y un movimiento desdeñoso de la cola.
El Señor de la Noche paseó su mirada lúgubre por los clérigos.
—Ariakas me insulta y, al insultarme, está insultando a nuestra reina. ¡No estoy dispuesto a aceptarlo, y nuestra diosa tampoco! Iremos al Santuario y desde allí le dedicaremos nuestras oraciones.
Los Espirituales salieron presurosos de la habitación, haciendo gala de una justificada indignación. Raistlin iba a unirse a ellos. Dio un paso, se llevó la mano al pecho y lanzó un grito de dolor desgarrador. Se le cayó el bastón de la mano. Tropezó, se tambaleó y cayó de rodillas, entre toses y escupitajos sanguinolentos. Con un gemido, cayó de bruces y se quedó tendido en el suelo, retorciéndose entre terribles dolores.
Los Espirituales se detuvieron y lo miraron preocupados. Varios dirigieron sus miradas dubitativas hacia el Señor de la Noche.
—¿Deberíamos ayudarle? —preguntó uno de ellos.
—Dejadlo. Morgion se ocupará de su clérigo —repuso el Señor de la Noche, hizo un gesto desdeñoso con la mano y salió apresuradamente de la antecámara.
Los Espirituales no necesitaban que se lo dijeran dos veces. Cubriéndose la boca y la nariz con la manga de sus túnicas negras, pasaban al lado de Raistlin lo más rápido posible.
En cuanto estuvo seguro de que se hallaba solo, Raistlin se puso de pie. Recogió el Bastón de Mago, se acercó a la puerta y se asomó al salón.
Ante él se extendía un puente estrecho de piedra negra. Al final se abría la tribuna envuelta en sombras donde se encontraba el trono de la Reina Oscura. La diosa todavía no había hecho su entrada. Quizá estuviera en el Santuario, escuchando las quejas de su Señor de la Noche. En el salón, retumbaban los tambores y vitoreaban los soldados. Otro Señor del Dragón entraba grandiosamente. Raistlin se aventuró un par de pasos por el puente. Pero no fue muy lejos, pues quería ver, pero no ser visto.