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El puente no tenía barandilla, ni pretil. Raistlin se asomó por el borde y vio las cabezas de la multitud que estaba mucho más abajo. Los soldados se elevaban, se retorcían y se agitaban, y a Raistlin le hicieron pensar en un montón de gusanos alimentándose de un cadáver putrefacto. Las plataformas en las que se situaban los tronos de los Señores de los Dragones estaban muy altas sobre el suelo. Unos puentes estrechos de piedra unían las antecámaras de cada Señor con su trono. De esa forma, los Señores de los Dragones no tenían que abrirse paso entre la muchedumbre.

El trono de Ariakas se elevaba sobre los demás. Ocupaba el lugar de honor, justo debajo de la tribuna de la Reina Oscura.

El trono del emperador era de ónice y carente de adornos. Por el contrario, el trono de Takhisis era terriblemente hermoso. El respaldo estaba formado por los cuellos graciosamente curvos de las cinco cabezas de dragón: dos a la derecha, dos a la izquierda y una en el centro. Los brazos del trono eran las patas del dragón; el asiento, el pecho de la bestia. Todo el trono estaba hecho de piedras preciosas: esmeraldas, rubíes, zafiros, perlas y diamantes negros.

Desde su ventajosa posición en el puente, Raistlin podía ver a dos de los Señores de los Dragones. Allí estaba el rostro bello y desdeñoso de Salah-Kahn y los rasgos feos y astutos del semiogro Lucien de Takar. El trono blanco estaba vacío. Ariakas había gritado varias veces llamando a lord Toede, el Señor del Dragón Blanco, pero nadie había respondido.

El mismo Toede que había sido Fewmaster en Solace. El mismo Toede cuya búsqueda del bastón de cristal azul había arrastrado a Raistlin y a sus amigos a terribles peligros y les había hecho emprender el camino brillante e intenso, oscuro y tortuoso que ahora recorrían.

Desde donde estaba, Raistlin no podía ver a Kitiara. Debía de estar sentada en el trono que había a la derecha de Ariakas. Raistlin avanzó un poco más por el puente. Ya no le preocupaba que alguien lo viera desde abajo. La bóveda del salón estaba envuelta en nubes de humo. Esas nubes las emitían los dragones, que lo observaban todo desde sus perchas elevadas, así como las antorchas repartidas por las paredes y las llamas que crepitaban en los braseros de hierro. Con su túnica negra, Raistlin no era más que otra sombra en una sala repleta de sombras.

Takhisis lo estaría observando, como observaría con ávido interés todo lo que estaba sucediendo. El ambiente estaba cargado del olor a humo y a acero, a piel y a intrigas. Seguro que Ariakas también había percibido la pestilencia. Y, sin embargo, permanecía sentado en su trono solo, aislado, apartado, seguro de su invulnerabilidad. No había apostado guardias armados, sólo contaba con la Corona del Poder. Que sus vasallos se preocupasen de las espadas. Ariakas no temía nada ni a nadie. Contaba con el respaldo de su reina.

«Pero ¿sigue siendo eso cierto?», se preguntaba Raistlin.

De los gobernantes se espera una actitud segura. Incluso la arrogancia se permite en un trono. Pero los dioses no perdonaban la soberbia. El último hombre vivo que había llevado la corona se había visto aquejado de esa enfermedad. El Príncipe de los Sacerdotes de Istar se había creído tan poderoso como un dios. Los dioses de Krynn le habían enseñado lo que era realmente el poder, y una montaña abrasadora había caído sobre su cabeza. Ariakas había cometido el error de tener un concepto demasiado alto de sí mismo.

Desde donde estaba, por fin Raistlin podía ver a Kitiara. Y con ella estaba Tanis, el semielfo.

34

La Corona del Amor. La Corona del Poder

Día decimosexto, mes de Mishamont, año 352 DC

Raistlin no esperaba encontrar allí a Tanis, y no se lo tomó como una sorpresa agradable. La presencia del semielfo podía trastocar seriamente su plan. Tanis no estaba junto a su hermana, pues únicamente el Señor del Dragón podía acceder a la plataforma. No obstante, estaba lo más cerca posible de ella, en el último escalón que llevaba al trono.

Raistlin frunció los labios. Tanis había ido a Neraka a salvar a la mujer que amaba. Pero ¿sabía acaso qué mujer era ésa?

El consejo proseguía su marcha. Raistlin estaba mucho más alto que los tronos de los Señores de los Dragones y, aunque hasta él llegaba la voz profunda de Ariakas, la mayor parte de lo que decía se perdía en la vastedad de la cámara. Por lo que entendió, el Señor del Dragón Toede no había acudido porque lo había matado un kender. La noticia provocó un sonido que Raistlin sí distinguió perfectamente: la carcajada burlona de Kitiara.

Ariakas estaba furioso. Se puso de pie y empezó a descender de su tribuna. Kitiara no se movió. Sus soldados echaron mano de sus armas.

Raistlin observó, divertido, cómo Tanis daba un paso hacia Kitiara, con actitud protectora, mientras ella permanecía sentada en su trono, mirando a Ariakas con expresión claramente burlona. Los otros dos Señores de los Dragones se habían levantado y observaban la escena interesados. Seguramente ambos albergaban la esperanza de que Ariakas y Kitiara se matasen entre sí.

Raistlin se acercó al borde del puente y bajó la vista hacia Ariakas, que estaba justo debajo de él. Ese era el momento perfecto para atacar. Nadie le prestaba atención. Todos los ojos estaban clavados en los Señores de los Dragones. Raistlin preparó su magia.

Y entonces se quedó ciego. La oscuridad borró su visión, cubrió su mente, su corazón y sus pulmones. Se quedó inmóvil, pues estaba al borde del puente. Un mal paso y caería al vacío. Siempre le quedaba la posibilidad de utilizar la magia del bastón y flotar como una pluma, pero eso significaría que todos los presentes en el salón lo verían, incluido Ariakas, a no ser que estuvieran tan ciegos como él en ese momento. Como si le leyera el pensamiento, una mano invisible le arrebató el bastón y lo golpeó en la espalda. Se le desbocó el corazón, aterrorizado, y se tambaleó hacia delante. Cayó pesadamente y, aunque le dolían las muñecas y se había magullado las rodillas, temblaba aliviado, pues al menos no se había precipitado al vacío.

Alargó una mano vacilante y delante de él sólo palpó la nada. El final había estado muy cerca. Ojalá pudiera gatear hasta un lugar seguro, pero la caída lo había desorientado y tenía miedo de avanzar en el sentido equivocado. La mano lo golpeaba, lo aplastaba, lo apretaba contra la piedra. Entonces, sin previo aviso, cuando el corazón ya estaba a punto de explotarle, la mano lo liberó y el velo de oscuridad se apartó de sus ojos. Raistlin retrocedió arrastrándose hasta que chocó contra algo sólido: el trono de la Reina Oscura.

Raistlin se volvió a mirarla no porque ése fuera su deseo, sino porque ella lo obligó. Y ése fue el error de la diosa.

Era una sombra, y Raistlin no tenía miedo de las sombras.

Miró hacia abajo y vio a su hermana y a todos los demás postrados, presas del pánico. Kitiara se encogía en su trono. Tanis el semielfo había caído de hinojos. Ariakas se arrodillaba ante su reina. Ellos no eran nada y ella lo era todo. Takhisis los aplastaba con el pie. Cuando estuvo segura de su sumisión, una vez convencida de que eran conscientes de que le pertenecían sólo a ella, levantó el pie y les permitió levantarse.

Su mirada se paseó sobre Raistlin, y el hechicero supo que ya se había olvidado de él. Él era algo insignificante, un grano de arena, una partícula de polvo, una gota de agua, una mancha de ceniza. Toda su atención se centraba en aquellos que ostentaban el poder, en aquellos importantes para ella: sus Señores de los Dragones y la lucha que mantenían, tras la cual el más poderoso de ellos ascendería al trono y propinaría el golpe mortal a las fuerzas de la luz. Raistlin se mezcló con las sombras. Se convirtió en una de ellas. Observaba y esperaba su oportunidad.